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Las fronteras que derribamos

Recorremos 16.500 kilómetros de fronteras europeas hoy desaparecidas Un viaje por el gran sueño de un continente en paz

Guillermo Altares
Vista de Alemania (al fondo) desde Alsacia (Francia). Una de las líneas más sangrientas del contiente hoy cubierta por el bosque
Vista de Alemania (al fondo) desde Alsacia (Francia). Una de las líneas más sangrientas del contiente hoy cubierta por el bosqueValerio Vicenzo

En su pequeño y cálido apartamento de Liubliana, una encantadora jubilada de 86 años, Ana Ponikvar, fue capaz de resumir la historia de Europa con una sola frase: “He vivido en siete países sin moverme de aquí”. Nació en 1918, poco antes de la desaparición del Imperio Austrohúngaro. Al poco tiempo se creó el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, que se convirtió posteriormente en el Reino de Yugoslavia. Durante la II Guerra Mundial, Eslovenia fue invadida por Italia y Alemania. Al final del conflicto, Tito creó Yugoslavia, que se desintegró en 1991, y Ponikvar se convirtió en ciudadana eslovena. Cuando tuvo lugar la conversación, en la primavera de 2004, estaba a punto de estrenar un nuevo pasaporte, con la entrada de Eslovenia en la UE. La historia de Europa es la de sus pueblos y sus fronteras, que rara vez coinciden. “Europa siempre fue un laberinto y una mezcla de lenguajes, religiones, pueblos y naciones”, escribió el gran historiador Tony Judt. Solo la desaparición de las fronteras puede enterrar conflictos que parecían imposibles de resolver.

Ahora que la Unión Europea padece una crisis de una profundidad inusitada y que muchas voces ponen en duda la supervivencia de uno de sus mayores logros, la moneda única, no está de más recordar que en 1989 todavía existía un Telón de Acero que partía Europa en dos, y diez años antes era necesario un pasaporte para salir de España (y a veces, camelarse también a los guardias). Durante el siglo XIX y la primera parte del siglo XX, Estrasburgo era un símbolo de la disputa territorial entre Francia y Alemania, un conflicto que se encuentra en el corazón de dos guerras mundiales; ahora es el emblema de las instituciones europeas. La UE es uno de los grandes logros de la historia, la mayor unión de países que luchan por unas instituciones comunes y que han renunciado a los dos principales signos de identidad de cualquier país: su moneda y sus fronteras. Y eso es algo que no ha ocurrido en ningún otro lugar del mundo. Canadá, México y Estados Unidos forman una poderosa unión comercial, pero ninguno de ellos ha abandonado sus fronteras.

El acuerdo de Schengen, firmado en 1985 y que actualmente integra a 26 países (incluyendo a Islandia, Noruega y Suiza, y sin contar con Bulgaria, Chipre y Rumanía, que ya lo han firmado, pero a los que todavía se aplican restricciones), ha borrado 16.500 kilómetros de fronteras, que el fotógrafo Valerio Vincenzo ha recorrido en busca de lo que algunas veces fueron muros infranqueables y ahora son apenas un recuerdo. En Los ángeles que llevamos dentro, un desafiante libro que acaba de publicar Paidós en castellano, Steven Pinker demuestra que vivimos en la época menos violenta de la humanidad. Este profesor de Psicología de Harvard recuerda que ese avance queda reflejado precisamente en la desaparición de barreras físicas en el continente, con la paulatina creación de Estados poderosos frente a baronías y reinos de Taifas en constante conflicto: “Europa tenía en el siglo XV 5.000 unidades políticas diferentes; 500 en los tiempos de la Guerra de los Treinta Años, al comienzo del siglo XVII; 200 durante las guerras napoleónicas, en el siglo XIX, y menos de 30 en 1953”. Desde entonces, sobre todo tras la desaparición del bloque soviético, han nacido unos cuantos Estados; pero, curiosamente, han desaparecido muchas fronteras.

A mediados de los años ochenta, recorrer Europa en InterRail –que ha hecho tanto por el europeísmo como las becas Erasmus, aunque con menos reconocimiento público– requería una buena mochila, un saco, un estómago a prueba de bombas, pocos escrúpulos a la hora de dormir en un albergue o en un tren mugriento, un pasaporte con visados preparados y paciencia para padecer largos registros aduaneros en cuanto se abandonaba el cogollo de Europa.

La desaparición de las aduanas ha creado una zona de intercambios y cruces, una especie de limbo

Cruzar la frontera entre la Checoslovaquia comunista (actualmente, la República Checa y Eslovaquia, ambos países miembros de la UE y del espacio Schengen) y Austria era todavía en el verano de 1989, unas semanas antes de la caída del muro de Berlín, sumergirse en la guerra fría. El tren, aquellos viejos, demacrados y sucios trenes de Europa del Este, se detenía a veces durante horas poco antes de llegar al puesto fronterizo. El desfile de policías con aspecto de malos de película de James Bond era constante. Mientras que a los escasos viajeros occidentales los dejaban más o menos en paz, aunque registraban sus pertenencias con minuciosidad, los checos eran muchas veces llevados fuera del compartimento para ser interrogados a fondo. No se cambiaba de país, se cambiaba de mundo. Fuera patrullaban más agentes y, antes de que el tren partiese, inspeccionaban bajo los vagones en busca de posibles fugitivos. Cuando la locomotora volvía a arrancar, la sensación de alivio era general. Hoy, aquella frontera sencillamente no existe, como tampoco existe el muro que separaba Eslovenia de Italia, uno de los puntos más conflictivos del continente durante décadas.

Trieste es una bella, un poco decadente y conservadora ciudad del norte de Italia. Es conocida por sus cafés y su tradición literaria (Rilke, Joyce, Svevo, Magris). Fue la gran salida al mar del Imperio Austrohúngaro, un puerto franco en el que convivían tantas nacionalidades que en tiempos de los Habsburgo la ley se imprimía en diez lenguas diferentes, desde el griego hasta el esloveno, el hebreo o el italiano. Sin embargo, al final de la II Guerra Mundial, la disputa por Trieste estuvo a punto de desencadenar una guerra entre Italia y Yugoslavia. Como explican Angelo Ara y Claudio Magris en su historia de la ciudad (Trieste, Pretextos), solo el interés occidental por evitar la apertura de un conflicto con Tito, que se había desmarcado de la URSS y del Pacto de Varsovia, impidió que el asunto fuese a mayores. Pese a las gestiones diplomáticas, en el otoño de 1953 se produjeron movimientos de tropas a ambos lados de la frontera y luchas étnicas entre italianos y eslovenos con seis muertos. Hasta 1975 no se alcanzó un acuerdo definitivo sobre unas fronteras que, desde la entrada de Eslovenia en Schengen, han desaparecido. Además, como los límites se han movido tantas veces a lo largo de la historia reciente y hay poblaciones de las dos nacionalidades mezcladas, en este caso, el paso de un lado a otro apenas se percibe.

Porque el final de las barreras físicas no significa que se hayan borrado las diferencias. En algunos casos, porque son ríos, como el Danubio o el Rin, que han servido de fronteras desde la antigüedad, o cordilleras montañosas, como los Alpes, los Cárpatos o los Pirineos. Pero incluso en las grandes llanuras sin obstáculos de Europa central, las diferencias aparecen rápidamente. Al cruzar desde España hasta Francia por Irún, desde el País Vasco español al francés, ya ni siquiera quedan las antiguas aduanas en la autopista, como máximo, algún agente en el peaje, que además se paga con la misma moneda a uno y otro lado de la raya. Aunque muchísimas cosas son diferentes: en apenas unos kilómetros cambian las radios, las compañías de móviles, el idioma, el paisaje, las casas, la policía. A veces hasta cambia la hora. Pero la desaparición de las aduanas ha creado una especie de limbo, una zona de intercambios y cruces, algo que no es ni de lejos nuevo en la historia de Europa.

"Europa siempre fue un laberinto y una mezcla de lenguajes, religiones, pueblos y naciones", dijo Tony Judt

El historiador británico Philip Parker realizó un apasionante recorrido por las fronteras de Roma en su momento de máximo esplendor, El Imperio se detiene aquí. Un viaje por las fronteras del mundo romano (The Empire stops here. A journey along the frontiers of the Roman world, Pimlico), cuando Europa también estaba unida bajo un mismo estandarte. Parker explica el concepto que los romanos tenían de un limes (frontera) y es curioso cómo tiene mucho que ver con las separaciones actuales dentro del espacio europeo. “Es un término que generalmente utilizan los historiadores y arqueólogos modernos para describir las fronteras del Imperio y, específicamente, aquellas que estaban defendidas activamente por fortificaciones o por una red de ciudades fortificadas. En realidad, en su origen se refería a una vía que utilizaba el Ejército para sus comunicaciones o para sus incursiones en territorio desconocido. Entre los siglos I y III después de Cristo comenzó a usarse para describir las fronteras terrestres del Imperio, pero no en el sentido actual de líneas en un mapa que separan abruptamente áreas delimitadas de control político; era un concepto mucho más flexible. Había, incluso, ciudades más allá de esos límites, y solo con el Imperio Persa existían tratados que delimitaban las fronteras y los intercambios a través de ellas con precisión”.

Luis Carandell y Eduardo Barrenechea escribieron en 1973, antes de la revolución de los claveles, primero como reportaje para el diario Informaciones y luego como libro para la editorial Cuadernos para el Diálogo, un clásico olvidado del periodismo español: La raya de Portugal. La frontera del subdesarrollo. “Viajamos en el Renault Cuatrolatas que yo tenía entonces”, narra Carandell en sus memorias, Mis picas en Flandes (Espasa), en las que recuerda que raya, según la RAE, es sinónimo de frontera. “Fueron más de cinco mil kilómetros de recorrido para conocer el país que se extiende a ambos lados de la frontera hispano-portuguesa. Digo país porque las tierras de acá y de allá de la raya tienen muchas características comunes que les dan personalidad propia en el conjunto de la península Ibérica”. Ese país de la frontera que describían Carandell y Barrenechea, con sus fortificaciones reflejo de tantos años de guerras, y a la vez con sus intercambios constantes, parece ahora mismo irreal: en aquellos tiempos, el temor al movimiento de ideas “disolventes y perniciosas” sellaba los puestos a las nueve de la noche. Sin embargo, el país existe: hay algo diferente, único, en esos lugares donde alguna vez hubo aduanas, incluso muros y alambradas. Quizá porque allí empieza un nuevo territorio que es a la vez distinto y cercano, seguramente porque en esas líneas, ahora desaparecidas, nació la UE: allí, en el país de la frontera, desde los tiempos de los romanos y sus limes, los europeos tuvieron la certeza de que los intercambios son mucho más provechosos que las guerras.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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