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Columna
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Ánimo

La inmolación de Amaya, el enorme dolor social, la rebelión ética de los jueces y la condena de Europa están empezando a poner coto al horrible abuso de los desahucios

Rosa Montero

Según la encuesta que sacó EL PAÍS el domingo, el 86% de los españoles tenemos en nuestra familia o círculo de amigos más cercanos a alguien en el paro. A veces, en los días peores, como hoy, me invade una sensación apocalíptica y me parece que esta crisis es una pandemia, una de esas pestes arrasadoras que cada vez van infestando a más personas, hasta alcanzarnos a todos y rebanarnos las piernas y el corazón.

Llevo tiempo pensando en escribir un artículo alegre que no mencione ni una sola vez la palabra crisis, pero ¿cómo hacerlo cuando esa crisis se agolpa alrededor? ¿Y cuando acaban de morir, abandonadas como perros, una madre y su hija discapacitada? ¿O cuando apenas han pasado cinco días desde que Amaya Egaña, la ex concejala socialista vasca, se tirara por la ventana al ser desahuciada? Lo cual, por cierto, me parece que fue un acto político. Abrió con el portero automático a los funcionarios del juzgado y se arrojó al vacío: no sólo había desesperación, sino también la determinación de hacer un alegato. Y ha servido para algo. La inmolación de Amaya, el enorme dolor social, la rebelión ética de los jueces y la condena de Europa están empezando a poner coto al horrible abuso de los desahucios. Pero esta batalla no ha hecho más que empezar: no sólo hay que seguir exigiendo que nadie más pierda su casa, sino que hay que hacer algo con las 400.000 familias que ya la han perdido y que, en muchos casos, siguen esclavizadas a sus bancos con deudas de por vida.

En fin, ni siquiera la Gran Peste de 1348, la más devastadora de la historia, acabó con los humanos. Somos bichos tenaces. No hay que resignarse: sigamos reclamando lo que es justo aunque sea con los corazones remendados y patas de palo. Ni un desalojo más. Saldremos adelante.

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