Indios urbanos: buscando las raíces lejos de la naturaleza
Los indígenas abandonan sus aldeas, sobre todo, por la presión de madereros y por motivos económicos y educativos. Hoy conviven en las ciudades brasileñas 315.180
“No existirá indio en el siglo XXI. La idea de congelar al hombre en el estado primario de su evolución es, en verdad, cruel e hipócrita”, afirmó el exministro brasileño de Ciencia y Tecnología, Hélio Jaguaribe, frente a un grupo de militares el 30 de agosto de 1994. No era consciente de cuanto se equivocaba.
A día de hoy existen en Brasil más de 800.000 indígenas, según el último censo del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) correspondiente al año 2010. El 38,5% ya vive en la gran ciudad, principalmente, en Sao Paulo, pero también en Manaos, Boa Vista o Rio de Janeiro. Este constituye su último desafío: adaptarse y sobrevivir entre toneladas de asfalto.
Hace exactamente 24 años que el indio Xamakiry, nacido en el municipio amazónico de Boca de Acre, llegó a Rio de Janeiro. Una vez allí comenzó a ser conocido como Afonso Apurinã, o sea, con su nombre en portugués seguido de la etnia a la que pertenece. “Yo vine en busca de un sueño. Cuando era pequeño mi madre fue a la ciudad y vio por primera vez la televisión: una cajita en la que cabían las personas. Eso despertó mi curiosidad y pensé que un día yo quería estar ahí dentro”, recuerda con la ilusión de un niño que aún no ha crecido.
De delirios de grandeza a lucha activista, con el paso de los años Apurinã dejó la grabación de anuncios y los estudios Globo para dedicarse a la causa indígena. Partícipe del movimiento Aldeia Maracanã, experimentó en sus propias carnes la dificultad de ser indio en una gran metrópoli: “Muchos indígenas llegan a Rio de Janeiro y no tienen un lugar al que dirigirse. Comenzamos así una lucha para transformar el antiguo Museo del Indio en punto de encuentro y centro de referencia de los pueblos indígenas”.
Pero mudarse a una gran urbe no se traduce únicamente en una falta de hogar o de refugio, sino que en el caso de los indios urbanos va mucho más allá. “Para vivir aquí dejé mi tradición de vida y mudé, fui obligado a mudar para no ser objeto de mofa o el payaso de nadie. Fui cambiando mi manera de hablar y olvidando mis raíces para no pasar vergüenza a toda hora”, reconoce con tristeza Apurinã.
“Adaptarse para sobrevivir”, nos susurra Darwin al oído. Eso es lo que los más de 300.000 indios urbanos hacen cada día en las diferentes ciudades brasileñas. Se vuelve normal tener que buscar espacios lícitos donde hacer fuego para sus rituales, no saber dónde pescar, no poder bañarse desnudos en las cascadas o ríos, etc. “La relación del indio con la naturaleza es umbilical. Se trata de una relación de cura. Nuestro psicólogo es el bosque, por eso muchos no aguantan quedarse por aquí”, explica la india ZawaraHu, conocida también como Carolina Potiguara.
La relación del indio con la naturaleza es umbilical. Se trata de una relación de cura. Nuestro psicólogo es el bosque, por eso muchos no aguantan quedarse por aquí
Nacida en Rio de Janeiro, sus abuelos emigraron de Paraíba en los años setenta en busca de trabajo. Una vez aquí, su abuela trabajó durante muchos años de lavandera. Cualquier cosa era mejor que la pobreza asfixiante del nordeste brasileño. Hace un año que no vuelve a su aldea, y cuando recuerda “la libertad perdida” de nadar en aguas cristalinas bajo un sol brillante, sus ojos se llenan de lágrimas.
Para los pueblos indígenas supone un gran desafío restringir su contacto con la tierra, que era suya y en la que son maltratados desde hace más de 500 años. En los inicios de la colonización fue la mano de obra indígena la que mantuvo la industria azucarera, al igual que el ganado y los servicios domésticos; mano de obra que se convertiría en fuerza esclava a mediados del siglo XVI.
Tener esclavos indios era una cuestión de prestigio y riqueza. Personas-objeto tratadas igual que Los nadies de Eduardo Galeano: “Que no son seres humanos, sino recursos humanos; que no tienen cara, sino brazos; que no tienen nombre, sino número”. La transición del Brasil colonial al Brasil Imperio y República apenas alteró ese status quo de abuso y explotación inhumanos.
Con la llegada de la dictadura militar (1964) lo hicieron también proyectos megalómanos como la construcción de varias hidroeléctricas o la gigantesca carretera Transamazónica. Obras faraónicas que una vez más expulsaron a millares de indígenas de sus tierras, mientras que quienes ofrecieron resistencia fueron masacrados en nombre del “progreso”.
Prejuicios perennes
Lo cierto es que las migraciones indígenas de la aldea a la gran ciudad no son algo reciente. Ocurren desde mediados del siglo XX, cuando en las décadas cincuenta y setenta, una primera ola de mano de obra llega a la metrópoli para trabajar en la construcción civil. Posteriormente, en los noventa, tras la Constitución de 1988 y la ampliación de la red de enseñanza, esa migración se vuelve mayoritariamente universitaria, con la presencia de colectivos que se ganan la vida en presentaciones artísticas y rituales.
Con todo, en las últimas dos décadas, la diferencia entre zona rural y urbana se ha vuelto mínima tanto en el sentido migratorio como de interacción entre ambas. Con algunas grandes excepciones en el norte de Brasil, la mayoría de las comunidades indígenas se encuentran bastante urbanizadas y ya hacen frontera o forman parte de ciudades medias, como es el caso de la tribu Tupi-Guaraní de Maricá.
No obstante, pese a que la convivencia del indio en la ciudad es un hecho histórico, el recelo contra su persona no se ha apaciguado con el paso del tiempo. “Existe una doble figura de prejuicio: en los años cincuenta era la invisibilidad de no poder decir que se es indio para no sufrir discriminación, por lo que muchos se hacían pasar por nordestinos, caboclos… y ya en los noventa, se trata de la negación de su identidad indígena por el hecho de no vivir más en la aldea ni tener fenotipo de indio”, matiza el antropólogo social Marcos Albuquerque.
Hoy le digo a Brasil y al mundo: somos capaces, somos inteligentes y, por encima de todo, somos seres humanos
El prejuicio contra el indio urbano muda de piel, pero que no desaparece. X’mayá Kaká Fulni-ô, indígena pernambucano, lo sabe muy bien. Trabaja desde hace 11 años como guía en el Museo del Indio de Rio de Janeiro. Y reconoce que cuando las personas deparan con él su mirada es “asustada”. Además, rápidamente lo tachan de “loco” por sus grandes dilataciones, collares y las pinturas que decoran su cuerpo.
Él es el único indio que trabaja en este museo localizado en el barrio de Botafogo. Indio Fulni-ô convive con su tribu, de aproximadamente 6.200 indios, unos tres meses al año. El resto del tiempo lo pasa en Rio de Janeiro, contento de trabajar para un organismo que cuenta a los ciudadanos parte de su cultura e historia, que es compartida por todo el pueblo brasileño.
“La cuestión es muy complicada: vivir en un lugar en el que no eres aceptado. La sociedad de las grandes capitales ignora la diferencia. Cuando las personas aprendan a convivir con ella serán más humanas, mientras tanto, seguirán siendo los mismos ignorantes de siempre. Nadie es igual a nadie, cada uno tiene su modo de pensar y de vivir”, reflexiona sin miedo frente a la cámara.
Como él, son muchos los indios que de una forma u otra se sienten disminuidos en la urbe, obligados a renunciar a su ancestral naturaleza, a su modo de vida. “¿Cuál es mi verdadera identidad? Para estar aquí tengo que dejar de ser quien soy, pero no me gusta la persona que ellos quieren que sea”, coincide Apurinã; “varias veces me senté en las calles de Rio y lloré, lloré de verdad, preguntándome qué estaba haciendo aquí. Pero tenía un objetivo: probar a mí mismo y a todos los demás que el indio es capaz”.
¿Por qué se quedan?
Son muchos los motivos por los que los indígenas permanecen en la metrópoli pese a las innúmeras dificultades. Razones que nacen desde la mera resignación y necesidad de supervivencia hasta la voluntad de cambio de ese sistema que les excluye y oprime. Transformar la sociedad transformando sus mentes.
Afonso Apurinã reconoce que su pueblo lo tiene cada día “más difícil” para sobrevivir en el Amazonas. Lo mismo ocurre con las demás tribus indígenas (Fulni-ô, Potiguara, Xavante, Terena…) cercadas por explotaciones agrícolas que deforestan sus bosques, explotan sus recursos naturales y contaminan sus ríos. “A ellos solo les interesa destruir la naturaleza que nos alimenta y levantar fábricas de dinero. Y yo me pregunto: ¿En el futuro, nos vamos a alimentar de dinero?”, se cuestiona irónico.
En los límites de la civilización
El municipio de Maricá, situado en la Región de los Lagos del estado de Rio de Janeiro no solo alberga pequeñas comunidades de pescadores, sino también una aldea indígena dentro de la propia ciudad. Desplazarse hasta ella es como transportarse en el tiempo. Nos despedimos de las tecnologías, del ruido apabullante de la urbe, de las prisas con las que llegábamos. La naturaleza y el silencio lo invaden todo.
Ya hace más de dos años que la tribu Tupi-Guaraní M’Bya habita esta área de 93 hectáreas en el distrito de San José de Imbassaí, en Maricá. El alcalde Washington Quaquá recibió con agrado a estos indios procedentes de la Región Oceánica de Niterói (Camboinhas) donde ocupaban una área de protección ambiental. Fueron siete años conflictivos y de gran incertidumbre para la tribu.
Las alternativas son pocas. La más habitual equivale a salir de la aldea en busca de trabajo o con el fin de vender artesanía en las grandes capitales. “Nuestro pueblo está bien articulado. Tenemos una asociación en la que fabricamos artesanado durante todo el año y que después vendemos en Rio de Janeiro, Sao Paulo y Belo Horizonte. Ese retorno retribuye directamente en la comunidad”, revela X’maya Kaká Fulni-ô.
Una motivación muy distinta a la económica es la educativa. ¿Cómo se define este otro perfil de indio? Muchos de ellos ya han nacido en la ciudad, pertenecen a la clase media brasileña y cursan o han cursado estudios universitarios. “Yo nací en Rio de Janeiro. Mis abuelos emigraron en la década de los setenta huyendo de la sequía nordestina. Soy profesora de la Universidad Federal Fluminense, y tengo mucho orgullo de ser indígena a pesar de vivir en el espacio urbano”, manifiesta Carolina Potiguara.
También, la indígena Sandra Guaraní solo encuentra ventajas en la urbe por el lado del estudio: “Nuestra costumbre tiene mucho que ver con la naturaleza y por eso aquí entro en conflicto conmigo misma. No tengo tierra, aire... ¿Dentro de casa voy a hacer mi ritual con quién? Es un espacio pequeño y todo tiene reglas”, añade. Su estancia únicamente cobra sentido con la ilusión de estudiar un master el próximo año.
Por supuesto, además de supervivencia y formación académica existen otros impulsos para quedarse en la ciudad. Entre ellos el deseo de romper ante la sociedad el manido estereotipo de indio como ser “perezoso” y “salvaje”; de acercar al blanco su particular concepción de la Tierra y, sobre todo, de recontar su Historia desde la visión de los vencidos: indígenas valientes que con cada día de vida suman más una victoria.
“Mi vivencia aquí no es por mí, sino por mis padres que están allí, mis hermanos, mis sobrinos… todo el mundo de mi aldea. Es doloroso no convivir con ellos, pero sé que estoy haciendo algo grandioso: enseñar a las personas de la ciudad cosas que nunca sabrían si yo no estuviese aquí”, argumenta X’maya Kaká Fulni-ô.
¿Su sueño? Plantar una “semilla” en las cabezas de las personas para que crezcan con una consciencia de respeto hacia los pueblos indígenas y entiendan su manera de pensar y sus valores diferentes. También, según este indio pernambucano, para que descubran que todo lo que el Gobierno les contó de pequeños era “mentira”.
“Recontar la historia del indio. Los medios de comunicación y los intelectuales de nuestro país siempre han quemado nuestra historia, pero hoy podemos salir de la aldea para hablar de nuestra cultura con nuestra propia voz. En mi opinión, Brasil tiene una gran herencia y una gran deuda con nosotros los indios”, reclama.
Una opinión compartida también por Carlos Tukano (en nombre indígena Doethyró), cacique del colectivo Aldeia Maracanã: “Hoy estoy conversando para Brasil y el mundo sin ningún intermediario: ya puedo hablar portugués. Entonces, esa ha sido mi lucha. Los indios somos vistos como personas sin ninguna autoridad. Hoy le digo a Brasil y al mundo: somos capaces, somos inteligentes y, por encima de todo, somos seres humanos”.
Artículo publicado en colaboración con la UN Foundation.
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