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el pulso
Columna
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Las mejores esmeraldas no son para los colombianos

Hace tan sólo un par de años los mineros colombianos nutrían el 55% del mercado mundial, porque sus piedras preciosas y verdes son las mejores del planeta

Colombia produce el 33% de las esmeraldas del mundo. Sólo la supera Zambia y por cuatro tristes centésimas. El tercer productor, Brasil, se aleja en el horizonte de la estadística hasta el 15%. Pero hace tan sólo un par de años los mineros colombianos nutrían el 55% del mercado mundial, porque sus piedras preciosas y verdes son las mejores del planeta. Sin embargo, aquí estoy yo, en las cien ciudades distintas que llamamos Bogotá, preguntando a todos mis amigos y conocidos locales dónde le puedo comprar un anillo a mi mujer: y nada de nada, nadie hizo nunca eso tan sencillo: ir al centro, comprar una esmeralda.

Me planto en La Candelaria, acompañado por la gestora cultural Larissa Hernández, mi ángel de la guardia de este viaje, uno de los tantos inmigrantes venezolanos que se han refugiado en el país vecino. Con la intención de adquirir la dichosa gema y de recabar información para una posible crónica todavía futura, vamos peregrinando de joyería en joyería, a la espera del flechazo definitivo.

El certificado del Centro de Desarrollo Tecnológico desde 2008 garantiza que no te den gato por liebre

En una me cuentan que, aunque la talla, la transparencia y el peso también sean indicadores de calidad, lo que realmente cuenta es el color: un matiz azulado o amarillo baja inmediatamente el valor. En otra me hablan del certificado del Centro de Desarrollo Tecnológico de la Esmeralda Colombiana, que desde 2008 garantiza que no te dan gato por liebre. Una vez en su país de origen, si el turista detecta el engaño puede denunciarlo en la policía y en la embajada, gracias al número de registro y al sello del establecimiento. En los últimos años, el certificado se ha hecho todavía más necesario, me confiesa la tercera dependienta con quien converso, porque mediante irradiación o uso de resinas para rellenar grietas, hay quien simula una mayor calidad de la real, en esas hipnóticas piedrecitas verdes.

A la cuarta va la vencida: en una galería comercial que, como en todas, hay un guardia de seguridad vestido de uniforme y otro que se camufla de paisano, el joyero que me atiende se saca de la manga una especie de detector de esmeraldas auténticas. Se trata de un aparatito que, con una suerte de rayo láser, evalúa en un pantallita la calidad de la gema. El anillo me encanta, pero lo que me acaba de convencer no es la estética, sino la tecnología. Había otros igual de bellos en las tres joyerías anteriores, pero es ese el que compro. El señor sonríe, probablemente porque no soy el primero –ni seré el último– que ha sucumbido ante el truco de magia.

“La mayoría de los clientes son turistas”, me dice en algún momento de nuestra charla. A punto estoy de corregirle, insolente de mí: la mayoría de clientes no se mueven de Tokio o de Nueva York, porque Japón y Estados Unidos encabezan la lista de países importadores. Ese es nuestro mundo: un mundo en que el mejor vino, el mejor té, el mejor ébano, el mejor jamón, la mejor seda o los mejores diamantes son para exportación; en que el circuito del consumo del lujo es cada vez más ancho, más dinámico, más enajenado. Invito a Larissa a un café en la cercana Juan Valdez del Centro Cultural Gabriel García Márquez: en Italia tienen las mejores cafeteras del mundo, pero aquí siguen teniendo el mejor café. Como siempre y por suerte, está lleno de bogotanos.

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