Los remeros que vencieron a Hitler
Esta es la historia de unos héroes. Y ante todo, el relato de la camaradería entre un puñado de hombres buenos ante el nazismo
Regresé al canal olímpico después de muchos años para leer las últimas páginas de Remando como un solo hombre, la extraordinaria y conmovedora historia del equipo de remo que humilló a Hitler y asombró al mundo. Con el libro bajo el brazo, descendí al pantalán y me senté en la madera húmeda sintiendo un nudo en la garganta. No volvía al canal desde que murió Agustí Fancelli. Juntos, Agustí y yo, habíamos pasado mucho tiempo remando en aquellas aguas tranquilas. Nos escapábamos del periódico al mediodía y nos embarcábamos para palear en el largo espejo brillante sobre el que se reflejaba el cielo.
La otra tarde todo seguía igual. Las golondrinas y lavanderas atrapaban insectos en la orilla junto a la que flotaban una pareja de patos, las canoas y los kayaks reposaban amontonados, propensos a la caída, los chalecos salvavidas y los remos pendían de sus soportes en el almacén abierto. En medio del canal, un bote de competición, largo y elegante, el remero deslizándose rítmicamente adelante y atrás en su asiento, atravesaba con limpieza la superficie como una hoja afilada que abriera una herida.
El timonel del equipo estadounidense era de familia judía. Su padre se lo reveló antes de partir hacia los juegos
El canal olímpico de Cataluña, en Castelldefels, no es el circuito de remo de Grünau, en el lago Langer See, en las afueras de Berlín, que fue donde se desarrolló la legendaria regata de Remando como un solo hombre, el maravilloso libro de Daniel James Brown que relata una de las grandes gestas del deporte poniéndote a menudo al borde de las lágrimas, pero quiso el destino que el otro día el cielo estuviera tan encapotado y el agua tan de un gris pizarra como aquel 14 de agosto de 1936, durante los Juegos Olímpicos. Entonces, a las seis de la tarde, en la final de la prueba de remo de la modalidad estrella de ocho con timonel, nueve jóvenes estadounidenses de clase trabajadora –agricultores, pescadores y leñadores del Estado de Washington– se enfrentaron a las mejores tripulaciones del mundo, incluido el peligroso equipo alemán, que competía en casa con el apoyo de 75.000 espectadores vociferantes y la mirada de Adolf Hitler, que ya ha de ser estímulo. Venciendo todas las adversidades –entre ellas, navegar en la peor posición del lago, el desfallecimiento del remero de popa, enfermo con fiebre, y no haber oído la señal de partida–, los chicos estadounidenses ganaron la prueba y la medalla de oro. Uno de ellos, Bobby Moch, el timonel, era de familia judía (su padre se lo reveló antes de partir para Europa).
Hitler, que presidía desde la tribuna vestido de uniforme y cubierto por una capa que parecía sacada de Malditos bastardos, se marchó furioso, pensando quizá que ya se resarciría invadiendo Polonia, y suerte que todavía era 1936, porque unos años más tarde seguramente los remeros alemanes hubieran acabado en el frente ruso, remando en el Volga por así decirlo. Hitler entonces no lo sabía, pero aquellos muchachos estadounidenses robustos y sencillos, genuinos y optimistas, regresarían para arrebatarle algo más que una medalla.
La victoria de los chavales norteamericanos en aquel Berlín rendido al Maligno fue un pequeño milagro dadas las circunstancias y un bofetón para el régimen nazi similar al que le propinó en los mismos Juegos el atleta negro Jesse Owens –consiguiendo cuatro medallas de oro y cargándose el mito de la superioridad aria ante las barbas de los jerarcas del III Reich–, pero la historia es mucho menos conocida. Brown la ha rescatado en uno de los libros (publicado por Nórdica) más emocionante que he leído en mucho tiempo y que es un canto a lo mejor del deporte y del espíritu humano. A la manera de un “Carros de fuego con remos” –como se lo ha descrito–, está lleno de épica y de poesía.
“Quería plasmar bien todos los aspectos técnicos del remo, por supuesto, las mecánicas de la palada, los estilos”, explica Daniel James Brown, “pero me parecía igualmente importante trasmitir con el mayor realismo la experiencia sensorial y emocional de remar. Así que hablé con muchos buenos remeros. Era muy importante para mí convencer al lector de que remar en cada situación provocaba exactamente esas sensaciones y sentimientos que describo”. Cuando le señalo que su prosa parece influenciada por poetas como Robert Frost se muestra muy satisfecho. “¡Gracias! Crecí leyendo buena literatura. Una vida de leer a Shakespeare, Faulkner, Joyce o Dickens (¡y Cervantes, Borges y García Márquez!) me ha dado cierto instinto para la buena escritura. Pero en realidad fue conocer a esos chicos, sus vidas, a través mayormente de sus hijos y nietos, lo que me inspiró, me robó el corazón y me brindó el combustible emocional para entender la historia en un nivel profundo. Una vez sucede eso, la buena escritura sigue con bastante facilidad”.
En horas llenas de dolor, con lluvia y nieve, se fraguó el equipo que derrotó a los mejores remeros del mundo
Pocas veces ha encontrado un deporte una voz que lo engrandezca tanto como lo hace aquí el autor con el remo, destacando sus valores sociales, morales y hasta espirituales. Pero en realidad diríase que el libro no habla tanto del remo como de la vida. “¡Sí! Es absolutamente cierto. Para mí, la historia de esos nueve chicos que suben al bote y lo aprenden a manejar juntos de manera tan poderosa y bella es una metáfora de tantas cosas en la vida. La vida nos coloca en un bote con otras personas todo el tiempo, nos guste o no. En la guerra, en la política, en los negocios… Y aprendemos a crear lazos de confianza y afecto, y a remar juntos, y entonces metas que parecían imposibles devienen alcanzables. Es lo que descubrí escribiendo el libro y lo que espero que los lectores entiendan”.
A diferencia de los recios chicos del bote, nosotros, Agustí y yo, en el canal, aquellos días, nunca fuimos lo que se dice unos atletas –todo lo más unos maduritos e improbables Tom Sawyer y Huckleberry Finn– , y nuestra embarcación, de barata fibra de vidrio y no de aromático cedro rojo americano, hacía aguas y hasta volcaba. Pero conocimos de refilón la grandeza y la brutal dureza del remo: las ampollas en las manos, el latigazo de los músculos de la espalda al culminar la palada, los calambres, la lucha contra el viento, contra el frío y el conformismo; el placer de imponer tu voluntad sobre el agua y los elementos, y el orgullo de sobrellevar el dolor y el esfuerzo abrazados a la camaradería. Todo eso, salvando la inmensa distancia que hay entre los héroes –como los del equipo estadounidense de 1936– y unos pobres aficionados como éramos, lo he vuelto a recuperar, con melancólica alegría, en el libro de Brown. Que también es una gran historia de amistad, como lo son todas las grandes historias.
Remando como un solo hombre (The Boys in The Boat en la versión original en inglés) nos relata en 450 páginas que se leen como una novela los acontecimientos que culminaron en esos seis minutos irrepetibles de la regata ante Hitler. El autor se remonta hasta tres años antes, 1933, para irnos conduciendo inexorablemente hasta la cita en el lago de Berlín y el momento en que el juez da la señal de comenzar la competición. El camino es largo y apasionante, lleno de escollos y vericuetos. Nos adentramos en los trabajos, dudas, sufrimientos y satisfacciones de esa pequeña band of brothers de remeros que conquistó lo imposible, o al menos lo muy improbable. Sin olvidar al entrenador, Al Ulbrickson, y al constructor del bote –el Husky Clipper, una verdadera obra de arte–, George Yeoman Pocock, poeta de la materia cuyas citas llenas de filosofía abren cada capítulo: “El remo es todo un arte. Es el mejor arte que hay. Es una sinfonía de movimientos. Cuando remas bien, es algo que se acerca a la perfección. Y cuando te acercas a la perfección rozas lo divino. Es algo que roza el tú de los tús. Que es el alma”.
Al reseguir la historia de esos chicos, “con los que era imposible no simpatizar y desear que vencieran al final”, Brown se centró muy especialmente en las vivencias de uno de ellos, el más outsider, Joe Rantz, un héroe herido y atribulado al que conoció personalmente. A través de todos ellos, el autor traza con hálito digno de un Tolstói la panorámica de unos años decisivos de EE UU y del mundo.
Porque los nueve muchachos del bote no remaban en el vacío. Lo hicieron en unos tiempos sacudidos por la Gran Depresión de 1929 y los fascismos, rumbo al desastre de la II Guerra Mundial. El recorrido de Joe Rantz, personaje que parece salido de las fotos de Walker Evans, Dorothea Lange o Ben Shahn, ejemplifica el desarraigo, la soledad, el abandono, la humillación y el dolor de toda una generación perdida. Su redención a través del remo tras vivir con lo puesto y dedicarse a la pesca furtiva de salmones es una hermosísima lección de superación y coraje. Cuando Brown lo conoció en 2007 era nonagenario y se moría, pero le alcanzó el tiempo para contar su historia. Joe se echó a llorar al explicarla. Cuando Brown estaba a punto de marcharse, la hija del viejo campeón le puso en sus manos la medalla de oro, que estuvo años desaparecida porque la robó una ardilla.
El remo era en los años veinte y treinta un deporte muy popular en EE UU que atraía multitudes. Lo practicó de joven gente tan variada como Robert McNamara y Gregory Peck. Aunque nacido con connotaciones clasistas (un deporte de caballeros) en los colegios privados del Este, al estilo de las instituciones británicas de élite como Oxford, Cambridge o Eton, había prendido en el mundo rudo del Oeste lejos de los ambientes sofisticados de origen en los que proliferaban los pantalones planchados y los cárdigan.
Entretanto, en Alemania, Hitler se convencía de que acoger unos Juegos era buena idea
El 19 de octubre de 1933 –cuarto año de la Gran Depresión, Franklin Delano Roosevelt en la presidencia, King Kong en las pantallas– se celebraba en Seattle, en un antiguo hangar de hidroaviones reconvertido en pabellón de botes, la inscripción de los nuevos candidatos para el equipo de remo de la Universidad de Washington, que ambicionaba –en rivalidad regional con la de California– estar en la cúspide de ese deporte disputando el campeonato nacional a los veteranos y más sofisticados equipos del Este. Entrar en él significaba para chicos como Joe –al que echaron de casa a los 10 años– escapar de una vida de miseria y poder estudiar. Pero solo había nueve asientos en el bote y la competencia era tremenda. Las bellas embarcaciones, caras como un Cadillac, eran largas y delicadas, con remos de picea el doble de largos que los altos jóvenes, y navegar en ellas requería muchísima técnica, que solo se lograba con innumerables horas de entreno y sacrificio y una voluntad indomable. En esas horas grises y anónimas, llenas de dolor, con lluvia y nieve, empezó a fraguarse el equipo que derrotaría a los mejores remeros del mundo. La fórmula del éxito de Washington consistió en disponer de un bote espléndido –construido a partir de lo mejor de la naturaleza americana y con técnicas de los indios del noroeste–, una palada revolucionaria y una materia humana irrepetible: esos nueve chicos resultaron ser magníficos, capaces de fundirse en una sola entidad sintonizada con el agua.
Entretanto, en Alemania, Hitler se convencía de que acoger unos Juegos era buena idea, aunque iba a requerir hacer algunos ajustillos en las calles, reconvertir provisionalmente a los SA en guías turísticos y dejar a los judíos tranquilos, de momento. Goebbels y Leni Riefenstahl –que luego rodaría la regata para su filme Olympia– ya empezaban a reñir porque a la segunda el Führer le daba mano libre para lanzar al mundo la imagen del nacionalsocialismo. “Para mí fue una suerte que Riefenstahl hiciera buenas tomas el día de la prueba”, me comenta Brown. “Disponer de ese metraje me proporcionó una buena muestra de cómo era la atmósfera aquel día. La banda sonora fue asimismo muy útil, pues pude escuchar el rugido de la multitud. Pero he de decir que la mayoría de los detalles de lo que ocurrió proceden no del filme de Riefenstahl, sino de los propios diarios de los chicos y sus cartas a casa. Fueron impagables para mí, al permitirme ser capaz de describir la tensión y las emociones en el bote. ¡Eso es drama de verdad!”.
Los nueve chicos de Washington se ganaron el derecho a ir a Berlín venciendo todas las pruebas preliminares y el campeonato nacional. Aún hubieron de vencer nuevas adversidades, como los problemas de financiación del viaje. Pero finalmente llegaron a Berlín, donde los nazis habían echado el resto para mostrar los logros del régimen. “Bienvenidos al III Reich, no somos lo que dicen”, proclamaba un letrero con la malvada ingenuidad de los marcianos de Mars Attacks! Mientras paseaban por la ciudad, cuando alguien les lanzaba un “¡Heil Hitler!”, los muchachos contestaban con un “¡Heil, Roosevelt!”. Un día entrenaron con plumas de indios. Tras clasificarse, llegó la competición por la medalla de oro, contra Alemania (que ya había ganado cinco los días anteriores en otras modalidades de remo), Italia, Gran Bretaña, Hungría y Suiza. El Husky Clipper fue puesto en el agua tras aplicarle a los bajos una capa de aceite de cachalote. Salieron fatal, pero remontaron en una carrera inolvidable y entraron en la meta seis décimas de segundo por delante de los siguientes, los italianos, y un segundo antes que los terceros, los alemanes, con sus camisetas adornadas con el águila negra y la esvástica.
Mientras atardecía en el canal de Castelldefels, leí las vibrantes páginas finales sobre la carrera pensando que eran el cénit del libro. Pero luego llegué al epílogo. Los chicos regresaron convertidos en héroes y retomaron sus vidas. Al año siguiente volvieron a ganar el título nacional en Poughkeepsie, ratificando que eran el mejor equipo de remo de ocho de la historia. Para entonces habían remado lo suficiente como para ir de Seattle a Japón. Luego, cada aniversario de la regata de Berlín sacaban su bote y remaban en el lago Washington. En 1971, reducidos ya a ocho por el cáncer, se reunieron para bogar juntos y posaron ante los fotógrafos con el torso desnudo y empuñando los remos para un remake de la foto de juventud. Tenían ya barriga, los hombros caídos y el pelo gris, pero lo hicieron bien. Cincuenta años después de su victoria, en 1986, empujaron de nuevo el Husky Clipper, se subieron con cuidado y mientras el timonel, Bobby, decía con el viejo megáfono “¡remad!” metieron las palas en el agua y comenzaron a deslizarse. “Remando todavía como un solo hombre, fueron atravesando el agua que el sol de media tarde bruñía como si fuera bronce. Luego, al final de la tarde, subieron la rampa renqueando hacia el pabellón, saludaron a los fotógrafos y colocaron por última vez los remos en los estantes”. Recordé esa imagen que se fundía con mis recuerdos y me llevé a casa una frase postrera del libro mientras la luz se apagaba en la superficie del canal: “Y así murieron, queridos y recordados por todo lo que fueron: no solo remeros olímpicos, sino buenas personas”.
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