Sin motivos para renunciar al sueño americano
Cientos de migrantes cruzan al día la frontera entre Guatemala y México pese a que Obama lleva 2 millones de deportaciones. Sus familias aguardan sus noticias, a veces, durante años
“Si llaman preguntando por Brian Aguilera, digan que ya se fue”. “Si llaman preguntando por Kevin López, digan que ya se fue”... media docena de chavales de entre 17 y 20 años, con una mochila a la espalda y las manos en los bolsillos vacíos, desfilan ante la mamita, una señora que dejó a sus chicos en Tegucigalpa (Honduras). El teléfono, que suena sin parar, es un móvil desde el que todos los inmigrantes que alcanzan el centro de acogida de Tenosique (al sur de México) pueden mandar un mensaje a sus familias para que tengan dónde localizarlos durante su estancia efímera en el albergue. El camino es largo y cuanto antes salen, antes salen de dudas.
“Apenas llegaron anoche. No se dejen manipular, muchachos”, les advierte un tercero, inquieto pero resignado, bajo un sol aplastante. Aquí nadie puede preocuparse en exceso. Todos saben lo que hay. Y todos saben a lo que van. Los inmigrantes centroamericanos son obstinados en su empeño en llegar a EE UU. “Es la desesperación”, dice la mamita, que está tramitando su derecho de asilo en México para poder dar el paso a EE UU más fácilmente. Viaja con su esposo y una de sus hijas y alegan que su vida corre peligro en la capital hondureña: “La mara me mató al niño y me baleó a la niña. Hasta entraron a casa. Allí no se puede vivir”. Su hijo tenía 16 años y su hija, 13. Ella sobrevivió al ataque. Querían robarles el teléfono, cuenta su madre, que ha “adoptado” a varios adolescentes del centro que hacen solos el camino y no quiere dar su nombre porque tiene miedo.
El hondureño Manuel Meléndez Pacheco tiene 14 años y desde los 12 ha intentado llegar a EE UU siete veces. Viaja con su hermano, un año mayor, y se conoce la geografía de México como si fuera su barrio. Tenosique. Palenque. Chontalpa. Orizaba. Lechería. Son las paradas de un tren que les deja a las puertas del desierto, que tendrán que cruzar andando durante días. En cada parada, se arriesgan a tener que pagar 100 dólares a punta de metralleta, amenazados por Los Zetas, el cartel que controla la zona. “A veces salen del bosque por la noche, con armas largas y si no pagas, te obligan a bajarte”, dice Meléndez, un metro y medio de nervio y de perseverancia. “A la llegada al DF (el Distrito Federal, la capital de México), tienes que tener cuidado con los túneles, es muy peligroso porque son muy estrechos”. “En el desierto, si ves helicópteros pequeños, tienes que huir. Mandan señales a Migración de que hay gente andando por la zona”. Sabe perfectamente cómo fugarse del centro de menores en el que es internado cada vez que lo deportan y huir del barrio de los penitenciarios tomado por las maras, las pandillas criminales.
El conocido como el corredor de la selva, donde se encuentra Tenosique y el tramo mas septentrional de los 928 kilometros que separan Guatemala de México, es el más peligroso y largo, y la opción para los más pobres. El domingo, antes de la comida, los usuarios del albergue se encomiendan a Dios para que les acompañe en el camino. Es lo último que les queda, aunque fray Tomás González les lee los testimonios de unos inmigrantes mutilados por el tren y les avisa de que la ruta es ardua y de que Dios no impedirá la tragedia ni disuadirá al narco de no hacerles daño.
“Cada vez está mas difícil”, cree José, de 23 años, “no por la [policía de] Migración, sino por Los Zetas”. Es la tercera vez que este joven que estudió la secundaria hace el viaje desde Honduras. La última fue hace cuatro años. La primera, cuando tenía 16.
Hondureños y salvadoreños copan este albergue donde los hombres duermen repartidos entre la capilla y el comedor, un porche al aire libre, y las mujeres se dividen en dos cuartos. Hace dos días eran casi 400. Ayer, se marcharon unos 80. Todos son registrados a su llegada, pero nadie controla las salidas. “Sabemos cuántos hay por los platos que se sirven a la hora de la comida”, explica González.
Del otro lado de la frontera, miles de familias viven con el corazón en un puño esperando esa llamada que les alivie la angustia. “¡Accidente de camioneta de migrantes! ¡Hay guatemaltecos!”, exclama el vendedor de periódicos que sube al autobús que une Huehuetenango con La Mesilla, dos horas de carretera al norte de Guatemala a lo largo de las gargantas de unas montañas donde decenas de localidades viven con el alma en vilo por saber de los suyos. Es difícil encontrar en esta zona a alguien que no tenga algún familiar en Estados Unidos, o en ruta, o pensando en marcharse, o quién sabe dónde, si caminando en el desierto, presos o muertos y enterrados en una fosa común del sur de México.
Arbin Morales, de 31 años, apareció hace dos noches entre las matas de café que rodean su casa. Hacía 22 dias que su familia no sabía nada de él. Había partido hacia EE UU, pero tras el cerro, ni rastro. El cerro es la montana que simboliza la frontera para las comunidades de La Libertad, un municipio de unos 20.000 habitantes esparcidos en pequenas aldeas. “Mi mamá no paraba de llorar”, dice Jennifer, de 12 años, la hija mayor de Morales, que guarda su casa y su hermano mientras sus padres visitan a su abuela, para que la señora pueda abrazar a su hijo, que llegó al pueblo en la camioneta de un hombre que subía desde Ciudad de Guatemala, la capital del país, donde lo dejó el avión que lo deportó.
Arbin es el segundo sobrino de Carmela Morales que desaparece en México durante su travesía a Tijuana (al norte, en el borde con EE UU). El primero partió hace 15 años y nunca más supieron de él. La última noticia que tuvieron de ese hombre que se quedó en el imaginario del pueblo como un muchacho de 19 años que partió en busca de una vida mejor fue hace cuatro meses, cuando la familia recibió una carta donde el coyote que se lo llevó decía que está preso en Mexico. “No nos lo creemos”, inquiere Morales desde detrás de los barrotes de la tienda que regenta a pie de carretera. “Volvimos a escribir a la dirección que nos daba y nunca más obtuvimos comunicación”, insiste.
Para los habitantes del norte de Guatemala, iniciar el viaje es relativamente fácil, comparado con sus vecinos de los países del sur. Tienen la frontera al lado, aunque a veces lleguen a pagar 3.000 quetzales (unos 300 euros), solo para recorrer unos kilómetros y entrar en México. Pese a que es imposible determinar el tráfico ilegal en la frontera, la Organizacion Internacional de las Migraciones aproxima que unas 300 personas intentan cruzarla cada día. La Comisión Nacional de Derechos Humanos de México calcula que unos 40.000 cruzan el país al año, de los que la mitad sufren algún tipo de secuestro durante el viaje. Sin embargo, desde que el presidente estadounidense, Barack Obama, asumió su mandato en enero de 2009, más de dos millones de personas han sido deportadas a sus paises de origen, unas 1.000 al día. México deportó a su vez a 86.929 extranjeros en 2013, la mitad de ellos desde los estados que colindan con Guatemala. Un 41% eran hondureños y otro 38%, guatemaltecos, dos países que sostienen gran parte de sus economías con las remesas que mandan sus ciudadanos desde el extranjero.
Desde Huehuetenango, los migrantes se cuelan de noche por los terrazales y campos de maíz o frijol, mientras que más al norte y más al sur, cruzan ríos o se adentran en la selva. También viajan en autobuses, escondidos entre la mercancía de camiones o cavando túneles. Los que pueden permitírselo, pagan miles de dólares para que un coyote los guíe en la travesía, aunque tampoco es una garantía para lograr su meta.
Kenia Gilberto, de 30 años, espera desde hace cinco días que su marido se reporte. Ahogado de deudas por una casa de bloques a unos metros del colmado de Carmela Morales, es la segunda vez que lo intenta desde diciembre. Gilberto está embarazada de seis meses y medio y tiene una hija de ocho años. “En diciembre lo secuestraron y nos pedían 2.600 dólares para liberarlo. Pero logró escapar. Si no fuera por los niños, no se iría. Viviríamos aquí de una forma más pobre, pero no tomaría el riesgo”, afirma la esposa. Lo mismo piensa Aurelia Martínez, que tiene 11 hijos, dos en EE UU, uno de ellos desaparecido durante las últimas semanas. El más pequeño, de 7 años, ya piensa en marcharse. “Desde que se enteró de que dejan pasar a las mamás con niños, no para de pedirme que nos vayamos. Pero con lo feo que está el camino, mejor nos quedamos aquí, aunque sea comiendo hierbita”, sonrie.
Aunque aún está lejana en la mentes de muchos centroamericanos, que siguen viendo posible llegar a EE UU, cobrar en dolares y comprar un terrenito para dejar algo a sus hijos, la reflexión de que quedarse no es tan mala idea empieza a cuajar. La asociación Voces Mesoamericanas, con sede en San Cristóbal de las Casas, al sur de México, tiene un programa donde inmigrantes que han regresado informan a los que quieren marcharse de sus derechos, los peligros de la ruta y las dificultades que se encuentran una vez en EE UU. Lucio D., de 28 años, trabajó en la recuperadora de metales de Cancún y como lavaplatos en un restaurante chino en Florida, después de pasar por varios empleos en distintos estados sureños de EE UU. “Estamos promoviendo que los que quieren migrar, lo hagan con derechos. Hay mucha gente que empeña su casa, su terreno o su carro para pagar el coyote y, si les detectan, lo pierden todo”, cuenta, aunque las deudas siguen apretando y la ilusión de lograr el sueño americano sigue eclipsando todo el riesgo.
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