Camino a Machu Picchu
Hiram Bingham descubrió Machu Picchu dos veces, con 37 años de diferencia. La primera ocasión fue en 1911, cuando era un joven explorador con ansias de hacerse famoso. La segunda, en 1948, cuando, casi anciano, desacreditado en su carrera política, dos veces divorciado, decidió escribir el libro La ciudad perdida de los incas, el vívido recuento de la aventura que lo convirtió en leyenda. Las dos historias no son la misma. Como suele suceder, la historia contada supera a la real. Aunque en este caso, ambas verdades son igualmente apasionantes.
Según las anotaciones de su diario, recogidas por su hijo Alfred en el libro Retrato de un explorador: Hiram Bingham descubridor de Machu Picchu, una lluvia fina destempló el frío amanecer del 24 de julio de 1911. La noche anterior, el grupo de americanos acampado a orillas del caudaloso río Urubamba había escuchado al dueño de la choza que se alzaba en el camino, en el lugar llamado Mandorpampa, hablar de unas ruinas incas "muy buenas" más arriba, al otro lado de la montaña que tenían enfrente, el Huayna Picchu. Hizo falta que el jefe de la expedición, el joven Hiram Bingham, le ofreciera pagarle el equivalente a 50 centavos de dólar para que Melchor Arteaga accediera a acompañarlo. Los demás miembros de la expedición prefirieron quedarse, unos para capturar mariposas y otros para hacer la colada. Acompañado por Arteaga y el sargento Carrasco, que los escoltaba y hacía de intérprete, Bingham tuvo que atravesar el peligroso río a gatas sobre un frágil puente colgante e internarse en una zona de densa vegetación, calor y humedad, hasta llegar a una pequeña explanada donde estaban asentadas dos familias de indígenas, los Richarte y los Álvarez. En ese lugar inaccesible -lejos de las levas del ejército- cultivaban sus productos sobre unas antiguas terrazas con muy buena tierra que habían limpiado y acondicionado. Solo llevaban cuatro años allí, pero conocían las ruinas que Bingham quería explorar. El paisaje era sobrecogedor, con montañas cubiertas de exuberante vegetación, manantiales de agua fresca y un cañón de precipicios profundos. No había ruinas a la vista, solo las terrazas centenarias.
La diferencia entre Bingham y los que llegaron antes es que fue capaz de armar una excavación profesional
El paisaje era sobrecogedor, con montañas cubiertas de exuberante vegetación y precipicios profundos
Bingham no habría desdeñado riquezas, pero él buscaba el prestigio de un gran explorador
En su primer contacto, Bingham recorrió con curiosidad, pero sin mayor entusiasmo, la ciudadela
Machu Picchu fue un santuario superior, un mausoleo de la talla de las pirámides de los faraones
Ni Arteaga ni los adultos de las familias quisieron acompañarlo más allá, pero dejaron que el pequeño Pablo Richarte los guiara. Los niños solían ir a jugar a los viejos edificios. No tardaron demasiado en encontrar los primeros muros construidos con fina cantería de granito. Construcciones cubiertas parcialmente por la maleza y que dejaban entrever su calidad, comparable a la del Cuzco imperial. Bingham recorrió con curiosidad, pero sin mayor entusiasmo, los restos bien conservados de esta ciudadela. Ya había visto ruinas incas antes en ese viaje, en Pisac y en Ollantaytambo. No se planteó el hecho de estar descubriendo el lugar, entre otras cosas porque en uno de los muros había una pintada hecha con un trozo de carbón que decía: Agustín Lizárraga. 14 de julio de 1902. Alguien había marcado su paso por ahí casi diez años antes. Volvió al atardecer y bajó al campamento. En su diario no figura ninguna anotación relevante. Así, sin mucho ruido y poco asombro, Hiram Bingham tuvo su primer contacto con Machu Picchu.
Pero no es exactamente esa la historia que él contó poco después, cuando se fue dando cuenta del interés que podía tener esa ciudad situada en Machu Picchu (cerro viejo, en idioma quechua). Un lugar conocido por los habitantes de las cercanías, pero totalmente ignorado por la historia, por la arqueología académica de Cuzco y de Lima. Unas ruinas que no parecían haber sido saqueadas por los buscadores de tesoros, ni tocadas por los conquistadores españoles. Hiram Bingham no habría desdeñado las riquezas escondidas, pero lo que él buscaba en realidad era el prestigio y la fama de un gran explorador. Un año después regresó con una expedición perfectamente planificada. Había conseguido a partes iguales subvenciones de la revista National Geographic y la Universidad de Yale. Lo que fue un encuentro casual se convirtió para la opinión pública de todo el planeta y para los círculos académicos en el descubrimiento arqueológico más importante de América del Sur. Declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, desde 1983 está considerada una de las siete maravillas del mundo y es visitada y admirada por miles de turistas al año. Demasiados, según los expertos.
La figura de Bingham -apuesto, alto, audaz, de personalidad seductora- es uno de los principales ingredientes que componen el personaje de Indiana Jones. En el centenario de ese descubrimiento hay muchos datos polémicos relacionados con la aventura de Bingham: su teoría de que Machu Picchu era la capital de los incas en el exilio ha sido descartada; se han encontrado mapas detallados de la zona anteriores al primer viaje de Bingham y se adjudica el descubrimiento a visitantes previos. Después de un largo litigio internacional, las cerca de 5.000 piezas incaicas excavadas en Machu Picchu que él llevó a Yale para su estudio y que la universidad se negó a devolver durante casi un siglo han empezado a ser recuperadas y se encuentran desde hace unas semanas de vuelta en Perú. ¿Cuáles son, entonces, los méritos de este aventurero? Sigamos sus pasos para averiguarlo.
Hiram Bingham III nació en Honolulú (Hawai) en 1875, en una familia de respetados predicadores protestantes venida a menos. Su afición a escalar montañas le vino de pequeño y seguramente las verdes cumbres del entorno de Machu Picchu le recordaron aquellos otros paisajes. Pudo pensar que el mundo se ve mejor desde la cima más alta. Siempre quiso destacar y los estudios fueron para él un trampolín social y económico.
Se graduó en la universidad de Yale (Connecticut) en administración de empresas, donde, además de formar parte de una fraternidad masónica, se casó en 1899 con Alfreda Mitchell, la adinerada nieta del fundador de las prestigiosas joyerías Tiffany's & Co. Después obtuvo otro título en la de Berkeley (California) y se doctoró en Harvard, donde enseñó historia y política. En 1907 volvió a Yale como profesor, pero lo que apasionaba a Bingham eran los viajes. América del Sur empezó a interesarle porque académicamente era territorio virgen. También un terreno apto para los negocios estadounidenses, como se encargó de propagar mediante algunas conferencias. Su primer viaje fue en 1906, con el fin de estudiar sobre el terreno la gesta libertadora de Simón Bolívar, del que quiso escribir una biografía. Un recorrido que le sirvió para descubrir su auténtica vocación, la de explorador, y así lo hizo consignar como su profesión desde entonces en el Who's Who in America.
A su vuelta se creó para él la cátedra de estudios sudamericanos en Yale, y tuvo a su cargo una biblioteca especializada con 25.000 títulos. Posiblemente ahí se fraguaron sus sueños de aventura, de grandeza, aunque el destino quizá fue más generoso de lo que él se pudo imaginar. No obstante, tras su primer contacto con Machu Picchu tenía sus esperanzas puestas en otros hallazgos: estaba convencido de que los huesos encontrados en un glaciar andino eran de gran antigüedad (no lo eran) y que el monte Coropuna era la cima más alta del continente sur. Tras la difícil escalada y la medición quedó decepcionado. ¿Y las ruinas en ese lugar inaccesible?
"La gente me pregunta con frecuencia: '¿cómo es que descubrió Machu Picchu?'. La respuesta es: 'estaba buscando la última capital de los incas", relata en su libro La ciudad perdida de los incas, escrito cuando tenía 73 años y la fortuna parecía haberle dado la espalda. El libro no tardó en convertirse en un éxito de ventas.
Con motivo de este centenario, el libro se ha reeditado en inglés con un esclarecedor prólogo de Hugh Thomson, escritor de viajes y explorador. La detallada y amena descripción de su famosa aventura es recreada y adornada con elementos dramáticos que acrecientan el interés del relato y dejan de lado los datos que no contribuyen al dinamismo de la historia. "Hiram Bingham tenía todas las ventajas de su lado, con su carisma, oportunismo, conocimiento de las fuentes bibliográficas y una empecinada y casi inagotable energía. Le ayudaron dos factores: la suerte y la habilidad de explotarla", escribe Thomson.
Con todo, Bingham no es un fabulador o un fanfarrón. Hasta el final procuró darle un aire entre científico y literario a sus andanzas. Tampoco se otorga cualidades inmerecidas. Él no era arqueólogo ni sabía nada de las culturas precolombinas en su primer viaje, aunque tuvo la suficiente capacidad de observación y empeño como para ir dándole a su descubrimiento el nivel que merecía. Porque la diferencia entre la aproximación de Bingham y la de los que llegaron a estas ruinas antes que él es que fue capaz de armar un aparato de investigación y excavación profesionales.
"La expedición de la Universidad de Yale que él encabezó permitió -por primera vez en la historia- analizar una cultura prehispánica desde una perspectiva multidisciplinaria que incluyó la arqueología, la geología, la meteorología, la osteología, la patología, la topografía y la etnología, entre otras", apunta el director de la Biblioteca Nacional de Perú (BNP), Ramón Mujica Pinilla, en el texto de presentación de la exposición Descubriendo Machu. En dicha muestra para celebrar el centenario del hallazgo de Bingham se presentan, paradójicamente, algunos mapas de la zona anteriores a su llegada, recientemente encontrados en los fondos de la BNP.
"La existencia de mapas anteriores a Bingham -de Herman Göring, 1874; Charles Wienner, 1880; Augusto Berns, 1881; Antonio Raimondi, 1890, entre otros- que mencionan explícitamente a Machu Picchu demuestra que esta fortaleza inca era conocida", afirma Mujica. "En 1912, en la Revista de la Sociedad Geográfica de Lima, José Gabriel Cosio publica los nombres de los exploradores peruanos que el 14 de julio de 1902 encontraron las ruinas de Machu Picchu solo que no llegaron movidos por intereses científicos o históricos, sino por el sueño de encontrar tesoros ocultos. Bingham, según Cosio, siguió la ruta de sus antecesores y fue quien dio a conocer Machu Picchu ante los ojos admirados del mundo". Bingham conoció algunos de estos datos dispersos, pero, después de todo, ¿qué explorador no se deja guiar por pistas, rumores, historias incompletas y hasta entonces consideradas poco fiables?
Lo que importa ahora son los avances en el campo arqueológico que permiten saber con mayor certeza a qué se destinó esta misteriosa ciudad escondida. Según el historiador Luis Guillermo Lumbreras, de la Universidad de San Marcos de Lima, Machu Picchu fue un santuario de un rango superior. Un mausoleo de la talla de las pirámides de los faraones egipcios o del emperador chino Chin Shi Huan. Todo indica que la mandó construir el inca Pachacútec a mediados del siglo XV, el gobernante guerrero que inició la gran expansión del imperio incaico. Y allí reposó su cuerpo momificado, atendido y adorado como una divinidad por una población de entre 300 y 400 personas de alto rango, principalmente mujeres. En el antiguo Perú se rendía culto a los reyes incas momificados, se les cambiaba las ricas vestiduras y asistían a las ceremonias más importantes, donde se les servía comida y bebida como si estuvieran vivos.
La suntuosa ciudadela cumplió un papel distinto a cualquier otro santuario o mausoleo. Se construyeron templos y palacios de exquisita factura. La usanza inca en edificios de semejante importancia era la de recubrir el interior con placas labradas de oro. Probablemente con jardines de fantasía del metal precioso, semejantes a los que tuvo el templo del Sol (Qoricancha) en la capital del imperio. Hay varios altares al aire libre, observatorios astronómicos y cuevas también dedicadas al culto a los muertos. La ciudad estaba atravesada por una red de fuentes de agua de manantial excavadas en la piedra.
Machu Picchu está situada sobre la cadena de montañas de Vilcabamba, a unas ocho jornadas a pie de la ciudad de Cuzco y a 2.360 metros de altura en una zona de bosques tropicales y montañas de pendientes casi verticales, flanqueada por un cañón que forma el río Urubamba. La temperatura anual oscila entre los 10 y 21 grados. Hay más de 50 variedades de orquídeas en los alrededores. Sin duda alguna, el lugar fue escogido también por sus cualidades paisajísticas, a las que los incas eran muy sensibles. Un secreto parque de ensueño, autosuficiente, apto para la meditación y el culto, aparentemente lejano de cualquier perturbación.
La amenaza vino con el estruendo de los arcabuces. Los conquistadores españoles buscaban por toda la región a los incas rebeldes refugiados en Vilcabamba. Esa capital en el exilio hasta ahora no suficientemente identificada, en la que vivieron los herederos del imperio hasta 1572, cuando se apresó y decapitó al último de ellos, Túpac Amaru. Se calcula que Machu Picchu, al igual que otros recintos de importancia en las inmediaciones, fue totalmente evacuada entre 1530 y 1570, cuando patrullaban peligrosamente cerca las tropas de Hernando Pizarro y después las de Arias Maldonado. No hay evidencias de que la encontraran, aunque ese territorio tuvo propietarios españoles y criollos.
Lo que Bingham encontró en las excavaciones de Machu Picchu entre 1912 y 1915 no tenía mucho valor monetario, pero sí arqueológico. El Gobierno autorizó a Bingham llevar 46.632 objetos excavados a la Universidad de Yale para su estudio, con derecho a reclamarlos para su devolución. Ese derecho no se ejerció en casi un siglo, hasta 2007, cuando, tras varias negativas por parte de la universidad norteamericana y un agrio proceso judicial, se firmó un acuerdo entre esta y el Gobierno peruano para la devolución de las piezas. El pasado 30 de marzo llegó la primera entrega con 350 piezas -cerámicas, utensilios, restos óseos-, que fue recibida en el palacio de Gobierno de Lima. Ahora están en Cuzco a la espera de formar parte de un museo específico.
Hiram Bingham volvió por última vez a Machu Picchu en 1948 para la inauguración de una carretera que lleva su nombre. En el largo intermedio entre su primer y último viaje a este lugar se dejó llevar por su inquietud. Se sumó a la persecución de Pancho Villa cuando el revolucionario mexicano invadió Tejas en 1916. Se enroló en la Fuerza Aérea de su país durante la Primera Guerra Mundial y llegó a dirigir una escuela aeronáutica en Francia. Después ejerció como político. Entre 1922 y 1933, Hiram Bingham fue teniente gobernador de Connecticut y senador ante el Congreso de Estados Unidos, cargo del que fue privado por un caso de corrupción. Escribió una decena de libros ligados a sus experiencias vitales, pero fue The lost city of the incas, escrito el mismo año de su última visita al santuario de Pachacútec, el que le hizo revivir su gran aventura de juventud contada como si se tratara de una película de acción y aventuras. Murió en 1956 después de haber forzado su existencia al borde de lo increíble.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.