Ruziya: “¿Comeré hoy?”
Cuando se pone nombre, una mirada, una historia personal a los niños y niñas que mueren de hambre no se puede permanecer indiferente Así lo relata este pediatra que lucha a diario contra la desnutrición en Etiopía
Llega a urgencias Ruziya, una pequeña niña que recordaré el resto de mi vida: el día que llegó y el día que marchó. El día que llegó me heló el corazón. El hielo entró en lo más profundo de mi alma, y el hielo se fue fundiendo hasta arder y convertirse en llama de luz. Aún no lo sabía, pero Ruziya iluminó mi vida, y el día que ingresó entró en mí la semilla de esta luz que estaba germinando sin ser realmente del todo consciente.
Ruziya tiene dos años y un mes de vida, seis kilos y 100 gramos de peso; 76 centímetros de los pies a la cabeza. Perímetro braquial de nueve centímetros. Su peso corresponde a menos del 60% del que debería tener para edad y longitud según las tablas internaciones de la Organización Mundial de la Salud. Llega a urgencias en brazos de la joven Abusha, su madre, que no debe tener más de 16 años. Ruziya no tiene fuerzas para sostenerse en pie.
Estas son las medidas antropométricas, las cifras de una pequeña niña muriendo en vida literalmente de hambre. Ante mi atónita mirada se presenta un pequeño esqueleto recubierto de fina y quebradiza piel que transparenta cada uno de los huesos. Se pueden contar sin ningún tipo de problema cada una de las costillas, y seguir cada uno de los huesos sin perder en ningún momento su contacto por una pequeña capa de grasa que ni existe. Una triste y hundida mirada, inocente, que no entiende nada. Unos palillos de hueso sin músculo ni grasa a modo de piernas que no pueden sostener ni los escasos kilos de peso del cuerpo. No puede ni caminar. Yace en la cama. Postrada en la cama, tan sólo los brazos y manos son capaces de desafiar la gravedad.
Más de 800 millones de personas en el mundo no pueden cubrir sus necesidades alimentarias. En otras palabras, el doble de la población que habita en la Unión Europea. La desnutrición es una emergencia, no sólo silenciosa, sino también, y con frecuencia, invisible. Todos los años, 12 millones de niños mueren antes de cumplir cinco años por enfermedades que en los países desarrollados son completamente prevenibles y controladas. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que más de la mitad de toda la mortalidad infantil se debe a problemas relacionados con la desnutrición. Una cifra que no tiene precedentes en la historia de las enfermedades.
En Etiopía, desde 1960 la producción agrícola ha ido disminuyendo sin llegar a alcanzar los requerimientos mínimos para la población. El crecimiento anual de la población es sobre el 2,7% con una tasa de fertilidad sobre 5,4 hijos por mujer, mientras que el crecimiento anual de la producción agrícola es del 2,4%. El agujero entre la población y la producción agrícola no sólo no está disminuyendo sino que cada vez es mayor. Son cifras escandalosas, pero parecemos inmunes a ellas. Nos hemos creado una armadura de hierro.
Y ahora, ya no es el niño que cada segundo muere de hambre en el mundo, ahora es Ruziya, es Firaol, es Abdelkarim... Una vez he puesto un nombre propio, una mirada, una historia personal a los niños y niñas que mueren de hambre no puedo permanecer indiferente.
Ingresa Ruziya en el hospital de Gambo, donde se inicia el protocolo de renutrición de los niños con malnutrición severa. Después de 26 días con sus 26 noches, al fin Ruziya puede marcharse del hospital con un cuerpo renovado, con una nueva vida. Ahora pesa siete kilos y 800 gramos. 76,5 centímetros de longitud. Perímetro braquial de 11 centímetros. Un peso que ya corresponde al 80% de lo que debería tener.
Pero, sobretodo, una mirada que transmite alegría y esperanza. Una sonrisa que enamora. Un caminar desenvuelto. Una niña que vuelve a ser niña, o mejor dicho, que es niña por primera vez. Una niña que quiere jugar cómo cualquiera de su edad. Que piensa en jugar y no en comer. Que al fin ha cubierto la necesidad básica de la alimentación. Ahora ya puede volver a ser niña, recuperar la infancia robada.
Día a día visitaba a Ruziya y a su madre, Abusha. Día a día me iba ganando su confianza. Los primeros días se encontraba postrada en la cama, con miedo y sin fuerzas para sostenerse en pie. Cuando le dimos el alta, salió corriendo y saltando del hospital, ante la sonrisa de su madre. Fue realmente milagroso. Se transformó en este mes y transformó mi alma. Vi renacer a Ruziya. una Ruziya que jamás tenía que haber llegado a ingresar pues no tenía ninguna enfermedad, tan sólo precisaba comida.
Y no nos olvidemos de la otra gran parte de tristeza que también ahora se ha transformado en gran alegría: su madre. Una joven, muy joven, en realidad, adolescente de no más de 16 años, que llegó con una mirada hundida que se hundió más al percibir la gravedad de la situación de su hija, dejando entrever algunas lágrimas. Ahora, tras 26 días en el hospital, se marcha llena de felicidad, encantada con el trato recibido y dejándonos un fuerte y caluroso abrazo y muestras de agradecimiento.
Nunca olvidaré el día que llegaron. Así como nunca olvidaré el día que se marcharon. Es el rostro alegre de volver a vivir, o mejor dicho, de vivir por vez primera. Es la energía de la vida de una pequeñita que tan sólo quería comer. La vitalidad de esta Ruziya que ingiere energía, alimento de vida, de alegría, de felicidad, de salud. Lo que deberían ingerir todos los niños y niñas que habitan en la tierra.
No hay escasez de comida en el mundo, hay escasez de justicia.
Iñaki Alegría es pediatra y responsable del pabellón de malnutrición infantil del hospital rural de Gambo.
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