El mal gusto
Cuando viajamos por España descubrimos el mal gusto general tanto de nuestra arquitectura popular como de la que se pretende y cuesta como si no lo fuera

El verano es la época del mal gusto. No es que en invierno, en primavera y otoño no lo haya, pero las temperaturas obligan a la gente a ir más vestida mientras que en el verano el calor hace que se desinhiba y muestre sin ningún complejo a la vista de todos epiplones y lorzas, barrigas y defectos varios. Si a ello le sumamos los tatuajes, tan extendidos, pero que, salvo contadísimas excepciones, son de una fealdad imponente, y la ropa específicamente veraniega, diseñada, en el mejor de los casos, para cuerpos que no suelen existir en la vida real y, en el peor, por las mismas mentes que imaginan y fabrican los souvenirsde los bares de carretera (¡cuántas veces me he preguntado quiénes serán y dónde vivirán los fabricantes de esas banderas de España con toro o tricornio, o las dos cosas a la vez, esos peluches y vasos con pegatina de club de fútbol adherida, esas navajas multiuso a las que, al apretarlas, les sale incluso un enorme falo que sirve de encendedor en caso de urgencia!), el paisaje que resulta invita al abandono del país, bien en forma de huida al extranjero (a donde muchos de aquellos nos perseguirán, no obstante, además de turistas ingleses e italianos, éstos luciendo músculos y bronceado a lo Berlusconi), bien en forma de reclusión doméstica, pero sin poder encender la televisión, porque en ésta la grosería del mundo se nos mostrará todavía con más crudeza que de costumbre. Debería haber una policía de estética igual que la hay que cuida de nuestra moralidad.
El otro problema del verano es que viajamos. Y, al hacerlo por nuestro país, descubrimos el mal gusto general tanto de nuestra arquitectura popular, tanto objetivamente como en su relación con el entorno, como de la que se pretende y cuesta como si no lo fuera. Y lo mismo se puede decir de todas esas intervenciones humanas, mejor inhumanas (mobiliario urbano y rural, estatuaria y decoración municipal o privada, ajardinamientos del paisaje puro), que hacen que este país, sin apenas excepciones (Cataluña, que lo pretende, no lo es), cada vez se parece más al que fotografía Cristóbal Hara, ese fotógrafo que ha hecho del feísmo español su fuente de inspiración y que desde hace décadas inmortaliza plazas de toros de pueblo con talanqueras de hierro oxidado, pretendidos chalés hechos con bloques, piscinas de metro y medio con delfines de escayola, muros sin puerta y puertas sin muros, edificios para gigantes al lado de otros para enanitos, rotondas llenas de cardos y todo ello bajo un sol inmisericorde que saca bruma de los cerebros y es capaz de trastornar hasta a los mismos programadores de Telecinco.
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