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El juego de la ciencia

El monje budista y el teorema del punto fijo

Carlo Frabetti
Templo del Pabellón de Oro, en Kyoto, Japón
Templo del Pabellón de Oro, en Kyoto, Japón a. shibata

EL PAÍS y Materia propondrán a sus lectores, cada semana, un juego de lógica. Los lectores pueden enviar sus soluciones en los comentarios, y plantear nuevos acertijos y juegos. La respuesta correcta será ofrecida en la columna de la semana siguiente.

¿Pudo Dios, en el preludio del Diluvio Universal, azotar la faz de la Tierra con un viento ubicuo? No: la topología impone un límite a la cólera divina.

Tal vez esta declaración parezca herética, pero no lo es más que decir que Dios no puede hacer un círculo cuadrado, afirmación que suscribiría el teólogo más ortodoxo. Un viento omnipresente es un absurdo matemático. Del mismo modo que no se puede peinar una esfera peluda con todo el pelo alisado, sin formar ningún remolino, en todo momento ha de haber en la Tierra al menos un lugar donde el aire esté en calma. Así lo exige el teorema del punto fijo, que no solo limita el poder de Dios sino el del propio Caos. Donde el orden parece totalmente abolido y el azar rey absoluto, la matemática encuentra un ojo del huracán, un punto fijo.

Tomemos un cuaderno ideal. La primera hoja yace sobre la segunda, borde con borde, vértice con vértice, de forma que cada punto de aquella está encima de su punto homólogo de esta. Arranquemos la primera hoja, hagamos con ella una bola informe y depositémosla sobre la que tenía debajo. El teorema del punto fijo demuestra que siempre habrá al menos un punto de la hoja estrujada que seguirá estando exactamente encima -en la mismísima vertical- de su homólogo de la hoja intacta.

Al pasar junto a un árbol que le llamó la atención, el monje deduce por su sombra que en el viaje de ida pasó por allí a la misma hora

Vayamos de A a B y al día siguiente, con el mismo horario de salida y llegada, volvamos de B a A por el mismo camino. Aunque las velocidades de ida y vuelta varíen arbitrariamente y en ambos viajes hagamos paradas al azar, habrá un punto del camino por el que al volver pasaremos exactamente a la misma hora que al ir.

El teorema del punto fijo fue demostrado en 1912 por el matemático holandés L. E. Brouwer; pero parece ser que en realidad lo descubrió mil años antes un anónimo monje budista. Esta es la historia tal como me la contaron hace mucho tiempo en el monasterio de Shaolin:

Al amanecer, un monje sale de su monasterio y se dirige a un templo situado a una jornada de distancia. Su paso no es uniforme, y hace frecuentes paradas para contemplar el paisaje. Al anochecer llega al templo, donde pasa un par de días meditando, y al alba del tercer día emprende el viaje de regreso por el mismo camino. Al pasar junto a un árbol que le llamó la atención, deduce por su sombra que en el viaje de ida pasó por allí a la misma hora. Al principio le parece una curiosa coincidencia, pero tras reflexionar sobre ello llega a la conclusión de que era inevitable que hubiese un punto del camino por el que pasara a la misma hora en el viaje de ida y en el de vuelta, pese a haberlos efectuado a velocidades variables y jalonándolos con pausas arbitrarias.

El monje estaba lejos de poseer los conocimientos necesarios para expresar matemáticamente sus ideas, pero razonó de la siguiente manera…

¿Cómo llegó el monje a su conclusión?

Carlo Frabetti

Escritor y matemático, miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York, ha publicado más de 50 obras de divulgación científica para adultos, niños y jóvenes, entre ellos ‘Maldita física’, ‘Malditas matemáticas’ o ‘El gran juego’. Fue guionista de ‘La bola de cristal’

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Sobre la firma

Carlo Frabetti
Es escritor y matemático, miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York. Ha publicado más de 50 obras de divulgación científica para adultos, niños y jóvenes, entre ellos ‘Maldita física’, ‘Malditas matemáticas’ o ‘El gran juego’. Fue guionista de ‘La bola de cristal’.

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