Sobreprotegidos (e infelices)
Desde el célebre arranque de Anna Karénina (nueva traducción de Víctor Gallego en Alba) sabemos que todas las familias felices se parecen y que las desdichadas lo son cada una a su modo. Pero hay algo en lo que tanto las dichosas como las desgraciadas coinciden, sea cuál sea el ámbito en que se desarrollan: la protección de los hijos.
La intensidad de esa protección es lo que ha variado extraordinariamente a lo largo del tiempo, y sigue haciéndolo de uno a otro contexto. Cuando yo era niño montaba en bici sin usar casco, usaba un tirachinas con el que logré notable precisión y encendía hogueras en la playa, igual que los exploradores de las películas hacían en la selva con el fin de mantener a raya a los animales salvajes o a las sanguinarias tribus hostiles (los niños de entonces éramos incorregiblemente colonialistas). Todo eso ocurría al menos durante el verano; de vuelta a la ciudad mis libertades -igual que las de mis amigos- eran severamente cercenadas, y ya no podía jugar en la calle.
Detrás del libro de Tulley y Spigler está la idea de que el conocimiento se basa en la experimentación, y ésta implica libertad, sorpresa y riesgo
La infancia siempre ha sido la edad más peligrosa. Es cuando más se aprende, y no hay aprendizaje que no implique riesgo. Además de divertidas, las actividades temerarias que se llevan a cabo en la infancia contribuyen a abrirnos los ojos, a que le perdamos miedo al mundo. Transgredir las medidas cautelares con las que los adultos protegen a los niños es, a veces, aunque a los primeros les cueste reconocerlo, un modo de explorarlo. Los mejores padres también lo saben (recuerdan su infancia) y enseñan a sus hijos a comprender la diferencia entre peligro y riesgo, entre prudencia y cobardía, suministrándoles saber y consejo, no desconfianza o aprensión. Los padres, digamos, suficientemente buenos son aquellos que entienden (aún a costa de cierta angustia) que sólo asumiendo pequeñas responsabilidades (por tanto, riesgos) los niños crecen.
La sobreprotección de los pequeños es un preocupante problema de las sociedades avanzadas. En EE UU el deseo desmedido de evitarles a los hijos los peligros del mundo -que se resuelve en una exagerada "infantilización" de la infancia-, puede llegar a alcanzar extremos grotescos, incrementando artificialmente la vulnerabilidad de los niños. Una profesional acostumbrada a batirse el cobre en el implacable mercado laboral estadounidense me comentaba hace poco sin pestañear que no pensaba permitir que su sensible hijo acudiera a la ceremonia de entrega de premios de su colegio: no deseaba que los triunfos de sus compañeros crearan en su hijo una sensación de frustración o de duda en sus propias capacidades.
Quizás por todo ello resulta más explicable la intensidad del debate que ha provocado en EE UU la publicación de Fifty Dangerous Things You Should Led Your Children Do, de Gever Tulley y Julie Spigler (véase el correspondiente vídeo en YouTube ), un libro que, tras ser categóricamente rechazado por muchas editoriales y ser finalmente editado a cuenta de sus autores, lleva camino de convertirse en un éxito de ventas. Las "cincuenta cosas peligrosas" que los padres "deberían permitir que sus hijos hicieran" son muy simples: desde encender hogueras hasta trepar por los árboles, desde desmontar aparatos eléctricos a conducir (acompañados) el coche familiar por un descampado. Nada que no hicieran o pudieran haber hecho Guillermo Brown y los "Proscritos", aquellos admirables héroes de mi infancia. Detrás de todo ello no está el capricho o la imprudencia, sino la idea de que el conocimiento se basa en la experimentación, y ésta implica libertad, sorpresa y riesgo. El objetivo debe ser enseñar a los niños a amar la vida -no a temerla-, permitiéndoles la autonomía suficiente, aunque eso implique un margen (controlado) de riesgo. Y es que, como decía Sartre (Las palabras) a propósito de la paternidad, qué bien está hacer hijos, pero qué iniquidad es "tenerlos".
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