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Columna
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Patrias

Recorre el mundo un impulso de modernidad hacia la construcción de organismos supranacionales que minimicen el furor guerrero de las banderas

Rosa Montero

Ya están a tiros en Ucrania con los separatistas prorrusos. Se veía venir desde que, hace un mes, Putin proclamó: “Crimea vuelve a la patria”. Qué miedo me da esa patria pomposa. Incluso cuando la escribo con minúsculas me inunda la angustia. Detesto la palabra patria. Detesto todas las patrias, madres sanguinarias que han colmado la Tierra de matanzas. No aprendemos; ya hemos olvidado las guerras de Yugoslavia, ese hervor de patrias ejemplarmente atroz en el que familias que llevaban años siendo vecinas terminaron degollando a los niños de enfrente. La patria ciega. La patria envilece. El destino nos libre de las patrias y los patriotas.

Recorre el mundo un impulso de modernidad hacia la construcción de organismos supranacionales que minimicen el furor guerrero de las banderas. Pero siempre que hay un salto hacia delante, surge un contrapeso retrógrado: de ahí el reverdecimiento de los nacionalismos. Por cierto que el catalán es infinitamente más civilizado. Pero juega con el mismo juguete: el sentimiento patriótico, que es un acto de fe puramente irracional. Y cuanto más emocionante y bello nos parezca, cuanto más nos apriete de lágrimas la garganta, más nos nublará el entendimiento. Un lúcido lector, David Nieto Prats, señalaba esa irracionalidad en una carta: “¿Respetaría la Generalitat el derecho a decidir de las regiones en las que hubiera ganado el no y que por tanto hubieran decidido seguir junto a España?”. Las patrias son por definición excluyentes de los diferentes. Las patrias se crean creando enemigos. Por eso me apena y me preocupa el tema catalán. Me apena, porque quiero a los catalanes y no deseo que se vayan. Y me preocupa porque están despertando a la bicha (ojo también con el españolismo). Por eso tendremos que hacer algo, ellos y nosotros. Tendremos que llegar a algún acuerdo, antes de que las patrias nos devoren.

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