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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El poder de un símbolo

La despedida de Suárez exalta la reivindicación de la política democrática sin sectarismos

La alta densidad emocional; la solemnidad de su diseño, al tiempo sobrio y potente, y la nutrida concurrencia de élites y ciudadanía en la despedida del presidente Adolfo Suárez constituyen no solo un merecido reconocimiento a la persona y la trayectoria política del primer presidente de la democracia española. La capacidad de evocación de un dirigente valiente, dialogante y honesto —por resumir las virtudes resaltadas estos días hasta la saciedad— se ha convertido también, con el discurrir de las horas, en demostración del enorme poder catalizador de los símbolos.

En vida, Adolfo Suárez, con sus carencias y defectos, supo encabezar digna y eficazmente la operación política más delicada en la que han participado varias generaciones vivas de españoles. En la hora de la muerte, su evocación se ha convertido en factor cristalizador de algunas de las más destacables pulsiones de la sociedad. Este país ha dado cumplida muestra de los altos niveles de civilidad y calidades colectivas alcanzados en tres decenios democráticos, justo cuando la crisis económica aumenta las tensiones sociales, exacerba algunos problemas territoriales y catapulta la desafección ciudadana.

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En su adiós a Suárez los españoles han desmentido que su crítica a las derivas corruptas y oligárquicas del régimen entrañe una enmienda a la totalidad del sistema democrático; han negado que su desapego a los malos modos y procedimientos pueda identificarse con un repudio a la política democrática. Al revés, por uno u otro canal, a través de los medios, en la calle y en las colas ante el Congreso, han proliferado las reivindicaciones de otro modo de conducir la vida pública, más dialogante que partidista, más conciliador que agresivo, más orientado al acuerdo que a la confrontación. En la exaltación —algo pomposa— del presidente que ya no estaba entre nosotros desde hace una década late el deseo de aplicar el espejo cóncavo a los defectos de la esclerotizada vida política actual. En el repetido elogio a los valores de la Transición se puede percibir estos días un clamor por la democracia despojada de adherencias corruptas y sectarismos. Porque los valores de la Transición no son otros que los inherentes a la democracia: la tolerancia, el respeto, las libertades, el imperio de la ley, el Gobierno de las mayorías y el respeto escrupuloso a las minorías.

En el homenaje ciudadano al presidente Suárez late el doble deseo de no hacer tabla rasa de la Transición (aunque sus insuficiencias puedan y deban someterse a examen crítico) y al tiempo no permitir que se anquilose el sistema de convivencia instaurado entonces. Que alguna expresión de Artur Mas haya desentonado en esta reedición de la reconciliación nacional apenas merece subrayarse, sobre todo porque el intento instrumentalizador que le animaba fue posteriormente corregido por quien podía hacerlo. Y, en cualquier caso, no logró perjudicar el clima suscitado por la despedida de Suárez.

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