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Reportaje:

Felices 60

Dos mujeres maduras avanzan hacia el estrado de la sala de prensa del Palacio de la Moncloa. Se dan un aire: las dos son menudas, de piel y pelo claros, muy delgadas. La fragilidad, sin embargo, se limita a su aspecto. Llevan cinco años compareciendo ante los medios como miembros del Ejecutivo. Pero hoy, 6 de mayo de 2009, es un día especial. Elena Salgado hace su primera intervención junto a la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega como vicepresidenta segunda y primera ministra de Economía de la historia de España. La emoción de la debutante, intensa, va por dentro. "He sentido que ha sido un largo camino hasta aquí", confesaría Salgado más tarde, atravesando el caótico tráfico de Madrid en el silencio absoluto de su coche oficial. "Mientras lo recorres estás tan ocupada que no te paras a reflexionar. Sólo de vez en cuando tienes un destello, un hito. Y hoy lo he tenido. Me he puesto en el lugar de una de las periodistas y he pensado: qué singular es esto, y qué normal a la vez".

Es la generación de las transiciones: las han hecho todas
Son las primeras en tener carreras profesionales largas
Batallaron con el padre, el marido, el jefe. Y ganaron
Estrenaron la píldora, el divorcio, hasta los tampones
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Al día siguiente, los periódicos daban cuenta de la rueda de prensa de las vicepresidentas. Los "brotes verdes" que Salgado dijo apreciar en la vapuleada economía española fueron la comidilla de las tertulias. Pero nadie resaltó el hecho de que la número dos y la número tres del Gobierno son dos coetáneas que afrontan los retos más ambiciosos de sus carreras a la edad en que no hace tanto las mujeres se limitaban a cuidar de sus nietos. Ésa era, quizá, la mejor de las noticias.

Las dos mujeres más poderosas del país cumplen 60 años esta primavera. Salgado celebró su aniversario el 12 de mayo oyendo llover piedras sobre su cabeza durante el debate sobre el estado de la nación. De la Vega festeja el suyo el 15 de junio. Esta jurista valenciana -soltera y sin hijos- y aquella ingeniera y economista gallega -divorciada y con una hija- son los mascarones de proa de una generación singular de españolas.

Son las nacidas en torno a 1950, pasados los rigores de la posguerra. Las que alcanzaron la mayoría de edad -a los 21 años- a caballo entre los años sesenta y los setenta, en los estertores del franquismo. Las que empezaron a ir en número significativo a la Universidad. Las que decidieron trabajar como opción vital y no por pura supervivencia. Las que pelearon, conquistaron y disfrutaron de posibilidades inauditas para sus hermanas mayores, y no digamos para sus madres. En la vida pública y en la privada. En los grandes asuntos y en los pequeños.

Estrenaron la democracia. Responsabilidades políticas. Laborales. Sillones en los consejos de administración. Vieron proclamarse la igualdad en la teoría sin dejar de librar la batalla cotidiana con el padre, el marido y el jefe en la práctica. Pero también probaron la píldora. El divorcio. La libertad sexual. Los tampones. Los parches para la menopausia. Las cremas para la piel madura. La cirugía estética y el botox. Han sido las primeras en llegar a muchos sitios y hacer muchas cosas. No ha sido gratis. Han vivido al día, enfrentando -y disfrutando- la existencia según se presentaba. Han pagado los correspondientes peajes. Y es ahora, en torno a la sesentena, cuando la élite alcanza la cima de su carrera antes de volver a reinventarse para estrenar la penúltima de sus conquistas: la jubilación remunerada.

Porque hablamos de una selecta minoría. Casi tres millones de españolas tienen entre 55 y 65 años. Sólo una de cada tres trabaja fuera de casa. La mitad que sus coetáneos. Ellas, además, han tenido una vida profesional más corta. La mitad de los hombres de 50 a 69 años acredita un currículo de más de 35 años, mientras que sólo el 17% de las mujeres puede decir lo mismo. Salgado -tres décadas cotizando a la Seguridad Social como funcionaria o gestora en la empresa privada- es una de las privilegiadas.

Es la primera en reconocerlo. "Ahora las oportunidades son mucho más generalizadas. Entonces, además de posibilidades económicas, tenías que tener suerte", admite. "La mía fue nacer en una familia que, sin ser rica, estaba preocupada por la educación. En mi casa podía faltar de todo, pero no para que estudiáramos. Además, mi padre era muy feminista. Cuando dije que quería ser ingeniero le pareció lo más normal". Así son estas mujeres. Fuertes. Seguras. Filtradas por su extracción social y su voluntad. Únicas en su clase, como la joven Salgado, sola entre chicos en su aula de ingeniería industrial de la Politécnica de Madrid. Con probada capacidad de resistencia. Y una determinación a prueba de bomba. Hasta hoy.

-En España, la edad media de jubilación es de 62 años. Muchas empresas se deshacen de los veteranos prejubilándoles a los 55, incluso antes. Usted aborda su misión más exigente a los 60. ¿Tiene energía?

-Toda. Más que en otros momentos, porque no tengo que guardar nada para después. Es mi reto más importante y, aunque pienso seguir trabajando mientras pueda, ésta será de las últimas etapas de mi vida profesional. Por eso tengo toda mi energía concentrada, y le aseguro que hace falta.

-¿Por qué participa en este reportaje?

-Porque me siento absolutamente parte de esta generación. Es una idea espléndida.

-Habrá quien le reproche que, como ministra de Economía, acceda a posar vestida de firma con la que está cayendo fuera.

-Yo puedo estar en el monte, durmiendo en el suelo. O trabajando en el ministerio hasta las tantas. O posando vestida por un modista español, como es el caso. Y sigo siendo la misma. Ésa es una de las cosas que las de mi generación nos hemos dejado por el camino: la espontaneidad. Las chicas progresistas teníamos que ser serias, trascendentes: no nos podíamos permitir esos pequeños lujos porque se malinterpretaban. Nos hemos perdido la naturalidad y la diversidad que tanto envidio en las jóvenes de ahora. De ese exceso de trascendencia, entre otras cosas, nos estamos liberando ahora.

-¿A los 60?

-Bueno, sí, cuando toca.

El Audi blindado de la vicepresidenta, precedido y seguido por sendos coches de escolta -ocho tipos trajeados entre chóferes y guardaespaldas-, llega al estudio de la fotógrafa Isabel Muñoz. Muñoz (Barcelona, 1951) aceptó con ganas el encargo de retratar -y autorretratarse- para este reportaje. Asegura que el reto le hizo tomar conciencia de la edad que figura en su carné. "No es cuestión de coquetería, sino de cómo vives. Y he vivido tan al día que no me acabo de creer mis años, aunque, evidentemente, he pasado por todos ellos, y ellos han pasado por mí".

Muñoz, divorciada, con un hijo y dos nietos, ha tenido una vida "dura y maravillosa a la vez". Hija de una familia acomodada, quiso ser bailarina, pero las reticencias paternas arrinconaron las puntas y el tutú. Sólo después de casarse a los 21 años -"por amor, claro, pero también por salir del nido como hacíamos tantas"- y de ser madre casi enseguida -como muchas de sus coetáneas- se lanzó a hacer de su pasión por la fotografía un oficio con el que ganarse la vida.

Eran los ochenta. "Una época de efervescencia en la que todo estaba permitido si estabas dispuesta a arriesgar". Ella lo hizo. Separada de su marido hasta que pudo divorciarse "sin perder derechos", Muñoz se puso el mundo por montera. Decidió ir por libre. Aprender a trabajar trabajando. Equivocándose. Sufriendo, y gozando, las consecuencias. "Soy obstinada y un punto insensata. En la profesión y en la vida, improvisabas, te guiabas por el instinto. Recibías golpes, pero aprendías de ellos. Hasta del más brutal".

La muerte de Julio, uno de sus hijos gemelos, en un accidente en 1992, la volvió del revés. "Tuve que aprender de nuevo a andar, a vivir, a sentir". El trabajo le ayudó a renacer. La aprendiza se convirtió en maestra. Sus fotografías de hombres y mujeres del mundo, inspiradas en el movimiento y la sensualidad de los cuerpos, la lanzaron como una de las fotógrafas españolas más reputadas. En ello sigue. A los 58 años confiesa vivir una etapa "fértil". Embarcada en tres proyectos -El amor y el éxtasis, El tren de la muerte, El derecho a ser feliz- que la llevan a viajar por el mundo y de los que habla con la ilusión de una adolescente. De eso y del nuevo amor que vive estos días, una "sorpresa de la vida" de la que piensa disfrutar "como un regalo, día a día, mientras dure".

Muñoz, fetichista confesa, ha querido retratarse con las zapatillas rojas de la bailarina que no pudo ser y la Kodak Instamatic que le regalaron a los 13 años y con la que se creó su hueco en la vida. "Nacimos con poca libertad y la tuvimos que conquistar. Esa lucha te hace fuerte y creativa", dice. "Naces con el rostro que Dios te da y te vas con el que te haces. Estas mujeres se han hecho su cara. Han sufrido, han luchado, han gozado. Se han hecho a sí mismas. Ésa es su belleza".

Era inexorable. Año tras año, durante la década de los ochenta del siglo pasado, Ana Belén era proclamada la mujer más deseada de España. La actriz y cantante madrileña, ex niña prodigio, musa de la transición, realizaba la travesía entre los treinta y los cuarenta en pleno esplendor físico y profesional. Sin embargo, no fue hasta 2008 cuando recibió una oferta por la que matarían muchas modelos veinteañeras. Los laboratorios Puig la querían como imagen de Vitesse, la crema de sus cremas antiedad. Ahora, el anguloso rostro de Ana Belén encarna un modelo real de belleza de las mujeres de su edad Acaba de cumplir 58 años. Para realista, ella.

-Querían a alguien con una edad y que se cuidara. Y como es verdad: yo ya tengo una edad y me cuido, acepté. Pero no nos engañemos, no es que de repente se lleven las maduras. Es que han visto que tenemos dinero, y criterio, y amor propio, y ya no cuela poner a una cría de 25 años para vendernos cremas. Es mercado puro y duro.

La actriz clava el retrato. Las mujeres entre 50 y 65 años gastan 223 euros al año en productos de belleza, según la consultora TNS. El triple que las chicas de 20 a 25 que protagonizan las campañas. Ana Belén llega a cara lavada. Es una mujer menuda que mantiene un cuerpo fibroso y un rostro fresco bajo una fina malla de arrugas. Es evidente que dedica tiempo y recursos al empeño. El maquillaje y el estilismo acaban de transformarla en el icono de mujer fuerte, segura e independiente que lleva siendo 40 años. Se crece ante la cámara mucho más de los quince centímetros de sus tacones. La inseguridad que confiesa debe de ser interna.

"Los años ni dan ni quitan nada", asegura. "Digamos que he encontrado un punto de inseguridad en el que me voy manejando". Su doble condición de actriz y cantante le ha permitido bandear la escasez de papeles para mujeres de su edad en el cine español. No se queja. "En este oficio se vive al día. No puedes plantar el culo y esperar que te llamen. Te tienes que mover, pero ¿no es eso la vida?". En otoño vuelve al teatro con Fedra. Las tragedias, no obstante, las deja para las tablas. Se considera una privilegiada.

"Las mujeres de mi generación hemos peleado mucho. Hemos sido conejillos de Indias de todo. Pero ¿sufrir? No tanto. Tenías incomprensiones, enfrentamientos, broncas, pero pesaba más la gratificación". Ana Belén recuerda los tiempos en que un empresario quiso pagarle menos por cantar embarazada. "De eso no hace tanto, los 25 años de mi hija. ¡Qué cosas! Ahora veo a las chicas enseñando sus tripas y me encanta. Pero lo mío no fue nada épico. Me siento afortunada por haber vivido la transición en carne propia. Fue una época turbulenta, llena de inseguridades y miedo, pero tan feliz. Todo era posible, todo se improvisaba. Vivíamos con el corazón, valía la acción, no intelectualizábamos nada. No soy una señora contando batallitas, pero que me quiten lo bailado. El drama fue para quien tuvo que ir a abortar a Londres, por ejemplo. Eso sí que tuvo que ser soledad y sordidez".

Los sociólogos denominan a los españoles nacidos en los años cincuenta del siglo XX la generación de las transiciones. Las hicieron, primero, y las disfrutaron, después. No sólo la política. También la económica, la social, la cultural, la de las relaciones entre sexos. Ellas, además, hicieron la de las mujeres. Dos hechos marcan la ruptura entre las que hoy rondan los 60 y sus mayores. "El control de la natalidad que posibilitaron los anticonceptivos, y la incorporación ininterrumpida al trabajo remunerado", apunta Constanza Tobío, socióloga de la Universidad Carlos III. "La facultad de decidir cuántos hijos tener, y cuándo, determinó la libertad en las relaciones sexuales. Y el hecho de seguir trabajando tras la maternidad posibilitó la independencia económica y las carreras prolongadas. La combinación de estos dos factores originó la revolución de la mujer española".

En 1965 se comercializó la píldora en España. Era ilegal, y lo siguió siendo hasta 1978, pero los ginecólogos progresistas la recetaban bajo el subterfugio de regular el ciclo menstrual. "Nunca ha habido tantas españolas con desarreglos", comenta desde Nueva York Inés Alberdi, la directora del Fondo de Naciones Unidas para la Mujer. Alberdi (Sevilla, 1949), socióloga, es una de las que llegaron a tiempo. Como Elena Salgado.

"El acceso a los anticonceptivos comenzó cuando yo tenía 17 o 18 años, cuando despertábamos a la sexualidad", recuerda la vicepresidenta. "Ahí sí teníamos militancia, porque nos parecía una gran conquista. Era el dominio de la reproducción separada de la sexualidad. Fue una ruptura. Uno de esos destellos de los que hablaba. Tengo una hermana ocho años mayor y en ese momento pasamos a ser dos generaciones distintas".

-¿Cómo combinaba ese espíritu combativo feminista con la alegría de la juventud?

-Siempre he estado rodeada de hombres. En la Universidad y en el trabajo. Y más que un espíritu de conquista, lo que sí percibíamos eran ciertas líneas rojas que no estábamos dispuestas a que se traspasaran. Como estar redactando un panfleto y que un compañero te dijera que hicieras los bocadillos. ¡Prepáralos tú, rico! Estas cosas les salían hasta a los tíos más progresistas. No digamos a los otros.

Que se lo digan a Carmen Alborch. Beatriz Rodríguez Salmones, diputada del Partido Popular, aún recuerda la entrada en el Congreso de los Diputados de Alborch, flamante ministra de Cultura del Gobierno de Felipe González, en 1993. Lo cuenta ella:

"-¡Guapa!, le gritó a voz en cuello a Carmen un diputado del PP, no diré quién.

-¡Machista!, le increpó entonces Matilde Fernández, ministra de Asuntos Sociales.

-¡Envidiosa!, le contestó el grosero".

Salmones ríe al narrar un episodio que le hubiera costado hoy el cese inmediato por sexista al diputado galante. Alborch (Valencia, 1947) y Salmones (Madrid, 1944) están posando para la cámara de Isabel Muñoz. La melena roja de la senadora socialista refulge bajo los focos. La cabellera blanca de la diputada popular no se queda atrás. Son, en cierto modo, sus respectivas banderas. No podría decirse cuál de las dos es más coqueta. Una, fiel a su tinte escarlata de décadas. La otra, a su decisión de no teñirse.

"De joven me salió un mechón blanco y lo dejé. Hasta hoy", dice Salmones. "Cuando bromeo sobre operarme este desastre de arrugas, mis hijas me dicen: ¿y si empiezas por pintarte". Madre de cinco hijos y abuela de varios nietos, su señoría sabe nadar a contracorriente. Fue la primera mujer de su familia en ir a la Universidad. En su casa, los chicos estudiaban "por inercia". Las chicas, hasta ella, no. "Entre mi hermana, que nació en 1940, y yo se produjo el corte. Recuerdo el impacto que tuvieron los Beatles, la minifalda, los aires que llegaban de fuera. Estamos hablando de una clase social y cultural determinada, de acuerdo, pero ocurrió". Así que Beatriz, Betina para los suyos, estudió Filosofía. Una carrera "de chicas" en la que coincidió con Soledad Becerril (Madrid, 1944), la que sería, en 1981, la primera ministra de España desde la República.

Salmones se recuerda, ya casada, "conspirando" en las reuniones de la Asociación de Mujeres Universitarias, "un colectivo feminista camuflado cuando aún eran clandestinos". Eran los tiempos "del feísmo". Esos en que su hermana, tan niña bien como ella, llevaba asomando del morral una caja de tampones como estandarte. Entonces significaban la liberación después de milenios de paños que había que lavar cada vez.

Betina se puso a trabajar cuando lo que se esperaba de ella era que cuidara de sus hijos. Pero la campanada la dio en 1982. "Me enamoré de otro y me separé. El divorcio caía sobre la sociedad como si temblaran sus cimientos. Hubo un coro de zorras que dejaron de saludarme, llenas de superioridad moral. Luego se han divorciado todas".

Salmones es desde 2008 la portavoz del PP en la Comisión de Defensa del Congreso. La encargada de marcar a otra mujer, la ministra Chacón, de 37 años, que podría ser su hija. Su destino más complejo. No le intimida. "Ya no aguanto toda la noche empollando papeles a base de café", admite. "Pero no noto pérdida de reflejos ni de rendimiento. Miro a Hillary Clinton de secretaria de Estado de EE UU, planteándose la vida como una europea de 40 años, y pienso: a ver si se me pega algo", sonríe. Pero hay algunas cosas que no han cambiado, sostiene. "Veo a las diputadas jóvenes llamar a escondidas a ver cómo están sus hijos para que no las llamen marujas. A ellos, no. Las madres trabajadoras llevan una vida perra. No tanto para hacerse respetar, sino para sobrevivir. En eso hemos ido casi a peor".

Carmen Alborch también fue la primera universitaria de su familia. De 220 alumnos de su promoción de Derecho en Valencia, sólo había 18 chicas. Hasta 1966, las mujeres tenían vedado el acceso a la judicatura. Con el tiempo, Alborch sería la primera decana de la Facultad. El acceso a la educación es, para ella, la clave de la "ruptura" que protagonizó su generación. "Nos dedicamos a abrir caminos y ocupar espacios que las mujeres no tenían. Era agotador, una lucha constante para llegar a acuerdos con el padre, con la pareja, con el jefe. Pero lo vivimos de manera gozosa. No somos heroínas ni hormigas. Eras consciente de la transgresión, sentías el ojo de los tuyos, vivías con ciertas dosis de culpabilidad. Pero no hay que olvidar que somos unas privilegiadas: el primer mundo del primer mundo".

Para cuando llegó a Madrid como ministra, Alborch era la espléndida e independiente mujer de 46 años que levantó la admiración del diputado popular. Se había casado y divorciado. Venía de dirigir el Instituto Valenciano de Arte Moderno, buque insignia de la modernidad española en los felices años ochenta. Su gestión como titular de Cultura ha sido el escalón más alto de su vida política. Pero fue al salir del ministerio cuando recibió la oferta que le cambió la vida. "Una editora amiga me acusó en broma de que nosotras hablábamos mucho, pero no dejábamos nada por escrito. Me propuso escribir sobre mí, sobre las mujeres de mis años que vivíamos solas. Me apeteció darle la vuelta a ese estigma de compadecidas o culpabilizadas que arrastrábamos".

El resultado, Solas, se convirtió en superventas y en un fenómeno sociológico que aún le reporta derechos de autora. Desde entonces, la hoy senadora y portavoz de la oposición socialista en el Ayuntamiento de Valencia ha vivido lo suyo. Compitió con una coetánea -Rita Barberá (1948)- por la alcaldía valenciana. Y perdió. Sin dramas. Gajes del oficio. La señora Alborch -"Sí, soy una señora mayor, qué liberación. Hay que cambiar el lenguaje, no se trata de mantenerse joven, sino vital"- ha vivido la vida según ha venido. Así sigue. "Ésta es también mi época, toda tu vida es tu época", sin descartar ninguna posibilidad. Laboral ni personal. "Quiero vivir en una sociedad en la que tenga las mismas oportunidades que los hombres. También en el terreno sentimental. Donde no se vea mal que las mujeres den el triple salto generacional: una de 60 con uno de 20, como ellos, sin que las señalen. Luego ya veré yo si lo hago o no".

Flora de Pablo (Salamanca, 1952), investigadora médica del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, todavía se lo dice a sus becarias. "No le pidáis a vuestra pareja más de lo que dais, pero tampoco menos. En la carrera de investigación es fundamental qué pareja elegir. Si no respeta tu carrera profesional como la suya propia, ellas van a avanzar de manera clandestina". De Pablo, hija de un fiscal salmantino, ha dedicado parte de su interés profesional al estudio de las desigualdades de género en el ámbito de la investigación. Con ese empeño fundó en 2001 la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas (AMIT).

Divorciada, madre de una hija de 27 años y vuelta a casar, sabe lo que dice. Acabó Medicina con el primer expediente de su promoción. No tenía ni idea de las dificultades añadidas que le esperaban por ser mujer. "Si no competías, te aceptaban; pero si querías competir en igualdad con los hombres, venían los problemas". Ella tomó el camino difícil. Hizo un posdoctorado en Estados Unidos con su niña "a la espalda". Y se construyó una brillante carrera que la llevó, entre otros destinos, a dirigir el Instituto Carlos III.

Esta 'senior' confía en que las nuevas juniors, esas que ve desfilar año tras año por los laboratorios del CSIC, no tengan que derramar tanto sudor extra como ella. "Mi generación ha tenido que pasar, digamos, una doble selección natural. Las que han llegado son muy buenas. Igual o más que ellos, por supuesto. Pero además es que tenías que estar muy convencida de que valías, dispuesta a estar sola, a hacerte valer, a no conformarte cuando te pisaban, a dejarte la piel. Muchas tiraron la toalla. Las que quedamos sabemos lo que llevamos detrás".

La profesora De Pablo dirige un equipo de 22 investigadores a los que les saca 30 años. "Aporto estabilidad, equilibrio, la capacidad de estimularles y cierta perspectiva y experiencia", estima. A los 57 no se siente "cincuentona, sino cincuentañera", y cree que ésta es una etapa muy rica "si tienes suerte con tu profesión, con tu pareja y con tu vida". Ella la tiene. "Y mis amigas de 60 me dicen que espere, que la cosa mejora".

Nani Marquina se ha pasado buena parte de su vida diciendo que su marido era ella. A los proveedores. A los albañiles. A los organizadores de los congresos en los que participaba. "Todos suponían que yo era la esposa del dueño, del jefe, del diseñador, del ponente. Y no, yo era la dueña, la jefa, la diseñadora y la ponenta". Marquina (Barcelona, 1952) fue la única chica de su promoción de diseño industrial en la escuela Masana. Una profesión inaudita para una mujer incluso en el entorno supuestamente cosmopolita de la Barcelona de los setenta. Hoy dirige una empresa de diseño -sus alfombras son conocidas en todo el mundo- compuesta en un 80% por mujeres.

Dos veces divorciada y con una hija de 32 años, Marquina, que se ha labrado el camino sola toda su vida, ha elegido, en esta etapa de su carrera, "abrirse a los demás". Preside la Asociación de Empresarios de Productos de Diseño, la Asociación de Diseñadores Profesionales y pertenece a FIDEM y al Grup Sept, dos colectivos de mujeres empresarias. Tiene una interesante teoría al respecto. "Hace tres años me tuvieron que operar de matriz y tuve la menopausia de repente. Le tenía terror al desánimo, pero ha sido todo lo contrario. Me dio una vitalidad total. He reconvertido mi capacidad creadora hacia mí misma y hacia los demás. Yo no tuve referentes, y creo que ahora lo que me toca es ayudar a los demás a que se lancen. A los chicos y a las chicas".

Marquina posa con soltura -su nuevo compañero es fotógrafo- y su canosa melena al viento. "A esta edad tienes que tomar decisiones. También sobre tu aspecto. Y decidí no teñirme. Mis canas representan mi sabiduría, mi experiencia. El trabajo te da seguridad en ti misma y en tu imagen".

La vicepresidenta Salgado ya está lista para las fotos. Se nota que le gusta la moda. Ha elegido un vestido de Juanjo Oliva, su diseñador preferido. No pierde un minuto en justificarse. "Los problemas de imagen de muchas mujeres de mi edad y de cualquier otra están más en la mirada de los otros que en una misma. Hay días en que me apetece ir más vestida, y otros, en vaqueros. Hay que conocerse y quererse más, ésa es la clave". La titular de Economía evoca los tiempos en los que quedaba a comer con un grupo de amigas, directoras generales del primer Gobierno de Felipe González -"las altas cargas, nos autodenominábamos"-, en unas reuniones que despertaban la curiosidad -y los recelos- de sus colegas varones. Hasta que una recién nombrada se presentó, solemne e ilusionada por ser aceptada en semejante club de alta política femenina. "Una de nosotras tuvo que sacarla del error: aquí hablamos de trapos y de tíos; igual que ellos hablan de fútbol y de tías. Ese peso, esa responsabilidad excesiva que ha arrastrado esta generación que ha tenido que luchar tanto, nos ha hecho perdernos muchas risas. Ahora estamos recuperándolas".

-¿Ha necesitado un plus de resistencia para desarrollar su carrera por ser mujer?

-Desde luego, pero sobre todo creo que las mujeres nos aproximamos al poder de forma diferente. Queremos el poder para hacer cosas. Cuando lo logras, estás tan ocupada haciéndolas que no tienes necesidad de contar los puestos que vas escalando.

-Según el Instituto de Estadística francés, los picos de felicidad se alcanzan a los 20 y a los 60 años. ¿Cómo se siente usted?

-Me tengo por una persona feliz en todas las etapas de mi vida. De hecho, lo único que me da miedo es cuando pienso que las cosas se van terminando. Pero es cierto que hay un momento en el que una tiene más tiempo para sí misma, y eso es importante.

-No será ahora. Usted es probablemente la persona más presionada del país.

-Y sin embargo, siempre encuentro media hora para no hacer nada, para estar en Babia. Ése es mi espacio. Y mi tiempo.

Videogalería: Salgado responde

La ministra, Elena Salgado
La ministra, Elena SalgadoISABEL MUÑOZ
EL PAÍS SEMANAL entrevista a la vicepresidenta segunda del Gobierno, símbolo de una generación de españolas que ha roto moldes.Vídeo: LUZ SÁNCHEZ-MELLADO / PAULA CASADO
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