El abrazo de las serpientes no asfixia
Un estudio en ratones demuestra que las serpientes constrictoras no matan por asfixia sino por obstrucción del riego sanguineo
En 1994 el zoólogo estadounidense David Hardy propuso una controvertida teoría sobre la técnica constrictora que usan boas, pitones y otras serpientes para acabar con sus presas. En aquel momento la herpetología clásica se aferraba a la idea de que la defunción se producía lenta y agónicamente, por asfixia, así que cuando Hardy, al ver que de hecho que las presas morían en pocos minutos propuso su hipótesis alternativa, la ciencia establecida la desdeñó. Once años después y gracias a la dedicación de Scott Boback, un investigador del Dickinson College (Pensilvania, EE UU) y un viejo colega de Hardy, ya hay pruebas solidas de que es la obstrucción del riego sanguíneo a los órganos vitales lo que termina con las víctimas de las constrictoras.
No solo es la poca predisposición de la comunidad científica lo que ha impedido hasta ahora llegar a esta afirmación. El abrazo de una serpiente enorme y la desesperación de morir ahogado (o incluso la posibilidad de perder el conocimiento para recuperarlo ya dentro del ofidio) son imágenes terribles que despiertan un miedo instintivo y que por tanto son difíciles de cambiar. No ayuda tampoco el hecho de que para llegar a cualquiera que sea la conclusión haya que observar empíricamente este desagradable mecanismo.
Según explica el estudio, publicado por The Journal of Experimental Biology el 22 de julio, los científicos midieron la presión sanguínea de varias ratas vivas pero anestesiadas en el momento de ser constreñidas. “No era algo que nos tomásemos a la ligera y queríamos asegurarnos de que los animales no experimentasen ni dolor ni sufrimiento”, cuenta Scott Boback. Así, él y su equipo, formado por sus colegas Emmet Blankenship y Patrick McNeal, y tres estudiantes, insertaron electrodos de electrocardiograma y catéteres para medir la presión sanguínea en el cuerpo de los roedores, para luego anestesiarlos y ofrecérselos a una boa hambrienta. Afortunadamente para las ratas, y para el equipo también, observaron que la circulación se paraba en cuestión de segundos.
Boback recuerda "estar en el laboratorio y que los estudiantes que estaban pendientes de los monitores no pudiesen creer que estuviera pasando todo tan deprisa. Vimos como la presión arterial bajaba y la venosa subía y que lo hacía en el mismo momento que la serpiente apretaba su abrazo". Comprobaron cómo el riego se corta, el oxígeno deja de llegar a los órganos y el corazón lucha irregularmente unos últimos segundos. Boback sospecha que sin riego al cerebro cualquier animal atrapado en los anillos de una constrictor muere en cuestión de segundos, antes de que otros órganos vitales empiecen a fallar.
La serpiente cuadrúpeda que vino del barro
Hace entre 146 y 100 millones de años vivió en el Brasil cretácico Tetrapodophis amplectus, una serpiente prácticamente igual a las actuales excepto por una cosa. Cuatro cosas, mejor dicho. Cuatro pequeñas patas, inútiles para desplazarse que, según los científicos, usaba para evitar que sus amantes y victimas escapasen de su abrazo (sus vertebras atestiguan que ya mataba por constricción), pero, sobre todo, para excavar. Las pequeñas extremidades tienen los dedos exteriores acortados y el segundo notablemente más desarrollado, lo que sugiere que este ofidio primigenio evolucionó para vivir en madrigueras, no para nadar, tal y cómo sugería una de las teorías más aceptadas acerca del origen de estos reptiles.
Además, según cuenta la revista Science, los cuatro estudios genéticos y morfológicos que compararon a Tetrapodophis con distintas serpientes modernas, nos dicen que, de hecho, la sierpe cuadrúpeda es su ancestro. Estas evidencias genéticas, sumadas a las patas de topo y la ausencia de una cola plana necesaria para nadar y bucear, son la mejor prueba hasta ahora de que los ofidios no vinieron del mar, sino del barro.
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