Freddy Krueger y el terror deconstructivo
"Lo bueno del género consiste en ser tan efímero como una canción de rock", dice el actor
La sección oficial del Festival de Sitges se acerca a su tramo final convertida en un privilegiado escaparate de los últimos caminos del fantástico: la autorreflexión sobre los mecanismos del género, sus acercamientos a una mirada hiperrealista y los juegos deconstructivos han sido una constante que invita a meditar sobre la mayoría de edad de un género tradicionalmente asociado al escapismo. "Participé en la primera película de terror deconstructiva, La nueva pesadilla de Wes Craven (1994)", recuerda Robert Englund, el mítico Freddy Krueger, galardonado en el certamen con el Premio Màquina del Temps en reconocimiento al conjunto de su trayectoria. "El público ha llegado a ser tan sabio como los directores", añade el actor, "y el cine ha acabado reconociendo la participación de los fans en su propio discurso. La ironía y el sentido del humor han sido fundamentales en la evolución del género".
Un buen ejemplo de todo ello ha sido la que, en la modesta consideración de este cronista, bien podría ser la obra maestra oculta en la sección competitiva: Dai-nipponjin, dirigida por el cómico japonés Hitoshi Matsumoto, una filigrana del poshumor, en clave de falso documental, que narra la decadencia de un superhéroe nipón sometido a estratégicos procesos de gigantismo. Sus combates con grotescos monstruos de kaiju-eiga puntúan declaraciones desgranadas en el registro cotidiano de la serie The Office o de un mockumentary de Christopher Guest. La norteamericana The Nines, debut del guionista John August, ha sido otra sofisticada perla de especial relevancia: un cuento metafísico de realidades alternativas (y falsas) que lleva la estética de la telerrealidad a un limbo situado entre Dick y Borges.
Golpes de efecto
Junto a los sutiles placeres proporcionados por la fantasía melancólica de Mushishi, de Katsuhiro Otomo -historia de un sanador capaz de ver parásitos invisibles, según el manga de Yuki Urushibara-, y el suspense de corte clásico de Joshua, del norteamericano George Ratliff -pieza de cámara con niño perverso en su centro-, el festival también ha acogido abrumadores golpes de efecto de la mano de dos desiguales piezas de gore francés: Frontière(s), de Xavier Gens, disfraza de alegato político antifascista un encadenado de citas cinéfilas -de La mosca, de Cronenberg, a El expreso de medianoche, de Alan Parker, pasando por La matanza de Texas, de Hooper, y El odio, de Kassovitz- que revela más oficio que tino, pertinencia y buen gusto. A l'intérieur, de Julien Maury y Alexandre Bustillo, por su parte, también alude a las revueltas suburbiales parisienses para acabar dando forma a un ejercicio de Grand Guignol tan virtuoso como honesto en su vodevilesco manejo de la brutalidad. La proyección de prensa fue contestada con algún silbido raudamente replicado por los incondicionales de lo extremo.
Por lo demás, un rutinario thriller en la estela de Seven -Waz, de Tom Shankland-, el cuento cruel (y telefílmico en sus formas) de Stuck, de Stuart Gordon, y el a ratos poderoso tríptico apocalíptico de The Signal, de David Bruckner, Dan Bus y Jacob Gentry, completan una sección oficial notable, en la que, no obstante, se echa en falta que, como afirma Robert Englund, "muchos directores olviden que lo bueno del género consiste en ser tan efímero como una canción de rock".
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