Antihéroes y superhombres
Existe una teoría tan generalizada como discutible de que la “alta literatura” —la consagrada por los sistemas educativos, el Estado y la cultura— sería revolucionaria y la narrativa popular, reaccionaria
Fue Antonio Gramsci el que dijo que el mito del superhombre no lo había inventado Nietzsche, sino Dumas con El conde de Montecristo. La idea le sirvió a Umberto Eco para desplegar hace algún tiempo su teoría del superhombre de masas y colocar la literatura popular en el ámbito de la subcultura y la consolación. Si la “alta literatura” persigue, como el teatro griego, la catarsis trágica, la literatura popular perseguiría la catarsis plácida, el final feliz, y la convertiría, según Eco, en reaccionaria. Y así nos encontramos con esa teoría tan generalizada de que la “alta literatura” (la consagrada por los sistemas educativos, el Estado y la cultura) sería revolucionaria, y la literatura popular, reaccionaria. Vamos a imaginar que estamos de acuerdo, sí, vamos a imaginarlo, pero para empezar resulta tan disparatado atribuir la creación del mito del superhombre a Dumas como a Nietzsche. El mito del superhombre está ya presente en la antigüedad clásica, y desde entonces nunca ha dejado de frecuentar nuestra cultura.
Cuando los teóricos hablan de la muerte del héroe y hasta de la muerte del personaje y de las estructuras narrativas (una música serial que empezó hace unos cien años), no se dan cuenta de que están hablando de muertes acontecidas en el territorio específico de la literatura culta, que prácticamente nunca llega a las clases más desprotegidas, ya que, en la literatura popular, el héroe y el personaje no han desaparecido ni es probable que vayan a desaparecer, si bien podrían hacerse cada vez más complejos.
Tendríamos que preguntarnos con absoluta seriedad por qué las clases populares apuestan por la épica e insisten con tanta fuerza en el mito del superhombre. Cabe una respuesta: el problema de los más desfavorecidos es casi siempre el de la supervivencia, sobre todo en épocas de vacas flacas, y van a insistir en su mito más querido, el del superhombre, que es en realidad un mito sobre la “extrema existencia”.
Lévi-Strauss creía que los mitos eran una forma de pensar y modificar la realidad
¿No resulta irónico ver que mientras que la “alta literatura” se ocupa desde hace bastante tiempo de la podredumbre del ser, la literatura popular continúa poblándose de superhéroes? La lista de superhombres y supermujeres que ha dado la literatura popular es muy extensa. Desde la antigua Grecia (con sus mismos dioses o con héroes como Heracles o Elena de Troya) hasta los grandes héroes de la Biblia (hombres y mujeres); desde los héroes bíblicos hasta los caballeros de la Edad Media y el Renacimiento; desde los exaltados héroes del Romanticismo hasta los múltiples héroes y superhéroes creados tanto por la novela popular como por el cine y el cómic en todo el siglo XX… Se trata, a menudo, de literatura que sigue las mismas claves estructurales que los mitos; una literatura llena de sucesos, habitualmente más mitológicos que reales (y, en ese sentido, también más abstractos y conceptuales), que, sin embargo, rara vez ha sido considerada un pensamiento, a pesar de que Lévi-Strauss creía que los mitos eran una forma muy concreta de pensar, de modificar y sustentar la realidad, hasta el punto de que los veía como un pensamiento operativo (que actúa sobre lo real), en las antípodas de un pensamiento inoperante que ya solo se dedica a contemplar su propio humo. Por lo demás, la teoría de Eco sobre el superhombre de masas está llena de contradicciones: por una parte dice que los mitos son reaccionarios, y por otra asegura que el mito de Edipo es revolucionario. ¿En qué quedamos? ¿No sería más correcto decir que en mitología, como en cualquier otro ámbito, encontramos relatos reaccionarios y revolucionarios?
Desde sus comienzos, la mitología popular huye de los planteamientos sin salida, de modo que el contraste no puede ser más brutal: a este lado del muro, los antihéroes medio desvanecidos, los infinitos monólogos interiores, las infinitas dudas y vacilaciones, la intertextualidad, la metaliteratura, la deconstrucción, la demolición; y al otro lado del muro, los superhombres y las supermujeres enfrentándose a la perversidad, sin pensar demasiado en lo que hacen. ¿El exceso de trabajo les impide filosofar?
Pero hagamos un poco de memoria: el reino de la imprenta coincide con el reino de la burguesía. Durante los cinco siglos de imperio de la imprenta, la burguesía fue fraguando su pensamiento filosófico y literario, y fue publicando y sacralizando a una serie de autores que en realidad conforman la historia de la literatura de cada país. Se quiere con ello decir que todo lo que hasta ahora se ha considerado la historia de nuestras literaturas sigue un código de clase, como no podía ser de otra manera.
En el Renacimiento
En el Renacimiento, la literatura divulgada por la imprenta rezuma optimismo. Una clase social está tomando por primera vez conciencia de su poder y es una clase de espíritu laico, a diferencia de la aristocracia. La literatura exhibe en esa época el ímpetu feliz, expansivo y radiante de la burguesía naciente. Es la primera gran fiesta de los burgueses. Otro gran momento fue la Ilustración, que muestra por primera vez en la historia el verdadero pensamiento burgués en todo su esplendor: la burguesía tiene muy claras las cosas, y ya solo le queda el asalto al poder. Parte de lo que ha conseguido, y muy especialmente lo que se podría llamar toma de conciencia, ha sido a través de la imprenta. Demos un salto abismal hasta el simbolismo, cuando resurge el tema, ya frecuentado por el barroco, de la podredumbre del ser, de la angustia, de la desesperación, de la descomposición integral del alma, de la discontinuidad, de la decadencia, de los caminos sin salida, de la abolición de la esperanza. Esa música cada vez más repetitiva estalla con Baudelaire y Rimbaud, y continúa a su manera con los grandes novelistas de entreguerras, el surrealismo, el existencialismo, y mucha de la “alta literatura” que se ha publicado desde entonces. Se trata de un viaje que recupera la herencia más escatológica del barroco y que en algunos autores adquiere la forma de fasto verbal. Si me analizo a mí mismo (este verano estoy releyendo Ulises: un superhéroe clásico que en Joyce se convierte en un antihéroe que nunca abandona su Ítaca y que además es cornudo) creo que he estado a menudo más cerca de la tradición de la modernidad que de la otra, por más que sospeche que buena parte de lo que se entiende por literatura de la modernidad es una derivación del barroco, mucho más vinculada a Tánatos que a Eros. No podemos olvidar que el tema de la podredumbre del ser en su versión más moderna coincide con la decadencia real de la burguesía, narrada en la primera novela de Thomas Mann. ¿Y si a través de sus autores lo único que ha estado narrando en los dos últimos tiempos la clase dominante ha sido su propia podredumbre, confundiéndola con la podredumbre de la humanidad? Pero la burguesía, esa gran clase que deja tras ella un legado inmenso y parcialmente perdurable, puede que ni siquiera sea ya podredumbre y haya sido sustituida por una especie de crematocracia internacional de nuevo cuño, mucho más inculta y despiadada que la clase que le antecedió en el gobierno del mundo.
Y mientras tanto, ¿qué leen “los de abajo”? Pues leían y leen autores que rara vez salen en las historias de la literatura y consumen una narrativa que para bien o para mal está en las antípodas de la descomposición del alma, una narrativa que se dedica a cultivar, con una insistencia absolutamente heroica que no conoce el desmayo, los mitos del superhombre y la supermujer. ¡No me digan que no es para asombrarse ante semejante disyuntiva filosófica: una de las corrientes busca desde hace tiempo la nada, y la otra no ha dejado nunca de buscar el ser!
Jesús Ferrero es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.