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Reportaje:El fenómeno de la inmigración

Una cárcel para 40 días

Los inmigrantes del Centro de Internamiento de Extranjeros de Málaga viven en condiciones similares a la prisión

Fernando J. Pérez

El Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Málaga no es una cárcel, pero apenas se le distingue. Desde que ingresan en él hasta que salen, en un plazo máximo de 40 días, los internos viven encerrados en un universo de rejas, incomodidad y falta de intimidad más propio de una prisión que de una instalación concebida para personas que han cometido una infracción puramente administrativa, como es entrar o permanecer irregularmente en España. Aunque fuentes policiales señalan que "se procura internar en el CIE a sin papeles con antecedentes policiales para su expulsión", en el centro acaban conviviendo delincuentes multirreincidentes con personas cuya única falta es carecer de permiso de residencia.

Los hombres comen de pie. Las sillas del comedor se rompieron durante una pelea
12 internos ocupan una habitación de 40 metros cuadrados sin apenas luz natural

El CIE malagueño saltó a los medios de comunicación el pasado julio, cuando se descubrió que varios de los agentes del Cuerpo Nacional de Policía que lo custodiaban celebraban "fiestas" en las que supuestamente tenían sexo con algunas internas. El escándalo motivó el cambio de equipo directivo. Los nuevos responsables del centro lidian desde hace dos meses con unas instalaciones obsoletas y palian "con sentido común" la ausencia de una reglamentación clara sobre este tipo de instalaciones. Numerosos colectivos de defensa de los inmigrantes han denunciado las carencias del centro y han pedido su cierre.

La puerta principal del CIE -un antiguo convento de frailes capuchinos convertido en cuartel tras pasar a manos del Estado en la desamortización de Mendizábal de 1840- se abre sobre un patio en el que hay dos edificios de color amarillo crema. El de la izquierda alberga el despacho del director. El inmueble de la derecha, el de los internos, tiene una jaula de unos 40 metros cuadrados a modo de atrio. Esta instalación permite que el inmigrante se baje del coche policial que le transporte al CIE ya en un recinto enrejado.

Una vez dentro del edificio, con capacidad para 85 hombres y 25 mujeres que permanecen siempre separados, el extranjero recibe un folio en su idioma en el que se le informa de sus derechos y obligaciones. "Esto es positivo, pero sería deseable que estuviera redactado en un lenguaje menos jurídico", opina el abogado José Luis Rodríguez, que el pasado 11 de octubre visitó el CIE en una comisión de cuatro miembros de ONG encabezada por el diputado de Los Verdes Francisco Garrido.

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Tras abrírsele la ficha de ingreso, el interno pasa un reconocimiento médico en la enfermería. Si no entiende el español, normalmente otro interno que hable su idioma ejerce de intérprete. "Este sistema atenta contra el derecho a la privacidad de los datos médicos", se queja Hervé Bertevas, de Médicos del Mundo. La enfermera que atiende el dispensario, sin ventanas ni calefacción, informó a la comitiva de que cada día reciben a "seis o siete" internos. "Las afecciones más comunes son caries, dolor de muelas, dolores musculares e insomnio provocado por la ansiedad de estar encerrado con desconocidos y con la expulsión de España a la vista", comentó la ATS a los visitantes.

Terminado el reconocimiento, al interno se le retiran sus efectos personales, que por falta de espacio son almacenados en unas dependencias especiales. "Pueden coger cualquier cosa que necesiten siempre que lo soliciten", aseguran fuentes policiales. Esto incluye teléfonos móviles, que no pueden tener en los módulos, pero que pueden utilizar previa solicitud. Como último trámite al inmigrante se le proporciona un juego de aseo y se le asigna una litera en alguna de las habitaciones.

En las épocas de gran ocupación -situación rara en el CIE de Málaga- hasta 12 hombres llegan a compartir los cuartos más grandes de la planta baja. En sus aproximadamente 40 metros cuadrados hay seis literas dobles, unos lavabos y dos puertas batientes que esconden unos inodoros turcos. El suelo es de terrazo y las paredes están llenas de pintadas en rumano, ruso, portugués o árabe, y decoradas con carteles de chicas con poca ropa. La luz del interior es casi siempre eléctrica, ya que las ventanas están tapadas con unas planchas de hierro grises con una malla de agujeros del tamaño de una perforadora de papel. Sin embargo, los policías pueden ver perfectamente desde el pasillo lo que ocurre dentro de las habitaciones.

En la actualidad, el CIE alberga a 40 hombres y seis mujeres. Éstas ocupan un ala de la planta superior, junto a una sala de control desde la que un agente observa las imágenes que le proporcionan ocho cámaras de videovigilancia "situadas en las zonas comunes, nunca en las habitaciones", según la policía. El cuarto de las mujeres sólo se distingue del de los hombres en que los carteles muestran a modelos masculinos.

Otras habitaciones, que casi nunca se usan y que actualmente están en obras, se destinan a parejas que son detenidas juntas. Durante el día, cada miembro de la pareja permanece en un patio distinto. En el tiempo que pasan juntos en el módulo carecen absolutamente de intimidad, ya que están separados de pasillo por un cristal.

El edificio en general está limpio y en buen estado, a pesar de su antigüedad. No obstante, muchas paredes presentan manchas de humedad y en algunos techos asoman los hierros oxidados de las viguetas. Lorenzo Álvarez, de Bomberos sin Fronteras, asegura que el nuevo director del CIE, el inspector jefe José Luis Ruz, se mostró "muy receptivo" a las sugerencias de los cooperantes para mejorar las condiciones del CIE, como establecer unos horarios fijos para la visita de letrados o la formación de los funcionarios sobre medidas de protección ante incendios.

La rutina diaria de los internos es tediosa. Sobre las nueve de la mañana toman el desayuno. Desde esa hora hasta las 14.30 permanecen en el patio. Después de la comida van a sus habitaciones para reposar hasta las 18.00, cuando pueden recibir visitas hasta la hora de la cena o volver al patio. A medianoche se apagan las luces. Así todos los días.

Los varones llevan varios meses haciendo todas sus comidas de pie. La anterior dirección sacó las sillas de plástico azul al atrio enrejado de la entrada después de que unos internos las usaran para golpearse con ellas y romperlas para hacer objetos cortantes. Hasta que no se termine un nuevo comedor con bancos anclados al suelo, los internos masculinos no volverán a comer sentados. Los muros del comedor están llenos de manchas de comida seca, al igual que la cámara que lo vigila. "Normalmente los problemas surgen cuando los internos tienen noticia de que va a producirse una expulsión masiva, de 15 o 20 personas", relatan las ONG tras la visita.

A pesar de que la presencia de delincuentes comunes en el CIE genera "conductas similares a la cárcel", según la policía, el poco tiempo de estancia -una media de 20 a 22 días- hace que no se produzcan grandes altercados. No obstante, según los cooperantes, los policías se andan con cuidado. "A veces han llegado a quitar la cabeza al cepillo de dientes para hacer un pincho afilándolo contra una pared del patio". Además, los agentes no portan en su vestuario la placa metálica con el escudo policial para evitar que alguien se la pueda arrebatar y usarla como objeto cortante. Desde que el centro de la plaza de Capuchinos comenzó a funcionar como CIE en 1990 después de ser utilizado como cuartel, se han producido dos suicidios y tres incendios. Está prohibido fumar, pero los internos preparan peligrosas antorchas con papel higiénico enrollado que cuelgan en el patio para encender cigarrillos.

El centro carece de un asistente social, en contra de lo que establece la orden ministerial de 1999 que regula los centros de internamiento de inmigrantes. La nueva dirección ha solicitado la incorporación de uno. "Es necesario que se deje de ver el CIE como una burbuja. Si hubiera asistencia social sería un alivio para los policías y para los internos", aseguran fuentes del CIE.

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Sobre la firma

Fernando J. Pérez
Es redactor y editor en la sección de España, con especialización en tribunales. Desde 2006 trabaja en EL PAÍS, primero en la delegación de Málaga y, desde 2013, en la redacción central. Es licenciado en Traducción y en Comunicación Audiovisual, y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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