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Columna
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El futuro nubla el pasado

Andrés Ortega

Cumpleaños infeliz. Es el que se dispone a celebrar la Unión Europea el domingo próximo cuando se cumplan 50 años de su fundacional Tratado de Roma. Es una construcción sin precedentes en la historia, la mayor aportación a las formas políticas que, desde el Estado nación, ha hecho Europa, y de un gran éxito y originalidad en todos los sentidos, incluida la paz y la prosperidad, en una unión desde la voluntad, no la imposición, que preserva las identidades. Los arquitectos políticos de la segunda posguerra mundial acertaron. Hoy, falta visión y no puede Europa, que se construyó contra el muro de la guerra fría, hacerse ahora contra nada, sino en positivo.

La realidad ha superado las mejores expectativas, con un mercado único para 27 países, una cierta solidaridad interna, una política agrícola común (aunque haya acabado víctima de su éxito), una moneda única para, de momento, 13 Estados, una política comercial, y otros logros entre ellos el de una incipiente política exterior y de seguridad común que hace de la UE un actor global. Pero son las disensiones sobre hasta dónde -en materias y en geografía- ha de avanzar la Unión las que impiden celebrar estos éxitos como se debe.

Bien es verdad que la UE ha hecho casi lo más difícil, y que tras la moneda, lo que queda toca al corazón de lo que aún permanece de soberanía nacional: la seguridad interna y externa, la energía (que hoy es tan estratégica como la defensa) y los avances en la integración política, en la puesta en común de soberanía. Los euroescépticos -Gobiernos o ciudadanos- no quieren avanzar y con las ampliaciones han aumentado en número e influencia. Ni siquiera quieren que el próximo domingo la Declaración de Berlín sobre este aniversario tenga contenido real sobre el camino a seguir. Pensemos en la Polonia de los gemelos Kaczynski, o en un Reino Unido sin el cual -no conviene equivocarse en esto- no es posible la necesaria Europa de la defensa y de la diplomacia. Y hay que recordar que tras cuatro años de estúpida guerra, Irak sigue reventando -no por culpa de Europa- y la UE tiene bien poco que decir al respecto, aunque le afecte directamente lo que allí ocurre.

La Unión ya no es sólo occidental, sino que ha desbordado las tradicionales divisiones históricas de Europa y se ha ampliado, quizá demasiado deprisa y con un problema de gigantismo. Pero ha sido un logro histórico, y dado que nos hemos lanzado en ese proceso no queda más remedio que avanzar y repensar Europa, más allá del fracaso de la Constitución Europea, cuyos elementos de reforma institucional son necesarios pero que se quedaba corta en otros, como los referentes a la ciudadanía común. Pero sobre todo, Europa debe consolidar lo que tiene entre manos, desde el proceso de ampliación, fijando su limes, hasta las nuevas políticas comunes, acercándose a las preocupaciones de los ciudadanos. Cabe recordar que una de las cosas que más ha hecho Europa no ha sido una política, sino un programa, el Erasmus de intercambio de estudiantes que este año cumple 20, y por el que han pasado 1,2 millones de jóvenes.

Aún quedan países que llaman a la puerta. La buena idea de Mitterrand de una Confederación Europea en cuyo seno hubiera estado la UE se rechazó prematuramente. La de los círculos concéntricos, ya no vale tampoco. E pluribus unum (muchos en uno) es el lema latino de EE UU que debería hacer suyo la UE. Pero ya no referido a los Estados y a las identidades sino a las formas de organizarse. Hay que ir a geometrías variables, no tanto internamente (no hay demasiados terrenos posibles pese a lo atractivo de la idea) como externamente, como la idea de una Unión Mediterránea que propugnan Prodi, Zapatero y Sarkozy (si gana). Pues con Europa estabilizada, la inestabilidad puede venir de su entorno en ebullición, separado por un nivel de desigualdad sin par en el mundo. Es un reto inmediato. En la geografía y en el tiempo. No para dentro de otros 50 años. aortega@elpais.es

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