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El equilibrio de la biología en los tres primeros años

Lo esencial del desarrollo desde el punto de vista biológico ocurre en el útero, pero quedan muchas cosas que pulir. Estos son los procesos químicos y físicos que vive un bebé

Javier Sampedro
María José Durán

Lo esencial de la biología del desarrollo, en el sentido que los científicos dan a esa expresión, ocurre oculto a nuestros ojos —en el interior del útero— y es una faena prácticamente acabada cuando nace el bebé. Esos son los mecanismos que ordenan la proliferación celular y van distribuyendo cada sector del embrión en zonas especializadas que después construirán el hígado, por ejemplo, o el cerebro y la piel, los músculos y los vasos sanguíneos, en una coreografía meticulosa pero plástica y flexible que, en buena parte, compartimos con el resto de los mamíferos, y en cierta medida con todos los demás animales. Pero los detalles que aún quedan por pulir tras el nacimiento son, naturalmente, de una extraordinaria importancia en una especie como la humana, cuyos bebés están por completo inválidos para subsistir por sí mismos.

La velocidad de crecimiento, en realidad, disminuye a partir del nacimiento, y no volverá a aumentar hasta el famoso tirón de la adolescencia, allá por los 13 o 15 años. Contra lo que parece dictar la intuición, el bebé crece cada vez menos durante los primeros tres años de vida.

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Un bajo peso al nacer suele compensarse con un crecimiento mayor que la media durante el primer año de vida. Esto es solo un ejemplo de un fenómeno esencial del desarrollo que se llama regulación, por el que las asimetrías y alteraciones que introduce el entorno son percibidas por los campos celulares y corregidas mediante la compensación de crecimiento en la zona alterada.

Estos fenómenos de regulación explican que no exista una correlación entre el tamaño del bebé al nacer y el que acabará alcanzando de adulto. Sin embargo, la talla del niño a los dos años sí que suele ser un buen indicador del futuro tamaño del adulto.

La desnutrición de la madre tiene efectos que pueden durar varias generaciones. Si su hija nace con un tamaño menor del que le correspondería por sus genes, cuando años después se quede embarazada, y aunque tenga una nutriución correcta, su útero será más pequeño del que demandaría la constitución genética del nuevo feto, lo que a su vez limitará el tamaño de este al nacer. El tamaño del útero es un factor limitante esencial para la talla del bebé recién nacido, como se ha demostrado en numerosos cruces híbridos entre razas de animales con distintos tamaños característicos.

En biología, el crecimiento se asocia a menudo a la proliferación celular, pero esto no siempre es así. La tasa de mitosis, o división celular, es el principal motor del crecimiento durante el desarrollo fetal, pero no después del nacimiento.

La desnutrición de la madre puede tener efectos que duren varias generaciones

La cantidad de células nerviosas y musculares, por ejemplo, aumenta muy poco durante los tres primeros años de vida. El cerebro y los músculos crecen en tamaño, naturalmente, pero no a base de proliferación celular, sino de aumentar el volumen de cada célula. La célula del recién nacido está ocupada sobre todo por el núcleo, y durante los siguientes tres años se va llenando de citoplasma, el fluido que rodea al núcleo donde, por otra parte, tiene lugar la mayor parte del metabolismo, la cocina de la célula, y también donde —en el caso de las células musculares— se forman las grandes fibras de proteínas (actina y miosina) que ejecutan físicamente la contracción muscular.

En el caso de las células nerviosas, es también el citoplasma (junto a la membrana que lo rodea) el que desarrolla las típicas extensiones que ejecutan las funciones neuronales esenciales: las dendritas que captan las señales químicas de otras células, y el axón que las transmite a las siguientes neuronas en la red. Estos procesos de rellenado del citoplasma son particularmente activos durante los primeros tres años de vida, y son —más que la proliferación celular— los que explican el crecimiento del niño durante ese periodo.

Los humanos tenemos sexo desde la fase fetal, cuando el desarrollo de las gónadas y la subsiguiente emisión de hormonas sexuales empiezan a distinguir los tejidos según su género. Cuando nace, un niño suele crecer algo más rápido que una niña. A los siete meses, sin embargo, la niña alcanza al niño en su velocidad de crecimiento, y luego le supera hasta los tres años de edad, y un poco más allá. Estos adelantamientos alternos por la autovía del desarrollo continúan luego hasta la adolescencia.

Al nacer, el cerebro ya tiene el 25% del peso que alcanzará en la edad adulta, pero su aceleración deja enseguida muy atrás al resto de los órganos y tejidos, y a los cinco años ya ha alcanzado el 90% de su peso final.

Si algo caracteriza a un niño pequeño —hasta el punto de ser unos de sus principales indicadores para nuestra percepción de su edad— son sus enormes ojos. Los ojos, en cierta forma, pueden considerarse parte del cerebro, y siguen su misma dinámica de crecimiento y desarrollo. El tamaño de las orejas, aunque pueda resultar más cómico en ocasiones, sigue también una dinámica parecida. Y también la caja que todo lo cubre, el cráneo, cuyo tamaño va en todo momento ajustándose al del cerebro que lleva dentro.

No existe correlación entre el tamaño del bebé al nacer y el que acabará alcanzando de adulto, pero su tamaño a los dos años suele ser un buen indicador

Este tipo de ajustes acoplados entre unos tejidos y otros es una constante en cualquier sistema biológico en desarrollo, y sus mecanismos siguen siendo en gran parte desconocidos, para sonrojo de los científicos que llevan más de un siglo investigando los procesos fundamentales del tamaño y la forma, que en el siglo XIX se llamaban embriólogos, en la segunda mitad del XX biólogos del desarrollo y ahora especialistas en evo-devo, por las iniciales inglesas de evolución y desarrollo (development). Esta es una de las ciencias más activas y fructíferas de las últimas décadas, pero pese a sus espectaculares avances no ha logrado morder todavía los últimos fundamentos, los que permitirían explicarle los mecanismos a un niño. La naturaleza es muy celosa preservando sus secretos.

También la grasa, que tanto puede llegar a amargar la vida del adulto —o al menos del adulto sedentario y comilón—, tiene una compleja historia que se remonta a los primeros años de edad. La grasa subcutánea, que ya empezó a prosperar en el feto, crece en espesor durante el primer año de vida. Y después, como suele resultar aparente, no solo deja de crecer, sino que decrece, una tendencia que solo se revertirá alrededor de los siete años. También aquí hay diferencias entre sexos, porque no solo las niñas nacen con más grasa que los niños, sino que pierden menos a partir del año de edad.

En la especie humana, la biología es solo el comienzo. Lo más importante del desarrollo de un niño está aún por venir cuando llegan los tres años de edad, y tiene mucho que ver con el aprendizaje, la educación y la interacción social, sin la que un niño nunca llegaría a ser una persona. Pero hay que cuidar la biología de las edades más tempranas, porque sin ella no podríamos aprender nada, ni interactuar con nadie. Así es la vida.

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