“Este es un país de bomba de mecha”
Dotado para la ironía y el análisis, en el trato cercano Félix de Azúa rebaja el sarcasmo que pervive en los de su generación. Se recuerda un joven ‘chico malo’ y afirma que “nunca perdonará a Convèrgencia que haya convertido una ciudad europea como Barcelona en una capital de provincias”.
En el cuaderno de impresiones sobre los personajes de esta serie están anotados estos apuntes sobre Félix de Azúa: “Un país de bomba de mecha”, “Un momento en los ojos”.
Un momento en los ojos que le viene de niño. Una frente altanera y adulta, que sigue así, adulta, desde que era un muchacho. A esa doble expresión le ayuda, cuando ya está a punto de cumplir siete décadas, un rostro agraciado por el físico y por una inteligencia que le permite aún ir por la vida como si fuera Marcello Mastroiani antes de que este envejeciera.
Estamos en un bar que le sirve para dejar allí la huella de sobres rotos, pues estos ratos fuera de casa los utiliza también para despachar la correspondencia que le llega ahora a Madrid, donde vive después de su fecunda excursión catalana, interrumpida para que la educación de su hija no se contamine con la controversia catalano-española que finalmente se incendió del todo este último diciembre.
Una inteligencia y un rostro; en ambos abunda la elegancia, pero cuando quiere entra con el bisturí de una ironía que, en parte, debe de ser herencia de uno de sus grandes maestros, don Juan Benet. En el trato corto, su encanto rebaja esa capacidad para el sarcasmo que pervive en él y en otros de su generación (Javier Marías, Molina-Foix, Savater…). De una conversación con Azúa te vas también con la felicidad de haber comprobado que su inteligencia se parece, como una mano a otra, a las manos que escribieron una de sus obras más célebres, Historia de un idiota contada por sí mismo (Anagrama). Pues para reírse siempre se ríe primero de quien es.
“De pequeño era muy malo”. Su padre era un hombre autoritario, apetecía desobedecerlo. Su recuerdo más venial de esa época, pues, se va hacia la casa de los abuelos. “Nací en Barcelona”, dice, “porque mi madre me llevó allí para dar a luz en casa de mis abuelos; mis padres vivían en Alicante. Mis abuelos vivían en la Diagonal, en una de aquellas grandes casas burguesas”. El padre era arquitecto y trabajó como arquitecto municipal en Alicante. “Allí estuvimos tres años: una pena que no se quedara más tiempo, porque ahora seríamos millonarios gracias a la corrupción”. Pero el padre decidió volver a Barcelona.
Su colegio fue La Salle-Bonanova, de donde “ha salido media literatura española, entre otros, Jorge Herralde o los Goytisolo; el colegio era una especie de penal enorme, creo que éramos unos 2.000 alumnos, y lo llevaban como un cuartel… Durante un tiempo les tuve rencor a los curas, ahora ya no, pero es que realmente llevaban el colegio como un cuartel. Era muy duro, había castigo físico, con un profesorado de posguerra (eran los años cincuenta) muy mal preparado; muchos de los frailes que daban clase ni siquiera tenían carrera universitaria –como los ministros de Zapatero…–”. Ahora ya no es así: La Salle-Bonanova “es un colegio muy notable, lleno de buenos profesores, pero entonces era espantoso”.
La Universidad fue un pasaporte al rojerío. Empezó con el Felipe, pero se pasó a Bandera Roja. “En aquellos momentos, ser comunista en Barcelona era como ahora ser independentista, una manera de tocar los huevos. Eso dura lo que dura la juventud”.
–¿Quiere decir que Artur Mas es joven?
“Mas forma parte de una mafia de sirvientes de las cien familias que han tenido en sus manos Cataluña”
–Mas forma parte de una mafia de adultos que son sirvientes de las cien familias que han tenido en sus manos a Cataluña desde el barroco. Apenas han cambiado: se integraron dos o tres familias franquistas extranjeras, por decirlo así, pero, en realidad, Cataluña ha sido siempre la finca de cien familias. Siguen siendo las mismas. Y Mas es uno de sus empleados, se le ve, además. Es un empleado de funeraria fina.
En la Universidad de Barcelona empezó Arquitectura, “por mi padre, claro…”. Dos cursos después se largó, y empezó Periodismo. Para hacer Periodismo había dos alternativas, Madrid y Pamplona. Los padres dijeron: “A Pamplona, allí te meterán en cintura los del Opus… Lo que no podían imaginar era que eso mismo lo pensaban todas las familias que tenían un vástago difícil, y allí nos juntamos lo peor de España”. Eran delincuentosos “y hacíamos barbaridades. Nos divertimos muchísimo; tuvimos la suerte de que el director de la Escuela de Periodismo –Ángel Benito– era una excelente persona y alguien memorable en mi vida. Nos lo perdonó todo”.
A los dos años se fue a Madrid a buscar trabajo; entonces florecía la industria editorial, y Jaime Salinas (Alianza, luego Alfaguara) le encargó informes, lecturas… Era la juventud, “pero nos engañaron”. “Lo bueno empieza cuando tienes 50, y a los 60, todo te importa un pito, te basta solo con ver una cara para decir: ‘Sé exactamente cómo es este, ¡incluso podría asegurar qué verduras come!”.
En Madrid acabó Periodismo e hizo Políticas, en Barcelona, Filosofía. Profesores suyos fueron José María Maravall, Antonio Elorza, José Manuel Blecua, Jordi Llovet, José Carlos Mainer… “¡Eran todos más jóvenes que yo, por eso aprendí tanto!”.
A los 17 años había dejado “el archipiélago de la infancia y la juventud”; el primer vuelo fue a Londres, con su amigo Javier Fernández de Castro, “a fregar platos”. Durmieron, para estrenarse, con los sin techo, “nos despertamos y vimos pasar a unas niñas preciosas vestidas con tutú y dando saltos… Fue lo primero que vimos; era un local de baile para niñas, y por la noche dormían los vagabundos…”. Trabajaron enseguida en un restaurante de lujo que les pagaba con las sobras de los platos y, además, 10 libras a la semana. En un tugurio de nombre francés coincidieron una noche con los Rolling Stones. Era 1962, más o menos.
“Lo bueno empieza cuando tienes 50, y a los 60, todo te importa un pito”
–¿Y cómo fue volver a este país, entonces ceniciento?
–Se ha exagerado mucho sobre la tristeza del franquismo en esos años. Sí, fueron horrorosos los cuarenta y cincuenta; pero, a partir de los sesenta, el régimen cedió mucho terreno. Se publicaba mucho libro marxista y comunista sin problema. Los adolescentes hacíamos lo mismo que los de Londres o París, bailábamos con los Rolling y con los Beatles, empezábamos a probar alguna extraña droga, muy poca, y éramos estúpidamente irresponsables, y no solo en Barcelona, aunque en Barcelona más, eso es cierto. ¡Y en el País Vasco los niños ya estudiaban en ikastolas!
Algo que, dice, nunca le perdonará a Convergència: “Que haya convertido una ciudad europea como Barcelona en una capital de provincias”. “La vida para los jóvenes no era desagradable, y los que nos metíamos en política sabíamos que quienes pasaban peligro de verdad eran los obreros. Nosotros, no… Jordi Pujol quiere convertirse en un héroe porque pasó dos meses en la cárcel, cuando casi todo el mundo pasó algún rato en los calabozos, no se salvó nadie. Pero los que realmente murieron en comisaría fueron obreros”.
Madrid era una ciudad “de curas y militares”, Barcelona se había salvado “del núcleo duro del poder”; Madrid era “tristona, una ciudad con una enorme represión… Barcelona sí era europea, “¡y americana!”, pero en este momento “han echado a perder esa diferencia, Madrid es ahora infinitamente más europea que Barcelona”.
París fue el otro vuelo. Las clases informales de Agustín García Calvo, el encuentro con Ferrán Lobo (“su muerte fue la mayor pérdida: era el maestro de todos nosotros…”), Víctor Gómez Pin. ¿Y los padres, mientras tanto? Hasta los 30 años, Azúa no volvió a tener apenas relación con ellos. “Durante mi niñez y mi juventud he sido muy idiota, he hecho cosas muy idiotas… No me arrepiento de nada, porque los nietzcheanos tenemos prohibido arrepentirnos. Solo me arrepiento de un pecado que me llevaré a la tumba. En eso soy como mi padre; él tenía un secreto que se llevó a la tumba: cómo era su traje de primera comunión…”.
–¿De ahí viene la raíz de su rebeldía?
–Sí, era muy autoritario, nos llevábamos muy mal, tuvimos muchos conflictos, no volvimos a hacer las paces hasta pocos años antes de que él muriera. Yo tenía ya 50 años.
–¿Qué efecto ha tenido esa rebeldía?
–Rocé la delincuencia; pude haber acabado mal. Me salvó gente como Ángel Benito, que sabía algunas de mis truculencias, pero me perdonó… Poco a poco se me fue calmando esa rabia y fui entrando en razón. Pero desde esta experiencia, mi consejo a los chicos: váyanse de casa a los 17. Te darás cuenta de que te puedes organizar sin ayuda, y te hará desconfiar de todo lo que sea colectivo. Eso de papá Estado se va de la cabeza. Y el Estado siempre es nefasto, sea el que sea.
Al padre lo fueron sustituyendo figuras como Barral (“un hermano mayor”), Benet, Hortelano, Ferlosio… Y, al propio Azúa, alguna vara mágica le ha compuesto una cara feliz. “La felicidad, no te engañes, es un invento de la banca… Las personas dichosas o joviales solemos ser muy críticas, y a veces la gente se confunde y cree que somos aguafiestas, cenizas… Justamente porque estamos viviendo continuamente la fiesta nos preguntamos por qué no hacen más fiestas, por qué le tienen miedo a la fiesta…, por qué las propuestas son tan tristes, tan menesterosas y tan funcionariales…”.
Esas tres palabras le llevan a Cataluña otra vez. “Está dejando de ser mi obsesión. La quería mucho, me parecía que era el lugar que realmente podía desarrollarse de verdad después de la muerte de Franco, dar dirección al país. Y se ha hundido. Ahora es una provincia maleducada. Con la propuesta que están haciendo (¿no se les ocurre algo más moderno, más interesante, más jovial, desde luego más libre y más justo?) están intentado hacer exactamente la España de Franco, rehacerla allí exactamente igual, con listas negras, con represiones lingüísticas, con toda la simbología sagrada. Por eso, a veces, parecemos unos cenizos, pero es todo lo contrario”.
Dice de este momento: “Si esto fuera Finlandia, me daría igual, pero en un país como este en cualquier momento se enciende la mecha, es un país de bomba de mecha… Me da igual que los amos sean del PP, del PSOE, de IU o de Convergència, me da la impresión de que hay una irresponsabilidad gigantesca. Y no veo cómo se puede resolver”.
–¿Hay una luz?
–Sí, hay una, aunque España no es un ejemplo. Inglaterra es un país donde al final se acaba negociando; pero en España, no, al final se rompe la negociación y van a puñetazos. Pero la esperanza es que, en treinta años de democracia (y no es que la democracia española sea excesivamente democrática), algo hayamos aprendido, y a lo mejor no acabamos a tiros, aunque la dirección que llevamos es para acabar a tiros.
Difícil transcribir una sonrisa tras ese pronóstico. Así que le pregunto si, en efecto, los chicos tienen que volar, como él, a los 17.
–Sí, sí, a los 17. Pero ahora, a poder ser, a los 16.
Entonces ríe Azúa. Su risa, de niño malo, todavía.
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