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Sergio Ramírez: “Lo peor es apuñalar por la espalda”

Escritor y revolucionario Sergio Ramírez rememora su infancia con sus abuelos. Habla de la muerte de sus hermanos y de acercarse a la edad a la que murió su padre

Juan Cruz
Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942), escritor y político, dirige ahora la revista electrónica Carátula.
Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942), escritor y político, dirige ahora la revista electrónica Carátula.Jorge Mejía

Sergio Ramírez avanza hacia ti como uno de esos pájaros grandes y nobles que se posan sin hacer daño. Todo en él es grande; su mirada a veces parece la de un halcón y a veces la de aquel muchacho que se pasaba el día oyendo en la escuela. Luego fue revolucionario, dejó la casa para eso, y cuando cumplió su cometido (liberar a Nicaragua de la sombra negra de la dictadura de Somoza) decidió abandonar el poder (fue vicepresidente con Daniel Ortega). Desde que se fue creció en él la decepción: no habían hecho la revolución para que el poder en Nicaragua volviera a ser, tan groseramente, de una sola persona.

Pero esa no es la parte de su personalidad que ahora sobresale en su conversación o en sus asuntos. Él volvió a ser un hombre privado, un escritor que aborda asuntos como la soledad o la historia, y que a veces se detiene con mucha emoción sobre la raíz de todo: la casa, la familia, el pueblo (Masatepe) en el que sus padres lo esperaron mientras él hacía la revolución sin agarrar jamás un arma. La evidencia de que lo estaban esperando en una casa en un pueblo “que fue mi familia” está en algunos de sus textos más hermosos, y sobre todo en No me vayan a haber dejado solo, un cuento –uno de los relatos de Flores oscuras (Alfaguara)– que proviene de ese verso de César Vallejo, pero que representa en cierto modo lo que dice cuando evoca su infancia, la felicidad de aquella casa en Masatepe. El verso de Vallejo dice así: “Llamo, busco al tanteo la oscuridad. / No me vayan a haber dejado solo, / y el único recluso sea yo”. El cuento de Ramírez es su reconstrucción fantasmal de aquella casa de sus padres, a la que regresa en la ficción para encontrar que allí están todos y a la vez no están, es su memoria recorriendo pasillos y estancias, espejos y recuerdos, y es, al fin, el retrato de un tiempo que él ya no vivirá más sino escribiendo.

Cuando mis padres se casaron, el padre de mi madre se opuso a muerte

Dan ganas de dejarle solo y hablando, escucharle como si estuviera verdaderamente solo y solo le escuchara el niño que fue.

Un hombre de acción desde que era un estudiante, y sin embargo ahí lo tienes, con sus zapatones marrones y limpios, hablando del niño que fue como si no quisiera dejarlo solo. “Sí, ahí estoy, en la infancia, que como dijo alguien es un país extranjero en que la gente hace cosas raras… Para mí es una dicha haber nacido en un pueblo tan pequeño porque ese fue mi universo. Unos 5.000 habitantes, con una tradición católica y una división de clases muy fuerte; arriba vivía la gente más pobre, cerca de la laguna volcánica, el barrio de la Cruz, el barrio de Jalata… Mi familia escogió un terreno donde apenas había nada construido alrededor de la plaza; lo compró mi padre con un amigo porque él quería la esquina, no el pedazo que seguía. Como era comerciante, una esquina frente a la plaza y a la iglesia era el lugar ideal para su tienda. Desde la ventana se veía la vida, todo pasaba por allí, procesiones, entierros, bodas. Allí pasaba todo”.

“Yo fui testigo en mi infancia de todas las noticias del pueblo desde esa ventana. Veía pasar a los enfermos de los barrios pobres a los que llevaban en sus propias camas. Y vi los entierros de los niños; entonces morían muchos niños, pasaban ataúdes blancos con unas flores blancas arriba, repicaban las campanas: había una celebración porque los niños iban al cielo… En Semana Santa me impresionaba mucho la Procesión del Silencio, a medianoche. Jesús pasaba vendado con una túnica blanca y no había música, solo una trompeta con un redoble de tambor. Era sobrecogedor para mí ver un Cristo como flotando a medianoche en la oscuridad. Me enamoré mucho del rito. Con el tiempo me volví descreído. Leía muchos libros. Pero ese amor por el rito en la infancia, el olor del incienso, las flores, las procesiones, la música… era parte de mi universo. En contraste estaba mi casa. Mi padre era de una familia católica de músicos y mi madre era evangélica, algo muy extraño entonces. Mi abuelo materno era positivista liberal, creía en el progreso a ciegas y veía a la Iglesia como una rémora: era mecánico, ebanista, hacía sus propios muebles, ideó un sistema de duchas para la casa recogiendo el agua de la lluvia, puso en casa un inodoro. Inventó una carreta de bueyes que se volcaba para descargar. Mi otro abuelo era músico pobre, romántico, componía valses, música para enamorados, serenatas. Había un contraste entre ambos. Cuando mis padres se casaron, el padre de mi madre se opuso a muerte. Su hija, casada en la cultura del positivismo, había estudiado en el colegio bautista de Managua, uno de los mejores del país, y volvió bachiller a Masatepe: ¡la única mujer que se había bachillerado en el pueblo y se iba a casar con el hijo de un músico pobre! Inadmisible para él”.

Un retrato entre libros y otros objetos en la casa del escritor.
Un retrato entre libros y otros objetos en la casa del escritor. Jorge Mejía

Se fueron a casar en secreto a Managua. “Los tenía que casar el arzobispo: no se podían casar sin dispensa especial una evangélica y un católico… Cuando llegaron a la capilla, el arzobispo le dijo a mi madre que tenía que leer un juramento renunciando a su fe protestante. Mi padre dijo que no podía ser; el arzobispo insistió en que así estaba establecido. ‘Pues entonces no nos casamos’, dijo él. A la salida se encontraron a un cura compañero de mi padre. Él los casó, de inmediato… En mi casa, ni mi padre iba a misa ni mi madre al culto; nosotros vivíamos en una situación libérrima, mi madre nos enviaba a la iglesia, hicimos la Primera Comunión, pero nunca vivimos una vida religiosa, éramos parte de un espíritu muy laico”.

“Éramos clase media pobre… Mi padre tenía la tienda dividida en dos. En una parte vendía frutos secos, frijoles, maíz, arroz, queso, medicinas, y en el otro lado vendía telas, productos de belleza… Él sembraba algo de tabaco, era un pequeño agricultor. Mi padre tenía mucho humor. Cuando venía mi abuelo, se juntaban todos mis tíos músicos; era una tertulia muy alegre, yo siempre estaba deseando que llegaran las cuatro, la hora de salir de la escuela, porque sabía que entonces empezaban a reírse. Contaban toda clase de historias, decían chistes, se reían de la gente, pero también se reían de ellos mismos. Un jolgorio”.

“Mi madre era muy austera. Tenía otro carácter, no hacía chistes de nada, le parecía que las expresiones de llanto o de risa no eran algo noble. Era austera con sus sentimientos, muy adusta y cerrada. Conmigo era muy severa, cariñosa cuando tocaba serlo, pero a la hora de los estudios ella era la que llevaba la ruta de la casa. Cuando chocaba con mi padre era porque él todo lo tomaba a diversión, a juego, a fiesta, era un fiestero; en los cumpleaños montaba fiestas de disfraces, hacía desfiles alrededor con todos los disfrazados… Ese era el espíritu”.

No se me va de la cabeza el día en que le robé a una niña un cacharrito

“Sí, yo soy la justa composición de los dos, me gusta mucho el humor, reflejarlo en lo que escribo; en privado me gustan las bromas con los amigos, pero hacia fuera proyecto una imagen seria, como era mi madre, que no transige con la informalidad ni con los chistes… Pero por dentro siento que tengo mucho humor”.

–Hay en usted como una prevención contra la maldad, quizá eso lo llevó a la revolución.

–Tengo un apego a ciertos valores tradicionales, sí, como la justicia. La injusticia me desazona y la deslealtad me causa malestar; lo peor que se puede hacer es apuñalar por la espalda. Creo que eso viene de mi madre, la transparencia, decir la verdad; ella nos lo exigía, y que nos comportáramos debidamente.

Para eso tiene un suceso en el recuerdo. “Nunca olvido que siendo un niño, con cinco años tal vez, iba al kindergarten de las monjas, que quedaba a unas cuatro cuadras de mi casa. Me iba solo, era un pueblecito tranquilo. Un mediodía, cuando venía de regreso, había una niña jugando en la acera con unos cacharritos de barro y me quedé esperando a que se metiera en la casa para llevarme un cacharrito. Una niña muy blanca, con pelo negro, recuerdo. Cogí el cacharrito y me fui a mi casa. Cuando llegué, mi madre me preguntó qué era; le dije que me lo había regalado una niña, y sin someterme a interrogatorio me dijo: ‘No, vaya a devolverlo y lo pone adonde lo cogió’… Emprendí el camino de vuelta, pero mi dilema era cómo devolverle el cacharrito a la niña. Cuando llegué, volví a hacer lo mismo que cuando robé, esperé a que la niña se volviera a meter en su casa y allí dejé el cacharro, donde estuvo, y me volví corriendo. No se me va de la memoria”.

Ramírez ante su mesa de trabajo y su biblioteca personal.
Ramírez ante su mesa de trabajo y su biblioteca personal. Jorge Mejía

En medio están la historia, la revolución, el desengaño del poder. Los libros lo cuentan: tocas en la hemeroteca y sale el Sergio Ramírez público que un día perdió a los padres; también se fueron yendo los hermanos, se vació la casa, aunque su memoria la habite de fantasmas como en ese cuento, No me vayan a haber dejado solo. No está en los libros, ni en las hemerotecas, este monólogo final, que, como hubiera dicho el poeta José Hierro, transcribo “sin vuelo en el verso”. “Mi padre murió en 1971, con 75 años; a medida que me voy acercando, esta cifra es como una especie de tabú, es un poco desconcertante. Mi madre murió en 1994, con 82 años… Mi padre se estaba muriendo de cáncer y mi madre no quiso que se lo dijeran; lo operaron en el hospital de Managua, pero no le hicieron nada más que volverlo a cerrar. Él creía que estaba salvado, volvió a Masatepe y quiso celebrar un tedeum y una fiesta. Mi madre sufría mucho porque decía que vivía una representación teatral hablando con alguien que se estaba muriendo, aparentando que estaba bien. Cuando él me vio llegar se asustó. Esa llegada como que le anunció su muerte. Mi madre recordaba la mirada ansiosa con la que él observaba la casa a medida que se alejaba la ambulancia. Sabía que no iba a volver. Tras la muerte de mi padre sabía que mi madre estaba muy sola; murió mi hermana y se quedó más sola, porque era su puntal. Luego se murió mi hermano Rogelio. Yo estaba en una playa cuando a medianoche me llamaron para decírmelo. Estaba con mi cuñada, la mujer de Rogelio, y nos fuimos esa misma noche para Masatepe. Mi madre era serena, muy dura, pero a partir de aquella muerte le dijo a mi hermana pequeña que ella ya tenía que morirse, si no me iba a morir yo, todos se estaban muriendo. ‘Si yo me muero no se va a morir Sergio’, dijo. Perdió la fe en la vida. Mi padre se llamaba Pedro, mi madre era Luisa. A mí me pusieron Sergio porque mi padre escuchó fuera de la tienda que una madre le gritaba a un niño: ‘¡Sergio, Sergio!’ Le gustó el nombre, es lo que él contaba”. Sergio Ramírez. Mucho de lo que falta por contar está en los libros de historia y de literatura.

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