_
_
_
_
_
Reportaje:

Vía revolucionaria

Una novela de Richard Yates sobre la vida en EE UU en los cincuenta sirve de base a la película de Sam Mendes

La película Vía revolucionaria, dirigida por Sam Mendes y protagonizada por su mujer, Kate Winslet, y basada en la novela homónima de Richard Yates, ha despertado una oleada repentina de interés por la vida en los barrios residenciales estadounidenses en los años cincuenta, y también sorpresa por el hecho de que tanto Yates como su obra hubieran caído en el olvido. Yates era un escritor literario olvidado cuando murió en 1992, aunque cuando se publicó Vía revolucionaria en 1961, los críticos la alabaron calificándola de "perfecta".

Y ése era precisamente su problema. A principios de los años sesenta, la perfección estaba pasada de moda y la novela "bien hecha" estaba considerada de nivel intelectual medio. Lo que primaba era la voz individual del escritor: la novela se había vuelto íntima. Los escritores en ciernes, como yo, aprendimos de los críticos que la peor palabrota entre los entendidos era "argumento". El argumento era para las películas, no para la ficción. James Joyce y Proust eran nuestros ídolos.

En 1960 Kennedy salió elegido; era la edad dorada de la ficción
El autor tenía 35 años cuando se publicó la que fue su primera obra
La película está a un mundo de distancia del libro

En 1960, Kennedy salió elegido presidente. Era la edad dorada de la ficción, una época en la que los editores definían su éxito por la calidad literaria de los libros en su haber, no por el marketing o unos beneficios del 20%. Además, con esta moda actual de revolver en los años cincuenta para descubrir esto o lo otro, cabe recordar que las novelas pertenecen a la época en la que se escriben, no al periodo de tiempo sobre el que el novelista decide escribir, y Yates iba en contra de los estándares literarios de principios de los años sesenta.

La famosa edición del verano de 1963 de la revista Esquire definía con precisión el mundo literario, tal y como era por aquel entonces. En la portada salía la típica chica guapa de discoteca sonriendo y fumando un cigarrillo. El pie de foto decía: "Mailer está aquí. Albee está aquí. Jones está aquí. Nabokov está aquí. Pero, ¿quién habría soñado que ibas a venir desde el Ganges para estar en nuestra pequeña fiesta, Ginsberg?" En el interior de la revista había un mapa literario. Estaban los de la contracultura beat como Kerouac y compañía; los del mundillo guay, Edward Dahlberg y William Burroughs; los modernos intelectuales, Chandler Brossard y H. L. Humes; los poetas, Robert Lowell, May Swenson, Elizabeth Bishop, Kenneth Koch, Frank O'Hara y otros; los novelistas, John Barth, Ralph Ellison, Saul Bellow, Nelson Algren, Philip Roth, John Updike, Bernard Malamud y Salinger (e incluso mencionaban a una servidora, que acababa de empezar); los críticos, como el grupito de Partisan review: Mary McCarthy, Lionel y Diana Trilling; los escritores de teatro, Lillian Hellman, Tennessee Williams y Arthur Miller. Y, por supuesto, escritores sureños como Carson McCullers y Truman Capote eran extremadamente importantes. La lista era inmensa y sólo he mencionado a unos cuantos de los escritores.

Era una época en la que los escritores europeos -como Becket, Auden y Camus- se tenían muy en cuenta y ya se oía el redoble de las nuevas escritoras que escribían con un lenguaje revolucionario en el que su alma y sus circunstancias no estaban separadas de sus funciones corporales (Doris Lessing, Sylvia Plath, Ann Sexton...) y que se incorporaban al mundillo. Además, la cuestión étnica empezaba a aflorar.

Los escritores que más se pueden comparar a Richard Yates por la temática y el lugar son John Cheever y John Updike. Pero Cheever era un escritor brillante, en cuyas historias el estilo y la pasión iban de la mano; Yates sencillamente no estaba en su clase. Y luego está Updike. Es verdad que Updike es un maestro, como Yates, del detalle sociológico (los muebles modernos daneses, las marcas de pasta de dientes y de zapatillas que se llevaban en un partido de tenis), pero Updike estudió para ser artista. Su auténtico talento está enriquecido por una energía visual de la que Yates carecía. Los hombres y las mujeres de Updike están atribulados por sus fracasos; sus recuerdos visuales se funden en un momento definitivo, un momento, intensificado por un enorme calor sexual, en el que su vida o bien cambia o no cambia.

Richard Yates tenía 35 años cuando se publicó Vía revolucionaria, bastante tarde para ser su primera novela. Su propia vida estaba llena de desesperanza. Sus padres, que no paraban de discutir, se divorciaron cuando tenía tres años y, de pequeño, no paraba de mudarse de un sitio a otro. Se divorció dos veces, tuvo dos hijos y padecía graves depresiones y alcoholismo. Leí Vía revolucionaria cuando salió por primera vez. Tenía un título fantástico, era una novela buena, pero no genial, y pecaba de un estilo antiguo. Interpreté que la historia de April y Frank Wheeler, la pareja desilusionada que se muda a un barrio residencial en los años cincuenta, representaba las dos partes de la lucha interior de Yates (un recurso común entre novelistas) y April no me pareció convincente como mujer.

Frank, el más pasivo de los dos, se supone que había sido una lumbrera de la Universidad de Columbia que tristemente se había convertido en un ejecutivo. April, más motivada que su marido (había fracasado en su ambición de ser actriz), anima a Frank a hacer realidad el sueño de ambos de vivir en París, donde ella se encargará de mantener a Frank y a sus dos hijos consiguiendo un empleo, a lo mejor trabajando para el Gobierno, mientras él, por así decirlo, "se encuentra a sí mismo". Sus planes se van al traste cuando se da cuenta de que está embarazada. Muere como consecuencia de un horripilante aborto chapucero y medio suicida que se practica a sí misma.

Para las lectoras y las escritoras no resulta creíble que April Wheeler, una mujer que se supone que tiene clase y que quiere ser partícipe del París de Sartre y Simone, no hubiera por lo menos intentado que le practicaran un aborto ilegal, la solución típica por aquel entonces. Podría haber cogido un vuelo a uno de los lugares en los que se podía hacer de camino a París. Como escritora en ciernes, presté especial atención a la escena del aborto, ya que el aborto era un punto central de mi novela de 1960, El ritmo de la vida, y el poder elegir si querer abortar o no ya se perfilaba en el horizonte como una cuestión crucial para las mujeres. En mi novela, una generación mucho más joven de estudiantes de la Universidad de Columbia discuten sobre la generación beat, el psicoanálisis y el expresionismo abstracto. La chica se queda embarazada. Sus amigos pijos la instan a hacerse pasar por una persona psicológicamente inestable, lo cual permitiría a un psicoanalista liberal dar el visto bueno a un aborto legal y seguro, pero la cosa se tuerce.

La película Vía revolucionaria, que se estrena en España el 23 de enero, está a un mundo de distancia de la novela que, a su vez, está a un mundo de distancia de la época que retrataba. Probablemente El hombre del traje gris, de Sloan Wilson, describía con más precisión la vida en los barrios residenciales a mediados de cincuenta. Aun así, cabe reflexionar acerca de por qué este tema les resultaba tan poco interesante a nuestros escritores más imaginativos. ¿Y Chejov qué?

Traducción de News Clips.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_