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CON GUANTES
Columna
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Tres caminos a la escuela

Ahora que la educación es, o era hasta hace nada, un asunto de Estado, me gustaría recomendar encarecidamente el último libro de Ernst Jünger, Venganza tardía (Tres caminos a la escuela), a todos aquellos que tengan alguna vez la suerte de tener un niño entre las manos.

Los niños son cosas muy normales que se convierten poco a poco en nosotros y a menudo, y con demasiada frecuencia, al hablar de educación tiene uno la sensación de que se está hablando de seres extraños, de gente distinta, como si no hubiésemos sido todos hace nada los mismos niños, la misma marea imprecisa, el mismo sólido argumento. Conmueve e impresiona ver al Jünger más viejo estar tan cerca de la verdadera experiencia de la infancia.

La educación es la tarea más grande a la que una sociedad puede enfrentarse

Curiosamente, a lo largo de mi andadura como padre, hasta hoy, lo que más he echado en falta es una inteligencia que recuerde. Alguien que aún sepa lo que era exactamente ser un niño.

Es aquí donde Jünger supera con creces las trampas de la psicología infantil al uso, esquivando con ligereza y corazón el drama adulto impuesto sobre la naturaleza inocente que tan a menudo convierte a nuestros hijos, y por culpa de nuestra galopante histeria, en gigantes cargados de problemas prematuros, en luchadores de sumo enanos, utilizando con respeto una bonita expresión de Raymond Carver.

Lo que uno se atreve a pensar, pero no dice, lo dice mejor y lo piensa mejor Jünger. Lo que a veces se convierte en un insensato experimento, la educación, se transforma, en un hombre del tamaño de Jünger, en una consideración muy sensata. Algo hay en el viejo Jünger del viejo Twain, o tal vez baste con celebrar la salud de la memoria de quien siendo ya un hombre sabe aún algo de los niños.

La educación no es otra cosa que la ayuda, que no la forja, que se le puede prestar a una personalidad en desarrollo, y en esos términos se debería mover aquello que al parecer estamos dispuestos a hacer por nuestros pequeños. Desgraciadamente no se encuentra a menudo un rigor parecido entre aquellos que rodean a nuestros hijos. Tampoco nosotros siendo niños encontramos tantos apoyos como pensábamos necesitar, y en eso la vida adulta y la infancia no se decepcionaron mutuamente.

Nos recuerda Jünger en este sentido, y en este libro, que el individuo, a pesar de la sociedad, pertenece a una única condición, y que es la mar de saludable que así sea. Padres, abuelos, profesores, Estados, todo lo que rodea obligatoriamente el crecimiento de un individuo, no es en realidad más importante que el paisaje. Jünger relata cómo el camino a la escuela es tan importante como la escuela misma, si no más. La mirada de un niño a bordo del autobús cada mañana es también parte de su vida. Tal vez la parte de su vida que ya le pertenece.

De un niño que pinta patos enormes en clase, patos más grandes que padres o madres o castillos, nos dice Jünger que para ese niño en cuestión, los patos son así de importantes. Cercenar cualquiera de las capacidades de estos individuos en formación nos llevará después con el tiempo a sorprendernos de su conducta. La educación es, sin lugar a dudas, la tarea más grande a la que una sociedad puede enfrentarse porque es la única tarea que definirá el futuro de dicha sociedad, pero no todo se puede controlar en la mirada distraída de un niño.

Leer a Jünger ahora me parece necesario y urgente, antes de que una pandilla de psicólogos infantiles no siempre bien capacitados nos digan no ya lo que deben ser nuestros hijos, sino lo que deberíamos haber sido nosotros.

Con acuerdo por la educación o sin él, con Bolonia o sin Bolonia, la experiencia de crecer no va a cambiar fundamentalmente, lo que es importante y lo que Jünger recuerda es que el crecimiento es en sí mismo una aventura fascinante y peligrosa, pero la única que puede definir finalmente alguno de nuestros rasgos esenciales.

Al fin y al cabo, de los hombres se puede decir ya cualquier cosa, y de los niños, aún nada.

Y gracias a Dios, y benditos sean.

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