Níger, un viaje al corazón de la miseria
La falta de lluvias, la desnutrición y la malaria se cobran cada año miles de vidas en Níger, el país más pobre de la Tierra pese a ser el cuarto productor mundial de uranio
Cuartel de policía de Yassane. Allí estábamos el fotógrafo Alfredo Cáliz y este periodista, sentados delante del inspector Wanké que con gesto grave miraba nuestros pasaportes y movía la cabeza de un lado a otro. "No, no puedo dejarles pasar". Tras cinco horas encajados en un autobús cruzando una de las zonas más peligrosas del norte de Malí, entre Gao y la frontera con Níger, un policía nos frenaba en seco. Es cierto, no teníamos visado, pero nos habían dicho que era posible tramitarlo sobre la marcha. Evidentemente, nuestro informante nos había mentido. "¿Y esto no se puede arreglar de alguna manera?" pregunté, intentando poner un gesto conciliador. Ibrahima Wanké levantó la cabeza con gesto cansado, frunció aún más el ceño y respondió lacónicamente. "No".
Mandamos los pasaportes a Niamey con un chófer, pero pasamos 24 horas en aquel desangelado puesto fronterizo. El inspector tuvo un último gesto de generosidad. Nos dejó su oficina abierta para que pudiéramos dormir a cubierto sobre dos colchonetas en el suelo. Afuera la noche estaba oscurísima. Dos policías se tumbaron en el exterior, con el fusil debajo de los camastros, atentos a cualquier ruido, a cualquier movimiento. "Esto no es seguro. Entre nosotros y los terroristas sólo hay desierto", dice uno de ellos, "pero no se preocupen, les vamos a defender con nuestras vidas". Sus palabras no sonaron muy convincentes.
Tuvimos que esperar hasta el día siguiente a las dos de la tarde para entrar, ahora sí y con todas las de ley, en Níger. La carretera asfaltada hasta Niamey sigue el trazado del impresionante río que da nombre el país en su pronunciado descenso hacia el sureste y el trayecto transcurre plácido sólo interrumpido por el lánguido cruzar de algún animal. En Tilaberi, un pinchazo inesperado nos retiene un poco más de lo previsto y un gendarme nos inquiere, con gesto de extrañeza. "¿No llevan escolta?". En ese preciso momento nos cruzamos con un todoterreno de una ONG estadounidense que pasa a toda velocidad y que lleva a su estela una camioneta con una decena de policías armados hasta los dientes. La pregunta parece que va en serio.
En 2010, siete personas fueron secuestradas en Arlit, en el norte del país, por la rama magrebí de Al Qaeda. Y pocos meses más tarde, dos ciudadanos franceses fueron raptados en pleno centro de Niamey y asesinados horas más tarde. Desde entonces, la seguridad se ha convertido en una obsesión. Y las normas para los occidentales que trabajan para las grandes ONG se han endurecido, no les permiten ni caminar solos por la calle. Níger está rodeada de peligros. Al oeste, Malí, donde rebeldes tuaregs y grupos yihadistas se alzaron contra el Estado en un conflicto que aún da sus últimos coletazos; al norte, Argelia y Libia, con quien Níger comparte un inmenso desierto en el que campan a sus anchas grupos radicales; al este Chad y al sur, los estados de Nigeria donde opera la sanguinaria secta Boko Haram. Normal tomar precauciones.
Una tercera parte de sus 16,5 millones de habitantes vive por debajo del umbral de la pobreza con menos de un dólar diario
El primer saludo de Niamey, una ciudad de grandes avenidas con arcenes poblados de puestos de comida y vendedores de todo, desde crédito telefónico hasta bolsitas de agua, es siempre caluroso. En este clima de extremos, la capital de Níger es como una excepción en medio del paisaje árido, un milagro que da las gracias al río. Cuando los franceses llegaron hace 120 años en su penetración hacia el interior de África habitaban aquí unas 600 almas. Desde entonces, la ciudad no ha dejado de crecer con la constante llegada de personas procedentes del interior, de gente que huye, sobre todo, del hambre y de la sequía. Los desordenados barrios de la periferia son la mejor prueba.
Níger lidera dos estadísticas inquietantes. Es el país más pobre del mundo y, al mismo tiempo, tiene la tasa de fecundidad más alta. Y es en las regiones del norte del interior donde esta combinación es letal. Aunque no sabe su edad, Khadissa debe tener unos 25 años. Está sentada en una cama del Centro de Recuperación Nutricional Intensivo (CRENI) de Madaoua, en Níger, con la pequeña Hawa, de ocho meses, en brazos. Es su sexto hijo. Dos han muerto y le quedan cuatro. "Ojalá que Dios me de muchos más", asegura con una sonrisa. La niña sufre una infección respiratoria, una dolencia agravada por su estado general de desnutrición. Pero esta vez sobrevivirá. En la habitación contigua, la pequeña Raikia, de sólo tres semanas, no ha tenido tanta suerte. Los médicos han intentado reanimarla, pero ingresó en muy mal estado con un cuadro grave de diarreas y malaria. Su madre, Zahara Amadou, del pueblo de Azoreri, apenas tenía leche para alimentarla y tardó demasiado en llegar al hospital.
El CRENI está en obras. Al revuelo de madres que van y vienen con sus hijos y al de los médicos y enfermeros se suma el de los albañiles. Nuevas dependencias para acoger más niños. Y es que cada verano, coincidiendo con la época de mayor escasez de alimentos entre una cosecha y otra, hay un repunte de la desnutrición severa. Níger se encuentra desde hace años en la última posición en el denominado Índice de Desarrollo Humano (IDH), un indicador elaborado por Naciones Unidas que combina tres parámetros: la esperanza de vida al nacer, el nivel educativo de la población y el PIB per cápita. Por eso, no es raro que aquí la frontera entre la vida y la muerte sea una línea delgada por la que transitan a diario los más vulnerables, los que menos tienen, los más débiles.
A falta de vacuna, quimioprevención
En Koumassa es día de mercado. Mamou Abdou acude a vender cebollas llevando a tres de sus cinco hijos con ella. "Este año, por primera vez en mucho tiempo, ninguno de ellos ha cogido la malaria, así que me he podido dedicar a mis tareas en el campo sin interrupciones", asegura. Mamou administró a sus hijos entre junio y septiembre las cuatro pastillas que componen la quimioprevención de la malaria estacional (SMC, sus siglas en inglés). Lo que este nombre esconde es una amplia estrategia puesta en marcha en varios países del Sahel para evitar la muerte de niños de hasta cinco años a consecuencia del paludismo. Y en la región de Tahoua se llevó a cabo por primera vez el pasado 2013, logrando reducir los casos en un 70%, lo que, sin duda, ha evitado muchas muertes.
La iniciativa, puesta en marcha por MSF bajo el marco de la Organización Mundial de la Salud y en colaboración con las autoridades sanitarias nigerinas, ha alcanzado a 80.000 niños y para 2014 se pretende incluso ampliar esta cifra. Aunque la verdadera solución a esta enfermedad que se cobra más de 600.000 muertos cada año sólo puede llegar de la mano de una vacuna, la SMC representa una oportunidad para muchos niños que han logrado sobrevivir un año más para seguir haciendo fuerte su sistema inmunitario. El problema es que esta estrategia sólo se puede llevar a cabo en aquellas regiones donde la malaria es claramente estacional, porque su distribución todo el año es imposible.
En este hospital ingresan unos 20 niños cada día (hasta 100 en verano). Los equipos de Médicos sin Fronteras, organización que gestiona el CRENI, salen cada mañana a los centros de salud de la región de Tahoua y traen los casos más graves para su ingreso. Desgraciadamente, no pueden llegar a todos los pueblos. Además, muchas madres, cargadas de niños, no se pueden permitir acudir a la estructura sanitaria más próxima, a veces a decenas de kilómetros de su casa, y recurren a la medicina tradicional cuando ven que su hijo enferma. El problema es que cuando el poder curativo de las hierbas no funciona, suele ser demasiado tarde. "Cuando la enfermedad, la pobreza y el analfabetismo se dan la mano, las consecuencias son mortales", asegura el doctor Youssouf Aly Dembele, coordinador del proyecto de MSF en Madaoua.
La desnutrición casi nunca actúa sola. Es causa y consecuencia a la vez. Sus letales compañeros de viaje son los problemas respiratorios, la diarrea y la hembra de un mosquito llamado Anopheles que con sus picaduras transmite la malaria. En un niño debilitado porque come poco o mal, esta enfermedad puede ser mortal; y, al mismo tiempo, la malaria empuja a la desnutrición a niños que ya están débiles y mal alimentados. En esta empobrecida región de Tahoua saben bien cómo funciona esta combinación letal. La época de escasez coincide con el verano, que es también la estación de las lluvias y, por tanto, cuando los mosquitos se reproducen y los casos de malaria se disparan. El año 2012 fue terrible. La tasa de mortalidad en menores de cinco años se disparó a siete al día por cada 10.000 niños, de los que el 60% estaban afectados de malaria.
Estamos en el corazón de la miseria, una de las regiones más pobres del país más pobre del mundo. Aun así, las mujeres tienen una media de 7,6 hijos. Los tímidos programas de planificación familiar impulsados desde la capital, Niamey, llegan hasta aquí con sordina y chocan con esa arraigada concepción de que a más hijos, más posibilidades de que alguno de ellos llegue a la edad adulta. Además, Madaoua se encuentra a una veintena de kilómetros de la frontera de Nigeria, zona de influencia de un Islam extremista que en su versión más violenta se manifiesta en forma de atentados llevados a cabo por el grupo terrorista Boko Haram (que significa La educación occidental es pecado) y que en el día a día se aprecia por un control social y religioso sobre una población en su mayor parte analfabeta a la que se prohíbe cualquier tipo de anticonceptivo. Incluso si alguna mujer desea seguir un método de planificación debe hacerlo a escondidas y con el riesgo de que, si es descubierta por su marido, éste pueda pedir el divorcio, lo que conduciría a ella y a sus hijos a un mayor desamparo.
Un aire frío recorre los campos. Es el harmattan, el viento característico de la estación seca de un desierto que avanza hacia el sur. Cada vez llueve menos. En esta época del año todos viven del ganado y de la cosecha del verano pasado, compuesta sobre todo de cereales como el mijo y el sorgo que son la base de la alimentación. En 2005, una plaga de langosta vino a unirse al problema endémico de la sequía, lo que provocó que la tierra, ya de por sí poco generosa en estos lares, diera menos de lo esperado, un 15% menos, y que se dispararan los precios de los alimentos. Unos cuatro millones de personas se vieron sin nada que comer en lo que las ONG y agencias humanitarias llamaron una nueva y grave "emergencia alimentaria". Sirvió para atraer la atención del mundo, pero, en realidad, "la crisis alimentaria es estructural y permanente", asegura Dembele. Después de 2005 vino otra crisis. Y luego otra. Y otra. El 70% de la población transita por las fronteras del hambre. Un año sí y otro también. Toda su vida.
Pero no se cruzan de brazos. En el pueblo de Albaraka, donde hay unos 320 hogares, florecen las lechugas, las zanahorias, las patatas, los tomates. Mahé Na Allah, el jefe del pueblo, ha cedido media hectárea para construir un huerto que gestionan las mujeres y que ha sido puesto en marcha gracias a la financiación de Acción contra el Hambre, que con una inversión de 3.800 euros ha hecho posible la perforación de un pozo y el cerramiento del espacio para evitar que entren los animales y además dona las semillas. “Estamos contentos, con este huerto podemos vivir durante la estación seca y no dependemos tanto de la lluvia. Y podemos vender a otros pueblos, lo que nos da ingresos extra”, asegura Na Allah.
En Garadaoua la prioridad es otra. Este pueblo se levanta en una zona rocosa sin agua y tienen que traerla de muy lejos a lomos de burros o incluso a mano. El año pasado, ACH ideó un plan: pagar a cada jefe de familia, 93 en total, 1,5 euros al día (cash for work) para que construyeran un estanque que se llenase en la temporada de lluvias. Ahora disponen de agua al menos hasta el mes de noviembre, dos meses más de lo habitual, lo que les permite un ahorro considerable de tiempo y dinero. Ya están pensando en cómo mejorar el estanque. Otra de las iniciativas que está funcionando es la regeneración del suelo mediante la construcción de pequeños diques de piedra que impiden que el viento se lleve la tierra.
Las iniciativas de las organizaciones no gubernamentales son loables, pero las cifras de Níger abruman, con una esperanza de vida de 55 años y una renta per cápita inferior a 300 euros anuales, según el Banco Mundial, lo que supone que una tercera parte de sus 16,5 millones de habitantes viva por debajo del umbral de la pobreza con menos de un dólar diario. Desde la emergencia de 2005, las ONG internacionales llegaron para quedarse y su labor salva vidas, pero la pobreza persiste. En este contexto, lo más sorprendente de todo es que los nigerinos se asientan sobre unas enormes reservas de uranio (son el cuarto productor mundial y el primero de África) que alimentan, sobre todo, a las centrales nucleares francesas. Mientras tanto, el 90% de la población de este país no tiene electricidad.
Tahoua es una de las regiones más pobres del país y, aún así, las mujeres tienen una media de 7,6 hijos
Y es que esta ingente riqueza mineral, explotada por la empresa pública francesa Areva, tan solo reporta unos 100 millones de euros anuales al país, un 5% de su presupuesto. El pasado 26 de mayo y tras ocho largos meses de negociación, el presidente Mahamadou Issoufou, un veterano opositor que llegó al sillón presidencial en 2011 y que conoce muy bien el sector, pues fue directivo de la filial de Areva en Níger en los años ochenta, logró un hecho histórico: elevar al 12% las tasas que el Estado recibe a cambio, aunque sigue siendo sensiblemente inferior al 15% que Areva paga en otros países donde también extrae uranio, como Canadá. Las conversaciones fueron un auténtico pulso que tuvo en vilo al país los últimos meses.
Las cifras de este negocio son opacas. Areva se niega a facilitar los precios de venta y los costes de producción. La organización no gubernamental Extraction Industry Transparency Initiative asegura que esta compañía extrajo nada menos que 4.800 millones de dólares en uranio sólo en 2010 y, según la fundación Open Society, esta cantidad no ha dejado de crecer mientras los ingresos percibidos por el Estado han descendido debido a esa baja fiscalidad. Una contradicción sangrante. El problema es que ambos se necesitan. Areva necesita el uranio de Níger y este país depende en buena medida de los ingresos que se derivan de su principal recurso, aunque la reciente entrada de Níger en el club de países exportadores de petróleo (20.000 barriles diarios) está empezando a aliviar esa dependencia.
Las minas se encuentran en el norte del país, rodeadas de un inmenso desierto que, pese a las medidas de seguridad adoptadas por las autoridades, se ha convertido en un peligroso polvorín en el que bandidos y grupos terroristas campan a sus anchas. Este es otro de los lastres que arrastra Níger. El Gobierno intenta embridar una amenaza que en sus vecinos Libia, Argelia, Malí o Nigeria ha creado auténticos problemas de seguridad y ha cuadriplicado su presupuesto de Defensa, alcanzando los 145 millones de euros, una opción que muchos antojan necesaria para hacerle frente, pero que seguirá limitando las opciones de desarrollo y las necesidades básicas del país.
Uno de los colectivos que más sufre los ataques de mafias y bandidos es el de los migrantes, los más pobres entre los pobres de Níger. Miles de jóvenes procedentes de Gambia, Camerún, Benín, Costa de Marfil o Malí se aventuran cada año en el incierto camino de la emigración hacia el norte y Niamey es un auténtico cruce de caminos. "Es un largo viaje, llegamos sin nada en los bolsillos sólo con el sueño de seguir adelante y aquí nos quitan hasta la esperanza, que es lo único que nos quedaba", asegura Jean Baptiste, un joven camerunés que pulula por los alrededores de la estación de autobuses, duerme en la calle y come de la caridad de un restaurante próximo a la espera de reunir los 20, 30 euros que le permitan llegar hasta Agadez, siguiente estación de su incierta travesía.
En octubre de 2013 una patrulla del Ejército de Níger se topó con un macabro hallazgo: los cuerpos de 87 personas muertas de hambre y sed a sólo 10 kilómetros de la frontera con Argelia. Eran temporeros, familias enteras, hombres, mujeres y niños, procedentes del sur del país que iban a trabajar al país vecino. Bastó una avería del camión que les llevaba ilegalmente hasta Argelia y la falta de escrúpulos de los responsables de dicho viaje para condenarles a morir en el desierto. Desde entonces y ante el eco mediático de la tragedia, Níger intensificó los controles y desalojó a cientos de jóvenes que aguardaban en Agadez para partir hacia el Norte. La mano dura provoca que los riesgos sean mayores, los transportes más caros, el viaje más duro. Pero el flujo continúa.
Volvemos a Niamey. Aún es de noche. En la vieja radio del vigilante que está en la calle suena el Imagine de John Lennon. El joven Abdou Hamidou se despereza. Trabaja en una pequeña fábrica de producción lechera y la jornada comienza temprano. Por ocho euros a la semana, coloca botellas en cajas. Su sueldo apenas le da para compartir una desangelada habitación de un edificio que amenaza ruina. Como tantos, huyó del campo a la ciudad cuando tuvo ocasión, pero ahora duda de su decisión. "¿Esto es vida?, se pregunta, "si pudiera iría a Europa, pero ¿cómo hacerlo?, ¿cuántos han muerto en el intento?". Abdou forma parte de esa legión de trabajadores urbanos, de gente que se busca la vida dispuestos a hacer cualquier cosa, que puebla las calles de Niamey. Sale del edificio y se aleja en la oscuridad. Pero se vuelve un instante y susurra: "Al menos tengo un trabajo".
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