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Tribuna
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Paradojas de Podemos

Los ayuntamientos ‘podemistas’ se están politizando, que es lo opuesto a la regeneración pública

Enrique Gil Calvo

Con la confluencia como principal táctica electoral, basada en reforzar sus candidaturas con activistas civiles, Podemos se dispone a alcanzar su principal objetivo estratégico: condicionar el acceso de los socialistas al poder. Por eso es hora de tomarse en serio lo que hasta ahora parecía un hatajo de aficionados con la cabeza llena de pájaros. Y puede que lo sean, pero también pueden ganar, como han demostrado ya.

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La base de poder de Podemos no reside en el carisma de sus dirigentes, cuya jactancia no resiste la erosión del tiempo, sino en ofertar una potente respuesta de choque ante la situación actual, caracterizada por el fracaso de nuestra clase política. Es lo que sus dirigentes han denominado aprovechar la ventana de oportunidad abierta por la crisis económica (austericidio), política (corrupción) e institucional (secesionismo). Y la oferta reactiva de Podemos consiste en movilizar a las clases medias desclasadas por la precariedad con una convocatoria muy persuasiva centrada en tres grandes marcos (frames). Ante todo el encuadre justiciero del castigo a la casta, culpable de haber descargado su propia responsabilidad como causante de la crisis sobre las clases populares, a quienes se obligó injustamente a pagar el precio del rescate financiero con la excusa tecnocrática de las reformas estructurales. Y era un pretexto porque la austeridad no sirvió para resolver la crisis (pues el crecimiento sólo se ha recuperado tras su suspensión) sino para descargar su coste hacia los estratos inferiores: clases medias urbanas afines al PSOE, asalariados estables que votaban IU y trabajadores manuales sin organizar.

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El segundo marco plantea la urgente necesidad de proceder al rescate humanitario de las innumerables víctimas de la catástrofe financiera. Es el gran relato altruista que ha llevado a los movimientos sociales a participar en las plataformas transversales que han tomado los ayuntamientos de Madrid, Barcelona y demás ciudades abiertas a la confluencia popular. Y el tercer encuadre es la regeneración democrática, al que deberíamos considerar como el primero en importancia porque estuvo en la raíz del 15M como su principal estímulo catalizador. Pero si bien es el más significativo, este encuadre regenerador también es el más problemático pues presenta flagrantes contradicciones. No son las únicas, pues como ha demostrado el fracaso de Syriza, el programa económico de lucha contra el austericidio también resulta inviable. Pero aquí me centraré en las dos grandes paradojas políticas de su programa regenerador.

En democracia toda soberanía ha de estar limitada, es decir, sometida al control externo de autoridades encargadas de hacer cumplir la ley

La primera es la tentación politizadora. A juzgar por la ocupación del poder que realizan los nuevos ayuntamientos podemistas, sus actuaciones pasan por la decidida politización de sus órganos, a los que se llega a intervenir con una suerte de comisariado político para que impulse y vigile el cumplimiento del programa justiciero y rescatador, lo que resulta agravado por la depuración del personal desafecto y la cooptación de personal afín. Lo cual, de llevarse al extremo, significaría caer en la vieja práctica del spoil system, el sectarismo y el clientelismo. Algo que, como sabe cualquier estudiante de ciencias políticas, se sitúa exactamente en las antípodas de la regeneración democrática. Pues por el contrario, si se quiere regenerar la cosa pública, lo que debe hacerse es despolitizarla, garantizando la independencia e imparcialidad de los servidores públicos para que no resulten contaminados por el sectarismo partidista.

Y la segunda paradoja es la tentación soberanista, en la que ya ha caído Syriza con evidente éxito en las urnas. Se dice que para regenerar la democracia hay que devolver a los ciudadanos la soberanía popular, hoy hipotecada por su sumisión al poder no electo de la troika y los mercados. Lo cual parece impecable en teoría, pero en la práctica genera consecuencias perversas. La soberanía popular nació por oposición a la monarquía absoluta, pero en democracia toda soberanía ha de estar limitada, es decir, sometida al control externo de autoridades encargadas de hacer cumplir el imperio de la ley. De ahí lo peligroso de reclamar la soberanía popular o nacional frente a la confederación europea, cuyas reglas aceptadas de común acuerdo nos obligan a todos, sirviendo de eficaz mecanismo de control. Y desafiar esa disciplina externa implica recaer en la degeneración democrática, pues todo poder sin control tiende al abuso de poder, por regeneracionistas que sean sus pretensiones justificadoras.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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