El asalto a la sanidad pública
Por amplia que sea su mayoría, un partido no puede desmontar un sistema de salud
Tras algunas vicisitudes, en febrero de 1908 se crea, de la mano de Antonio Maura y con la rúbrica del rey Alfonso XIII, el Instituto Nacional de Previsión (INP), la primera institución oficial encargada de la seguridad social y asistencia sanitaria en España. El régimen franquista implanta en 1944, dependiendo del INP, el Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE) para los trabajadores con rentas más bajas, que va ampliando en sucesivos años sus prestaciones en lo que se conocería como la Seguridad Social. Los Pactos de la Moncloa terminan en 1978 con el INP para transformarlo con una voluntad de mejor control, racionalización y especialización en distintos organismos autónomos: INSALUD, INSS, INSERSO, ISM y la Tesorería General de la Seguridad Social. En 1981 se inicia, hasta su culminación en 2001, el proceso de transferencias de los servicios de sanidad a las CC AA, anotándose en 1986 la promulgación de la Ley General de Sanidad por el Gobierno de Felipe González, colofón de un recorrido centenario hacia un sistema sanitario público, universal y accesible para todos los españoles.
Con un PIB muy inferior al actual y las aportaciones de muchas generaciones fue posible construir, incluso a la sombra tenebrosa de la dictadura, el edificio abierto de una sanidad pública ejemplar. No es legítimo, y estoy por asegurar que tampoco es legal (Ley General de Sanidad, título IV, capítulo II —de las Entidades Sanitarias— artículo 89- 94) que en una legislatura un Gobierno y un solo partido político, por mucha mayoría que les asista, pero en contra de todos los estamentos sociales y médicos, pueda desmontar un sistema de salud urdido dispensario a dispensario, hospital a hospital, persona a persona.
De hecho, tanto UPyD como el PSOE han presentado recursos ante el Constitucional contra la privatización de los hospitales madrileños. Se alega la vulneración reiterada del derecho a la participación en los asuntos públicos de los representantes políticos, la ausencia de otras alternativas y de análisis sobre las consecuencias económicas, jurídicas y de competencia, la ausencia de un estudio riguroso que asevere el cambio y su debate, etcétera. Mientras tanto, sorprende el desprecio ante los cientos de manifestaciones, paros y jornadas de huelga del personal sanitario en toda España, tanto como el impudor de las conexiones entre miembros y familiares de la cúpula política y varias de las empresas relacionadas con las privatizaciones.
Adeslas se lanza en 1998 a construir y gestionar en Alzira un hospital público a cambio de una cuota por habitante asignado (la conocida después como “cápita”), que abona la Administración autónoma. El experimento no sale bien y en 2003 debe acudir al rescate la Generalitat Valenciana, que paga los platos rotos y vuelve a sacar a concurso la gestión privada del hospital. La misma concesionaria se hace cargo en condiciones más favorables: un aumento considerable de la “cápita” y la inclusión de la Asistencia Primaria, que actúa de filtro y control de los mayores gastos de la especializada. El caso Alzira serviría de banco de pruebas, ofreciendo claves interesantes para el negocio en la redacción de los sucesivos Pliegos de cláusulas administrativas.
Sorprende el desprecio ante las manifestaciones del personal sanitario
Así se abre la veda a la fiebre privatizadora y en los años siguientes se producen curiosos traslados de responsables políticos al ámbito privado, además de compras, ventas y absorciones del lado del capital. Como todavía el sistema financiero gozaba de buena salud y las cajas actuaban de brazo clientelar del partido en el poder, tanto Bancaixa como la CAM entraron como socios en distintas operaciones (Bankia y Banco Sabadell tienen el 50% de Ribera Salud). Las hemerotecas tumban el torpe argumento que achaca a la crisis la necesidad imperiosa de privatizar la sanidad.
La foto-finish de la última década registra la entrada del capital riesgo y la toma de posiciones de las aseguradoras médicas privadas en el proceso, con la tranquilidad de que la propia FAES (el conocido think tank del PP) ha elaborado el documento transformador de nuestro Servicio Nacional de Salud y sabiendo que el control político garantiza maniobrar sin estorbos. La opción es entrar en un negocio con ventas aseguradas, sea cual sea la evolución de la coyuntura económica, con amplios márgenes de aprovechamiento de economías de escala y la aplicación de un neoliberalismo radical. Y si las cosas van mal, la responsabilidad subsidiaria corre a cuenta de la Administración del Estado, que tendría que acudir al socorro de los enfermos, como así ha sucedido en otras ocasiones.
Curiosamente, son los fondos de capital riesgo los que van ganando la partida, teniendo activos y sedes que radican fuera de España y dinero fundamentalmente de origen británico. El resultado es que perdemos de vista (desgravaciones, sociedades interpuestas, paraísos fiscales…) el lugar de tributación de los beneficios y que una parte de nuestro PIB menguante y de las cotizaciones de todos al sistema sanitario se escapa fuera.
Los familiares de la cúpula política se benefician de las privatizaciones
Por una cuestión de principios, como es colocar el beneficio por delante de la salud de los ciudadanos y la cuestionable legalidad de la operación privatizadora, la apuesta de los fondos de capital riesgo no parece muy inteligente, y tarde o temprano tendrán que bajarse de este tren por la imagen negativa que proporciona, la creciente sensibilidad popular hacia el funcionamiento de los servicios sanitarios y las predecibles demandas ante los tribunales por la merma de calidad de estos.
¿Y por qué se ha puesto el acento en la externalización de los hospitales madrileños? Evidentemente, lo primero es tener el control político, y asegurado este, cuenta el número de habitantes atribuidos a cada hospital, que multiplicado por la “cápita” da por resultado unas cifras cuantiosas para los hospitales madrileños. Otra cosa a preguntarse es quién avala el censo actualizado de potenciales usuarios (y su cualidad) o, sobre todo, cómo se fija el gasto medio per capita. De los hospitales sacados a concurso en la Comunidad de Madrid, la Asociación de Facultativos Especialistas (AFEM) ha señalado un sobrecoste de 100 euros por persona.
Aunque el compromiso fijado en los pliegos suele contemplar el mantenimiento del personal fijo, el respeto a las condiciones de los internos y el mantenimiento de los eventuales, lo cierto es que la legislación actual permite en pocos meses su menoscabo, demostrado en el hospital Puerta de Hierro de Majadahonda: una reciente nota periodística daba cuenta del despido de 220 empleados fijos y 180 internos.
Resumiendo, la máquina privatizadora del PP se está mostrando imparable, sorda ante las protestas sociales y los argumentos del sector. Las alarmas deben permanecer encendidas ante la posible ilegalidad de ceder un bien público, un hospital en funcionamiento, que se expropia temporalmente por 8, 10 y hasta 20 años —según los casos—, sin coste de traspaso en cuanto a instalaciones y aparatología, con el pago seguro por la Administración de una “cápita” ni siquiera debatida o explicada en el órgano de representación democrática de los ciudadanos. Creemos que es un tremendo error histórico desmantelar, aun con todos sus defectos, uno de los mejores logros de nuestro recorrido democrático: la sanidad pública.
Pedro Díaz Cepero es sociólogo.
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