Al rescate del Mont Saint-Michel
Una presa de 110 metros devolverá la insularidad a la fortaleza medieval
Es bien sabido: con el primer barco se descubrió el naufragio, como con el primer tren, el descarrilamiento. Lord Byron, al visitar Grecia y glosar sus ruinas y playas solitarias ponía, sin saberlo, los cimientos de Marbella y Benidorm. Los monjes que eligieron refugio en el Mont Saint-Michel, a cinco kilómetros de la costa normanda y en un peñasco accesible dos veces al día, durante el breve lapso en el que se retiraba la marea, creyeron haber descubierto la soledad y el aislamiento. Se equivocaban.
Hacia 2050 habrán desaparecido los sedimentos y la abadía estará aislada de tierra firme
En la actualidad, la abadía-fortaleza de Saint-Michel queda a unas pocas decenas de metros de tierra firme. Las mareas, las más fuertes de Europa, de hasta 14 metros de desnivel, sólo transforman el lugar en isla unos 50 días al año. Entre los diques de campesinos y pastores, entre los pantanos y canales de los urbanitas empeñados en domeñar la naturaleza y, sobre todo, entre el aparcamiento y los tres millones de visitantes anuales que en él dejan coche o autocar, la bahía se ha ido llenando de tierra y el modesto caudal del río Cuesnon es incapaz de limpiarla.
Los hombres han decidido acudir en ayuda de Saint-Michel. Una presa de 110 metros de largo situada casi en la desembocadura del Cuesnon se abrirá cada vez que suba la marea para cerrarse después y dejar luego que el agua retenida salga de golpe, con la fuerza de un joven torrente que todo lo arrastra. Ocho compuertas, de 20 toneladas cada una, situadas entre nueve pilares, tienen que lograr que, en 2012, el Mont Saint-Michel quede aislado unas horas 150 días cada año y que, hacia 2050, eso suceda todos los días del calendario. Para entonces, la profundidad de la bahía habrá aumentado 70 centímetros.
La obra costará 200 millones de euros. Llega tarde, porque ya no quedan monjes, o apenas, en Saint-Michel. Hoy, todos los que allí llevan túnica o hábito son impostores así disfrazados para vender crêpes o galletas. La restauración de la insularidad de quita y pon del Mont Saint-Michel, la regularización de los flujos y reflujos de agua, y el aumento progresivo de la profundidad del mar en torno a la roca debieran conllevar la reducción también progresiva del flujo de turistas. El laberinto de callejuelas medievales volverá a ser un lugar por el que pasear, es posible que el olor a mantequilla frita deje paso al de algas, y que el viento sea capaz de silenciar las canciones de verano, otoño, invierno y primavera.
El dique o presa en el Cuesnon es una obra sorprendente. De considerables dimensiones, tiene que resolver problemas constructivos difíciles -lecho arenoso, respeto de exigencias ecológicas, etcétera-, pero confía en la ayuda de la naturaleza y de cálculos prodigiosamente finos. En los primeros dos años de funcionamiento de las compuertas, tres millones de metros cúbicos de sedimentos serán reenviados hacia el océano. En ocho años deberían haber desaparecido las cuatro quintas partes de los sedimentos que hoy hacen del Mont Saint-Michel más una península que una isla.
Otros problemas: devolverle espacio al mar, ¿no equivaldrá a privar de hierba salada a los famosos corderos de prés salés que proponen los restaurantes más reputados? Y con los crustáceos y moluscos, ¿qué ocurrirá? Nadie lo sabe, pero los ingenieros explican que, para poder realizar la obra, han tenido que desplazar, amorosamente, una colonia de ranas del Cuesnon algunos centenares de metros curso arriba. Si con los turistas tienen el mismo éxito que con las ranas, habrá que felicitarles.
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