_
_
_
_
_
Maneras de vivir
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cada día me gustan menos los nacionalismos

Civilizarse consiste, precisamente, en intentar ser mejores de lo que somos y convertir la brutalidad primitiva en otra cosa

Rosa Montero

Escribo estas líneas dos días después de la declaración soberanista de la CUP y JxSí: por temas de impresión, el artículo tardará dos semanas en llegar a sus manos (a saber qué habrá pasado mientras tanto). Cada día me gustan menos los nacionalismos; y ahora toca soltar el topicazo de “incluyendo el españolismo”, porque parece que estás obligada a resaltarlo cuando tocas el tema. Pues vale, redundemos: incluyendo el españolismo. Que además por desgracia anda muy crecido, como no podía ser menos al calor de la fiebre patriota que padecemos.

Y como no me gustan nada, en fin, me esfuerzo por vigilar los coleteos irracionales de la bicha que puedan movilizarse en mi interior. Porque los nacionalismos son un impulso primitivo y tribal que todos tenemos. En su espléndido ensayo No hay dos iguales (Funambulista), Judith Rich Harris habla del experimento de Robber’s Cave: en Oklahoma, en los años cincuenta, 22 muchachos, iguales en todos los atributos demográficos importantes, fueron divididos al azar en dos grupos y confinados durante dos semanas en un campamento de verano en un lugar remoto. Los dos colectivos mostraron una antipatía mutua casi de inmediato y enseguida empezaron a desarrollar costumbres contrapuestas. Los chicos de un grupo dejaron de decir insultos y se pusieron a rezar juntos, y los del otro adoptaron aires duros y violentos y maldecían todo el rato. Repito: antes de dividirlos eran iguales; en tan sólo dos semanas, se convirtieron en tribus radicalmente distintas que se odiaban.

Explica Rich Harris que en la época de las cavernas era evolutivamente importante reconocer a la propia y pequeña horda, porque la horda vecina podía ser un peligro. Y ese aprendizaje era por entonces tan importante que pasó a ser un equipamiento de serie: los bebés de todo el mundo empiezan a desconfiar de los extraños a los seis meses de edad. Como la cohesión del grupo se fomenta estableciendo costumbres diferenciadoras, la gente distinta es vista de inmediato con hostilidad. Por eso hay tantas tribus, añade Harris, que se llaman a sí mismos el pueblo: porque para ellos los extraños no son ni siquiera personas.

Se construyen siempre contra el otro, en el énfasis de la diferencia, en el espejismo
de la superioridad

Con el tiempo, las tribus se hicieron más complejas y más grandes. Ya no era necesario conocer personalmente a todos los miembros: las hordas crecieron hasta convertirse en naciones. Pero por debajo sigue latiendo el mismo impulso arcaico; el nacionalismo se construye siempre contra el otro, en el énfasis de la diferencia, en el espejismo de la superioridad, en el miedo al distinto, en la intolerancia. En su momento, esa herramienta genética pudo salvar la vida al niño troglodita. Pero en el mundo de hoy basta con consultar la historia para ver que lo que hacen los nacionalismos es teñir una y otra vez la tierra de sangre.

Civilizarse consiste, precisamente, en intentar ser mejores de lo que somos y convertir la brutalidad primitiva en otra cosa. Y así, de la misma manera que ya no le aplastamos la cabeza al vecino de cueva con una piedra, sino que recurrimos a los tribunales, también deberíamos intentar superar el dañino impulso tribal. Yo aspiro a volar por encima de mis peores instintos.

Pero el problema es que esos instintos están ahí, en todos nosotros. Por eso es tan peligroso poner a rodar la bola de la irracionalidad patriótica, siempre tan llena de fiebre y de furia. Sospecho que parte de los que encendieron la hoguera del catalanismo lo hicieron por intereses personales; quizá para minimizar el famoso 3%, quizá para mantenerse en el poder. Pero estoy segura de que hoy todos se creen a pies juntillas el romántico ensueño de la patria: los mitos nacionalistas son enardecedores, intoxicantes, y nadie quiere verse a sí mismo como un miserable, siempre es mucho mejor creerse un héroe. En cuanto a la sociedad, entiendo que se lancen en brazos de ese espejismo: la vida, cualquier vida, siempre es difícil de vivir, e inventarse una épica y reforzar ciegamente la pertenencia a una tribu protege mucho de los sinsabores cotidianos (de ahí el éxito de las hinchadas deportivas).

Lo malo es el precio que terminaremos pagando por todo eso; y no me refiero ya a que Cataluña se vaya, sino a esa declaración unilateral de la CUP y JxSí que ignora a la mitad de la población catalana que no es independentista. O sea, me refiero a la intolerancia y el enfrentamiento. ¿Y qué podemos hacer aquellos que creemos que esto es un desastre? Poco, me temo, porque los nacionalismos anidan en las emociones y son alérgicos a la razón, así que no hay manera de convencer a nadie. Pero, en fin, podemos pedir un referéndum: creo que es absolutamente necesario hacerlo (y además pienso que hoy el secesionismo perdería). Y también sería bueno que todos expresáramos claramente nuestra opinión sobre el tema. Por eso repito: cada día me gustan menos los nacionalismos.

@BrunaHusky

www.facebook.com/escritorarosamontero

www.rosamontero.es

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_