Generosos y tacaños
Soy poco generosa con esas personas que hablan demasiado y acaparan el tiempo de los otros
Con los años voy construyéndome un manual de psicología basado en la observación minuciosa de los seres humanos. A unos les da por los insectos; a otros, por la Vuelta Ciclista; a otros, por las plantas. Yo miro a mis semejantes: miro, escucho, pregunto. Tan raro suele ser sentir interés real por los otros que a veces noto que esos otros se me ponen en guardia, como si sintieran que pretendo sacarles una información valiosa. Y no. Las vidas privadas en sí me interesan poco. Y menos para divulgarlas. Es una curiosidad en estado puro. Si acaso tendrá cierta utilidad a la hora de construir personajes de ficción. Como los seres humanos somos muy repetidos, he observado que suelen ser los tacaños quienes hacen más gala de su generosidad. No porque intenten exagerar lo poco que dan, eso es lo que yo pensaba antes; el mecanismo mental es otro: aquello de lo que se desprenden, por ridículo que sea, siempre les parece mucho, y esto les empuja a comunicarlo continuamente, para sentir recompensado ese brote inaudito de generosidad a fuerza de prestigio.
Escribo sobre los tacaños y me doy cuenta de que no me incluyo en el grupo, tal vez porque inconscientemente siempre relacionamos la generosidad con lo material y es en ese terreno en el que me considero más desprendida, pero hay otros… Hay otros aspectos en los que siento que la vida me va haciendo menos generosa. Con el tiempo, por ejemplo. Cuando una persona no entiende que mi trabajo precisa tiempo, como el de un médico o el de un profesor, me entra una furia sorda, que no sé cómo canalizar. O en esos días en los que sientes que se te exige demasiada presencia por aquello de tener un oficio público. O con esas personas que hablan demasiado y acaparan el tiempo de los otros y te roban la energía y te irritan. Los años van aumentando mi impaciencia y la sensación permanente de que no hay tiempo que perder, y menos con los ladrones de tiempo.
Los padres de acogida son más aconsejables que los centros de menores. Una familia siempre es mejor
El sábado pasado, mientras iba en tren a Valladolid, pensaba de manera muy precisa en estas cosas. Iba a apoyar con un pequeño discurso a aquellas personas que han decidido ceder gran parte de su tiempo, es decir, de su vida, a seres vulnerables que no conocen y a los que no les atan lazos familiares. Así que yo, que tantas veces me tengo por generosa, asistía en calidad de admiradora o en calidad de roñosa, para decirlo con propiedad. La Cruz Roja homenajeaba a los padres y madres que acogen durante un tiempo limitado a bebés, niños o adolescentes, que luego deberán dejar en manos de familias de adopción o integrarlos en la vida adulta. Aprendí tantas cosas en ese encuentro que cuando me tocó clausurar el acto pedí disculpas por mi ignorancia. Aprendí, por ejemplo, que hace años se consideraba peligroso generar excesivos lazos de cariño con una criatura que no va a ser tu hijo; hoy se sabe que eso que llaman el “vínculo” es necesario en cualquier circunstancia, incluso aunque sea transitoria, y que los abrazos y el cuidado que recibe un niño cargan su batería emocional aunque sean dados por personas que el tiempo convertirá en pasado difuso. Ese cariño ha de proporcionarle al menor tres razones poderosas para enfrentar un futuro que será, sin duda, complicado: la de considerarse digno de ser querido, la de considerar querible a otros seres humanos y la de creer que la vida merece la pena. Parece simple, pero no lo es para un menor abandonado por padres biológicos que no pueden hacerse cargo de su cuidado. Los padres de acogida son más aconsejables que los centros de menores. Una familia siempre es mejor que una institución. Y más barata para el Estado, que les ayuda, por cierto, escasamente o nada, y eso que están haciendo un servicio que no solo repercutirá en el bienestar de esos niños, sino del país, porque disminuyen las bolsas de exclusión social, que es el peligro al que nos vamos a enfrentar si las comunidades comienzan a retirar subvenciones. Así ha ocurrido en Castilla-La Mancha, donde a partir de enero recortará la ayuda a los jóvenes desamparados a los que se les facilitaba una ayuda mínima para que aprendieran a ser autónomos y no anduvieran por ahí perdidos. Aún no está claro lo que ocurrirá con ellos en 2013. Veremos en lo que se convierte nuestro país en unos años.
Pero ahí están esas familias, resistiendo contra la adversidad, cediendo dinero, pero sobre todo tiempo, el tiempo de sus vidas, y a menudo el espacio de sus hijos propios, que también ejercen la generosidad compartiendo el cariño de sus padres con un extraño que desgastará durante un tiempo las energías de todos ellos: porque será bebé y les robará el sueño, porque estará enfermo y precisará cuidados especiales, porque reclamará de pronto la atención que nunca le han dado. Elena y Luciano, por ejemplo, llevan acogiendo muchos años, han criado junto a sus propios hijos a una criaturita con VIH, a otra con un problema mental, a bebés o a casi adultos. No parecen personas tristes, ni graves, al contrario, desearía que me hubieran cedido algo de su esencia vital para aliviarme del peso de ese tipo de personas cenizas que te dan el coñazo con problemas que no son tales.
El sábado recibí unas cuantas lecciones. La fundamental es que una siempre es menos generosa de lo que cree. Bueno es saberlo.
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