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LA CUARTA PÁGINA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Abajo no está arriba, ni arriba está abajo

Quienes dirigen el mundo han acabado por robarnos el juicio y las palabras. Se divierten con ellas y nos subvierten su significado. Esta tergiversación de ideas, sujetos y verbos impregna todo lo que tocamos

José María Izquierdo
ENRIQUE FLORES

Vemos a José K. inmerso en un trabajo que ahora conoceremos, más concentrado y afanoso que nunca, sin prestar atención a su emisora de siempre, rumor de fondo en su costroso transistor. Ha optado por quedarse en la mesa de la cocina —única, por otra parte— en el muy modesto tabuco en el que agota sus años de vejez. Íngrimo en su rincón, alejado de ruidos externos perturbadores, nuestro hombre avanza en su labor. José K., impactado por esta vuelta al siglo XX, o quizá al XIX, o al XVIII, o incluso al XVII o el XVI, a los que nos lleva el ministro Wert y su vuelta a la asignatura de religión, ha decidido preparar un esquema para un próximo libro sobre la materia que se podría dar, por ejemplo, en todos los centros de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Ya lleva pensados algunos capítulos. Tal que la Historia del Vaticano. Ha quedado para más adelante la descripción sobre algunas fruslerías recientes como la del banco Ambrosiano y el ahorcamiento de Roberto Calvi, que se ha quedado enredado José K. en aquellos memorables días en los que los cardenales, directamente, se asesinaban los unos a los otros mientras ponían al frente de la Iglesia a hijos, hijas, queridas y mantenidos. Otro capítulo entretenido podría tratar sobre la Santa Inquisición, métodos y utensilios de tortura, tan eficaces para arrancar senos, romper brazos o arrancar jirones de carne con el misericordioso fin de salvaguardar la fe verdadera: los aplastacabezas, la bota española, el cepo, la cuna de Judas, la silla del interrogatorio, el potro. Por último, está pensando en cómo explicar con detalle el impúdico apoyo de la jerarquía católica a la mugrienta cruzada de Francisco Franco, aquel glorioso general que tras fusilar a miles de españoles entraba en las catedrales bajo palio y al que los cardenales rendían pleitesía medieval. ¡Claro que es conveniente que nuestros infantes estudien tan piadosas gestas!

La sintonía del boletín informativo le saca de su ensimismamiento, cual perro de Pavlov, y presta oídos a la actualidad. En mala hora lo hiciera, que otra vez se le revuelven los higadillos y la pajarilla se le arrebola por los adentros. Porque quienes dirigen el mundo han acabado por robarnos, además, el juicio y hasta las palabras. Se divierten con ellas y nos subvierten su significado para que justicia siempre sea lo que les beneficia a ellos y delito lo que a ellos les perjudica. La misma piedra es una joya cuando sale de sus manos, y un simple pedrusco cuando llega a las tuyas. De su lado los campos feraces, del nuestro el barbecho. La culpa, finalmente, como el fracaso, son siempre nuestros, que la recompensa y el éxito siempre premian a los suyos.

José K. quiere que la asignatura de religión incluya la Inquisición
y el apoyo a Franco

De Wert y la asignatura de Religión, verbigracia, hablábamos. ¿Es una muestra de arcaico y retrógrado clericalismo esa imposición? No, en absoluto. Es anticlericalismo rancio y añoso oponerse a ella. ¿Queda claro? Este malabarismo de conceptos, esta tergiversación de ideas, sujetos, verbos y predicados impregnan todo lo que tocamos. ¡Cómo será de obvio y manifiesto el hurto, la ratería, el latrocinio, que hasta una princesa —¡una princesa, allá en las alturas!— se ha dado cuenta de la existencia de tanto vampiro!

Insta José K. a seguir el razonamiento de Slavoj Žižek a propósito de la condena en Rusia a las Pussy Riot: “Hay dos tipos de cinismo, el cinismo amargo de los oprimidos que desenmascara la hipocresía de aquellos en el poder, y el cinismo de los propios opresores que violan abiertamente sus propios principios proclamados”. ¿Piden ustedes muestras? Con gusto. Fíjense qué enorme violencia la de esas decenas de ciudadanos que se acercan —solo se acercan— a la vivienda del señor ministro de Justicia a pegarle cuatro gritos y enseñarle unas pancartas. Intolerable, claro: una terrible coacción a la libertad del ministro y de su familia. Por contra, cuánta paz encierra la decisión de Alberto Ruiz-Gallardón de negar a la madre que haga lo que crea conveniente con su vientre. Qué ausente de violencia se muestra la decisión del ministro y todo el Gobierno de obligar a esa madre a convivir —ya sea un día o 30 años— con un ser no querido, haya nacido o no con tal o cual enfermedad. ¿Esos católicos que tanto presumen de amar y respetar al prójimo, por qué obligan —sí, obligan con la violencia de la ley— a tener que aceptar sus creencias sobre algo tan alejado de las competencias de los obispos como la biología? Porque el adusto Antonio María Rouco Varela no parece ser un experto investigador de zigotos, mórulas, blástulas y embriones.

¿Cómo es posible que luzcan como grandes genios de las finanzas esos egresados de carísimas escuelas de negocios, que día sí y otro también inventan productos financieros a cuál más complejo para que los bancos que les pagan —con obscena generosidad— puedan engañar más y mejor a sus usuarios y guapear sus socaliñas? ¿Por qué la culpa es del incauto endeudado que se pringó de por vida, se pregunta José K. al borde de la apoplejía, y no del delincuente que vendía basura envuelta en papel dorado? Loado y listísimo quien vendió engaños; culpable, malquisto y bobón quien los compró. Con gran dolor ha observado nuestro hombre que los segundos andan ahora rebuscando yogures caducados en las basuras de los supermercados, mientras los primeros siguen mandando, dirigiendo y ordenando la circulación. Y además, insultan a los más angustiados y empobrecidos: manirrotos, les dicen. Imprudentes, les afean.

Lucen como genios de
las finanzas quienes inventan productos para engañar a los usuarios

Así llegamos a que los jubilados sean unos insensatos que ponen en peligro el equilibrio financiero del mundo occidental porque piden, gentuza insolidaria, que no les bajen su ya magra pensión o, al menos, que se ajusten a la subida del IPC. Pero en cambio, qué injusto y disolvente —cosas de rojos irredentos— exigir, supongamos, una tasa a las operaciones financieras, una décima de más en las Sicav, o un mayor control fiscal a las grandes fortunas. ¿Qué tal si apretamos un poco las desorbitadas ganancias de ciertos empresarios textiles —espejos de emprendedores— que hacen blusitas en edificios infectos de Bangladesh? Ya sabe José K., ya, que es muy feo decir estas cosas. Una grosería, una muestra de intemperancia. Lo que le asombra es que sea mucho peor denunciar el crimen que cometerlo. Porque los culpables, no hay más que tener ojos, son quienes promueven o mantienen con su acción o falta de ella, tantas y tantas injusticias. Y no, en absoluto, los damnificados por ellas o quienes, adoloridos, claman contra tanta infamia.

Y ahora, en medio de todos estos desmanes, surge un doloroso trabajo extra, que hay que ver lo acongojados que están Gobiernos y banqueros porque acaban de descubrir que en el mundo existen, qué sorpresa, ciertos lugares de nombres encantadores donde unos desaprensivos depositan miles de millones de euros, sin pagar por ellos ni un céntimo en impuestos ni cosa que se le asemeje. Los llaman, qué bonito, paraísos fiscales. Y es allí donde al parecer, los pobres del mundo guardan sus ahorros. ¡Cuánto trabajador, cuánto pequeño empresario, cuánto autónomo esconde sus miles de millones en las islas Jersey, por citar una simpática localización! Avariciosos y canallas que privan a sus conciudadanos de unos impuestos que permitirían, por lo menos, acabar con la pobreza.

Porque quién va a creer —anatema— que son esos mismos banqueros y esos mismos gobernantes que tanto sufren —pobres— y que tanto se preocupan por nosotros, los culpables de esa infamia, de esa indecencia cósmica. Oh, no, de ninguna manera, se dice José K., sonrisa de hiena, que anoche, antes de poner término al detallado libro para Wert, había echado un vistazo, una vez más, a su muy querida Alicia:

—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca.

—Oh, eso no lo puedes evitar. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

-—¿Cómo sabes que yo estoy loca?

—Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí.

(Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll).

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