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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El joven Popper

PIEDRA DE TOQUE. En Viena hizo sus primeros estudios, descubrió su vocación por la investigación científica y militó en el socialismo más radical. Allí, aprendió a detestar el nacionalismo, una de sus bestias negras

Mario Vargas Llosa
FERNANDO VICENTE

Sin Hitler y los nazis Karl Popper no hubiera escrito nunca ese libro clave del pensamiento democrático y liberal moderno, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), y probablemente su vida hubiera sido la de un oscuro profesor de filosofía de la ciencia confinado en su Viena natal. Muy poco se conocía de la infancia y juventud de Popper —su Autobiografía (1976) las escamotea casi por completo— hasta la aparición del libro de Malachi Haim Hacohen, Karl Popper. The Formative Years 1902-1945(2000), exhaustiva investigación sobre aquella etapa de la vida del filósofo en el marco deslumbrante de la Viena de fines del XIX y los primeros años del XX, una sociedad multicultural y multirracial, cosmopolita, de efervescente creatividad literaria y artística, espíritu crítico e intensos debates intelectuales y políticos. Allí debió gestarse la idea popperiana de la “sociedad abierta” de la cultura democrática contrapuesta a las “sociedades cerradas” del totalitarismo.

Como desde la ocupación nazi de Austria en marzo de 1938 la vida cultural de este país entró en una etapa de oscurantismo y decadencia de la que todavía no se ha recuperado —sus mejores talentos emigraron, fueron exterminados o anulados por el terror y la censura— cuesta trabajo imaginar que la Viena en la que Popper hizo sus primeros estudios, descubrió su vocación por la investigación, la ciencia y la disidencia, aprendió el oficio de carpintero y militó en el socialismo más radical, era acaso la ciudad más culta y libre de Europa, un mundo donde católicos, protestantes, judíos integrados o sionistas, librepensadores, masones, ateos, coexistían, polemizaban y contribuían a revolucionar las formas artísticas, la música sobre todo aunque también la pintura y la literatura, las ciencias sociales y las exactas y la filosofía. Un libro recién traducido al español, de William Johnston, The Austrian Mind: An Intellectual and Social History 1848-1938 (1972) (El genio austrohúngaro. Historia social e intelectual 1848-1938), reconstruye con rigor esa fascinante Torre de Babel en la que precozmente Popper aprendió a detestar el nacionalismo, una de sus bestias negras a la que siempre identificó como el enemigo mortal de la cultura de la libertad.

Se opuso al sionismo y siempre pensó que la creación de Israel fue “un trágico error”

La familia de Popper, de origen judío, se había convertido al protestantismo dos generaciones antes de que él naciera en 1902. Su abuelo paterno tenía una formidable biblioteca en la que él, niño, contraería la pasión de la lectura. Nunca se consoló de haber tenido que venderla cuando se desplomaron las finanzas de su familia, que, durante su infancia, era muy próspera. En su vejez, cuando, por primera vez en su vida, recibió algo de dinero por derechos de autor, trató ingenuamente de reconstruirla, pero no lo consiguió. Su educación fue protestante y estoica, puritana, y, aunque se casó con Hennie, una católica, esa moral estricta, calvinista, de renuncia de toda sensualidad y autoexigencia y austeridad extremas, lo acompañó toda su vida. Según los testimonios recogidos por Malachi Hacohen, lo que más reprochaba Popper a Marx y a Kennedy, no eran sus errores políticos, sino haberse permitido tener amantes.

En la Viena de su juventud —la Viena Roja—, prevalecía un socialismo liberal y democrático, que propiciaba el multiculturalismo, y muchas familias judías integradas, como la suya, ocupaban posiciones de privilegio en la vida económica, universitaria y hasta política. Su precoz rechazo de toda forma de nacionalismo —la regresión a la tribu— lo llevó a oponerse al sionismo y siempre pensó que la creación de Israel fue “un trágico error”. En el borrador de su Autobiografía escribió una frase durísima: “Inicialmente me opuse al sionismo porque yo estaba contra toda forma de nacionalismo. Pero nunca creí que los sionistas se volvieran racistas. Esto me hace sentir vergüenza de mi origen, pues me siento responsable de las acciones de los nacionalistas israelíes”.

Pensaba entonces que los judíos debían integrarse a las sociedades en las que vivían, como había hecho su familia, porque la idea “del pueblo elegido” le parecía peligrosa. Presagiaba, según él, las visiones modernas de la “clase elegida” del marxismo o de la “raza elegida” del nazismo. Debió ser terrible para quien pensaba de este modo ver cómo, en la sociedad que creía abierta, el antisemitismo comenzaba a crecer como la espuma por la influencia ideológica que venía de Alemania, y sentirse de pronto amenazado, asfixiado y obligado a exiliarse. Poco después, ya en el exilio de Nueva Zelanda, donde, gracias a sus amigos F. A. Hayek y Ernst Gombrich, había conseguido un modesto trabajo como lector en la Canterbury University, en Christchurch, se iría enterando que 16 parientes cercanos suyos —tíos, tías, primos, primas—, además de innumerables colegas y amigos austriacos de origen judío, como él, y perfectamente integrados, serían aniquilados o morirían en los campos de concentración víctimas del racismo demencial de los nazis.

Este es el contexto que indujo a Popper a apartarse unos años de sus investigaciones científicas (antes de abandonar Austria había ya publicado Logik der Forschung (1935) (Lógica de la Investigación Científica) y prestar lo que llamaría su contribución intelectual a la resistencia contra la amenaza totalitaria. Primero fue La pobreza del historicismo (1944-1945) y luego La sociedad abierta y sus enemigos (1945). Malachi Hacohen traza una minuciosa y absorbente historia de las condiciones difíciles, poco menos que heroicas, en que Popper trabajó estos dos libros de filosofía política que le darían una celebridad que nunca imaginó, robando horas a las clases y obligaciones administrativas en la Universidad, pidiendo ayuda bibliográfica a sus amigos europeos, y viviendo en una pobreza que por momentos se acercaba a la miseria, ayudado por la lealtad y la entrega misioneras de Hennie, que descifraba el manuscrito, lo dactilografiaba y, además, lo sometía por momentos a críticas severas.

Su liberalismo es profundamente progresista porque está imbuido de una voluntad de justicia

Malachi Hacohen ha trabajado tanto en este libro sobre el joven Popper como éste en su investigación sobre los orígenes del totalitarismo en la Grecia clásica que, según él, arranca con Platón y llega hasta Marx, Lenin y el fascismo, pasando por Hegel y Comte. Y por momentos da la impresión de que, en el curso de esos años de intensa dedicación, fue pasando de la admiración devota y casi religiosa hacia Popper a un cierto desencanto, a medida que descubría en su vida privada los defectos y manías inevitables, sus intolerancias, su poca reciprocidad con quienes lo habían ayudado, sus depresiones y manías, su poca flexibilidad para aceptar la llegada de nuevas formas, ideas y modas de la modernidad. Algunas de estas críticas me parecen muy injustas, pero ellas no están demás en un libro dedicado a quien sostuvo siempre que el espíritu crítico es la condición indispensable del verdadero progreso en el dominio de la ciencia y en el de la vida social, y que es sometiendo a la prueba del examen y del error —es decir, tratando de “falsearlas”, de demostrar que son falsas— que se conoce la verdad o la mentira de las doctrinas, teorías e interpretaciones que pretenden explicar al individuo aislado o inmerso en la amalgama social.

Por otra parte, Malachi Hacohen deja claramente establecido, contra lo que se llegó a creer en los años de la Guerra Fría, que Popper era el filósofo nato del conservadurismo, sus tesis sobre la sociedad abierta y la sociedad cerrada, el esencialismo, el historicismo, el Mundo Tercero, la ingeniería social fragmentaria, el espíritu tribal y sus argumentos contra el nacionalismo, el dogmatismo y las ortodoxias políticas y religiosas, cubren un amplio espectro filosófico liberal en el que pueden reconocerse por igual todas las formaciones políticas democráticas, desde el socialismo hasta el conservadurismo que acepten la división de poderes, las elecciones, la libertad de expresión y el mercado. El liberalismo de Karl Popper es profundamente progresista porque está imbuido de una voluntad de justicia que a veces se halla ausente en quienes cifran el destino de la libertad sólo en la existencia de mercados libres, olvidando que éstos, por sí solos, terminan, según la metáfora de Isaiah Berlin, permitiendo que los lobos se coman a todos los corderos. La libertad económica, que Popper defendió, debía complementarse, a través de una educación pública de alto nivel y diversas iniciativas de orden social, como una vida cultural intensa y accesible al mayor número, a fin de crear una igualdad de oportunidades que impidiera, en cada generación, la creación de privilegios heredados, algo que le pareció siempre tan nefasto como los dogmas religiosos y el espíritu tribal.

© Mario Vargas Llosa, 2012.

© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.

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