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Columna
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Estados-embrión

La semana pasada hablaba de los BRICs o países emergentes, Estados que bajo diferentes configuraciones y etiquetas avanzan con paso firme para hacerse un hueco entre los grandes. Pero hoy toca tratar con los Estados-embrión, aquellos que todavía no han nacido, que están intentando romper el cascarón o que acaban de asomarse al mundo. En la mayoría de los casos, su origen está en un fallo sistémico en el Estado matriz o en el intento (fracasado) de un Estado de imponerse por la fuerza a una minoría étnica concentrada geográficamente.

Por decirlo en términos biológicos, se encuentran en el extremo opuesto de la cadena alimentaria: sus poblaciones suelen ser pequeñas; su historia, traumática, a menudo dominada por las guerras o los conflictos étnicos; sus identidades nacionales, controvertidas; sus vecinos, generalmente hostiles; su riqueza, escasa; y su viabilidad política y económica, más que cuestionable. Para colmo, la comunidad internacional suele recibirlos con una mezcla de desdén y preocupación y suele demorar o negarles el reconocimiento que les permitirá prosperar. Y, pese a todo, pugnan por sobrevivir. Como los polluelos que rompen el cascarón, algunos de ellos triunfarán, pero otros fracasarán y se convertirán en Estados fallidos o serán reabsorbidos por Estados más grandes; alguno incluso se quedará en tierra de nadie.

En muchos lugares del planeta, la soberanía se ha convertido en una patente de corso para robar y reprimir a la población

Timor Oriental o el Sáhara Occidental llegaron tan tarde a la descolonización que fueron colonizados por los que acababan de ser descolonizados. Trágicamente, salieron de una potencia colonial para caer en manos de otra. Sin embargo, el primero (Timor) pudo ejercer su derecho a la autodeterminación y convertirse en una democracia mientras que el segundo (el Sáhara) quedó atrapado, primero en las redes geopolíticas de la guerra fría y, después, en el miedo al islamismo en Occidente. Kosovo y Palestina tienen la mala suerte de que partes de su territorio tienen un carácter cuasi-sagrado o fundacional para sus dominadores. Pero aquí también los desenlaces son distintos: mientras que, ante la intransigencia serbia, EE UU dio el último picotazo que permitió ver la luz del día al cascarón kosovar, Washington se resiste a apoyar una declaración de independencia del Estado palestino.

El caso paradójico es Somaliland, el pequeño territorio desgajado de Somalia en 1991 que acaba de celebrar sus segundas elecciones democráticas. Unas elecciones libres en el cuerno de África son el colmo, pero si encima las gana la oposición y el Gobierno entrega pacíficamente el poder, se acercan ya el milagro. En Etiopía en 2005, Kenia en 2007 y Zimbabue en 2008, los Gobiernos de Estados reconocidos internacionalmente perdieron unas elecciones, las amañaron para ganar y se salieron con la suya. Y, sin embargo, la comunidad internacional demora su reconocimiento a este joven Estado que, sin ninguna duda, puede dar lecciones de todo no sólo a su Estado matriz, Somalia, arquetipo del Estado fallido, sino a todos sus vecinos.

En la mayoría de los casos, estos Estados-embrión no son sostenibles ni viables por sí mismos: para sobrevivir dependen de que la comunidad internacional los adopte temporalmente. Pero para ello deben lograr el máximo grado de reconocimiento internacional. Esa necesidad de reconocimiento es lo que se convierte en un acicate: pese a los tópicos, Kosovo tiene uno de los índices de criminalidad más bajos de Europa (por debajo de Suecia); el Gobierno palestino de Fayad está deslumbrando a la comunidad internacional por la seriedad de sus reformas y los rebeldes del sur de Sudán preparan con cuidado el referéndum de independencia previsto en los acuerdos de paz de 2005.

Desde que superamos las monarquías absolutas de derecho divino, la única justificación de la soberanía de un Estado reside en su capacidad de proteger las vidas y libertades de las personas que viven en un territorio. Pero en muchos lugares del planeta, la soberanía se ha convertido en una mera patente de corso para robar y reprimir a la población. No extraña que expertos como Pierre Englebert propongan el "desreconocimiento" internacional de aquellos Estados que se hayan convertido en tiranías cleptocráticas sin viso de mejoría. Desgraciadamente, los nuevos Estados vienen a un mundo hobbesiano en el que no hay asomo de justicia ni equidad sino una mera lucha por la supervivencia donde el azar, las circunstancias y, sobre todo, los padrinos geopolíticos que uno tenga en cada momento determinarán las posibilidades de éxito. Pregúntenle si no a la democrática Taiwan, que año tras año va perdiendo reconocimiento internacional a favor de una China que es la dictadura más grande del planeta. A veces, para poner las cosas en perspectiva, hay que irse al cuerno (de África).

jitorreblanca@ecfr.eu

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