Mónaco y los Grimaldi
Ha pasado más de un año de la muerte de Raniero. Mónaco se reinventa. El príncipe Alberto busca un camino para este diminuto Estado que ha vivido del juego, de la imagen y de ser un refugio fiscal de Europa. Estas páginas muestran las fotografías más privadas del soberano y su familia
Mónaco no es un lugar bonito. Posiblemente lo fuera cuando sobre la roca no había más que la vieja fortaleza genovesa, e incluso hasta el final del siglo XIX, cuando se edificó el casino, el hotel y la ópera para que la aristocracia europea se dejara el dinero en la ruleta. Ahora es vulgar. No tiene encanto. Ni siquiera un estilo propio, si no es el de una cierta dejadez hija de la opulencia; Rolls- Royce, Ferrari, Lamborghini aparcados en la calle cubiertos de polvo como un utilitario cualquiera. La Costa Azul francesa está llena de ciudades con más encanto y personalidad. Pero es un lugar fascinante. Pornográfico, en cierto modo: todo está a la vista, y por ello nada resulta evidente.
Fue en 1191, al inicio de la primera cruzada, cuando los genoveses construyeron una fortaleza sobre este peñón del Mediterráneo para proteger sus naves de los ataques de las galeras sarracenas. Los miembros de la casa Grimaldi fueron asiduos visitantes de la Roca, a veces huyendo y otras con el encargo de poner orden. Acabaron instalándose allí.
En 1454, un tal Jean Grimaldi, señor de Mónaco, definió en su testamento las reglas de sucesión, y el pequeño núcleo fortificado adquirió sus primeras dosis de soberanía, al estilo de las ciudades-Estado italianas. Durante los siguientes siglos, la aportación de Mónaco a los libros de historia es prácticamente nula. Honorato II se autoproclamó príncipe en 1612 tras alinearse con los intereses de Francia y contra los de España. Toda una premonición.
Alberto II, su actual sucesor, también se estrenó chocando con la Corona española. En Singapur, en la sesión del Comité Olímpico Internacional que debía elegir la sede de los Juegos de 2012, Alberto señaló Madrid como un potencial objetivo del terrorismo. Fue como si hubiera tratado de introducir una bola negra contra la capital de España con la clara intención de favorecer la candidatura de París, aunque finalmente fuera Londres la ganadora. La Casa Real española no mandó ningún representante a la ceremonia de entronización con la excusa de problemas de agenda.
Alberto tenía razones poderosas para congraciarse con Francia. Su padre, Raniero III, se enfrentó con el general De Gaulle al principio de su reinado y salió chamuscado. París mantuvo sus derechos de potencia tutelar, como, por ejemplo, el de nombrar los miembros de la terna de altos funcionarios franceses entre los que el soberano debía elegir a su ministro de Estado. Un cargo que estaba vetado a los ciudadanos monegascos.
Influyera o no su gesto de Singapur, lo cierto es que unos meses más tarde, en el otoño de 2005, Alberto realizó un viaje de Estado a París, se reunió oficialmente con el presidente Chirac en el palacio del Elíseo y ratificó el nuevo tratado que regula las relaciones de su reino con la potencia tutelar francesa. Mónaco goza desde entonces de mayor autonomía, incluida la capacidad del soberano de nombrar a su ministro de Estado, e incluso de escoger a un monegasco para el puesto.
Alberto II es tan sólo el segundo de los Grimaldi que vive permanentemente en este peculiar Estado, miembro de las Naciones Unidas desde 1993. Un país muy pequeño, de tan sólo 200 hectáreas, habitado por algo más de 32.000 personas, de las que 7.676 son ciudadanos monegascos, 9.200 franceses y 5.500 italianos, además de otras 119 nacionalidades. También tiene 60 bancos y 340.000 cuentas corrientes activas (10 por habitante), con un saldo estimado en torno a los 70.000 millones de euros.
Cuando accedió al trono, el 12 de julio de 2005, Alberto II pronunció un discurso en el que señalaba que "la ética y el humanismo" debían ser el referente "en un pequeño país donde dinero y virtud deben conjugarse cotidianamente". Porque Mónaco es un país-empresa en el que el crecimiento económico no se mide por el producto interior bruto, sino por el volumen de negocios. En 2004, las 4.600 compañías monegascas generaron 9.800 millones de euros y emplearon a 39.000 trabajadores. El casino ya no representa más que el 4% de los ingresos del Estado; el turismo, un 15%, y la industria, un 10%. El resto es, en buena parte, producto de la actividad financiera e inmobiliaria.
En las últimas tres décadas, "Mónaco ha conseguido aumentar su territorio en un 20% por medios totalmente pacíficos", aseguraba, no sin cierta ironía, Alberto II en su discurso. El barrio de Fonteville, de 20 hectáreas, se construyó completamente sobre terrenos ganados al mar en 1981. Y la expansión territorial del principado sigue. En proyecto está Fonteville II, además de la extensión del puerto de Larvotto, que supondrá la emergencia de 15 hectáreas adicionales destinadas a viviendas, oficinas y equipamientos. Son grandes obras de infraestructura muy costosas, pero rentables, porque los precios de la vivienda en Mónaco -entre 10.000 y 20.000 euros el metro cuadrado- son cuatro veces más caros que en la vecina Niza. En el Carré d'Or, un apartamento de 100 metros cuadrados puede llegar a costar hasta dos millones de euros, cifra que se queda en unos 4.000 euros al mes si se trata de una vivienda alquilada de las mismas características.
Para los ciudadanos monegascos, estos precios no son un problema. Tienen viviendas subvencionadas y se benefician de grandes prebendas, incluida la de prestar su nombre para abrir cuentas corrientes de ciudadanos franceses, a quienes De Gaulle les prohibió hacerlo. Para los demás es un problema grave, especialmente para quienes trabajan en el principado y deben buscar vivienda. El sociólogo Bernard Vatrican, monegasco de pleno derecho, fustiga a sus compatriotas y denuncia esta sociedad de castas tan diferenciadas.
"Desearía que el príncipe tuviera la voluntad de hacer evolucionar a los monegascos, que espontáneamente no tienen ninguna conciencia del interés general. El problema es que el desarrollo de Mónaco se debe, sobre todo, a los extranjeros, pero los privilegios acordados para los 7.000 monegascos en materia de empleo y vivienda impiden a los trabajadores extranjeros vivir en el principado", piensa Vatrican. A los monegascos, por lo general, no les preocupan estos razonamientos. Raniero les trajo el bienestar, era "el patrón", y Mónaco, un negocio familiar. Ahora están convencidos de que el nuevo príncipe no desmerecerá a su padre.
El problema principal de Mónaco es la falta de territorio, lo que lo convierte en algo parecido a un Hong Kong mediterráneo. Esta estrechez tiene su origen en 1861. Mónaco era un lugar miserable, y Carlos III Grimaldi se vio forzado a ceder a los deseos de los habitantes de los pueblos de Menton y Roquebrune de pasar a formar parte de Francia, con lo que la Roca quedó reducida a sus actuales dimensiones. A cambio, el soberano consiguió, por un lado, que París le pagara por ello, y por otro, que Mónaco se convirtiera en un Estado independiente, aunque bajo la tutela de Francia. Para entonces, los ingleses -las clases altas- habían inventado el turismo. En la vecina Niza acababa de abrirse un casino donde las aristocracias británica y rusa y las grandes fortunas europeas se dejaban el dinero en la ruleta. Carlos intuye el negocio y crea la famosa Société des Bains de Mer (SBM), que construye el casino, la ópera y el famoso hotel de París.
Y así nació el Mónaco que ha llegado hasta el presente. En pocos años, el principado desbancó a Niza como el lugar donde dilapidar fortunas, que acaban en las arcas de la SBM. Las siguientes décadas fueron de esplendor. El principado se convirtió en un lugar de referencia bajo el reinado del gran Alberto I (1848-1922), precursor de los estudios oceanográficos, explorador, cartógrafo , y también clarividente hombre de negocios, que diversificó los ingresos, reduciendo la dependencia del juego, y dio lustre y prestigio a la Roca.
Su hijo, el futuro Luis II, era un joven fogoso y aventurero, algo inestable y fascinado por la milicia. En 1898, mientras estaba destinado como oficial del ejército francés en Constantina (Argelia), el príncipe soldado tuvo una relación sentimental de la que nació una hija natural: Charlotte. La madre era Marie-Juliette Louvet, una "modelo para fotos artísticas" que, según la leyenda, había conocido en un cabaré de París y que trabajaba como lavandera en el cuartel.
Luis reconoció a su hija, y en 1918, para evitar que el trono de la Roca cayera en manos de un Grimaldi emparentado con una casa real germánica, el Gobierno francés le forzó a adoptarla legalmente para saltarse la prohibición que pesaba sobre los hijos naturales de ocupar el trono monegasco. Convertida en duquesa de Valentinois, Charlotte, la hija de la lavandera, pasó a ocupar el segundo lugar en la línea sucesoria por detrás de su padre. En 1920 se casó con el conde Pierre de Polignac, del que se separó en 1933. La pareja tuvo dos hijos: Raniero y Antoinette.
Durante la II Guerra Mundial, el principado fue ocupado primero por los fascistas italianos y después por los nazis alemanes. Y Luis II, que en 1939 había alcanzado el rango de general del ejército de Francia, mantuvo un comportamiento claramente germanófilo, si no directamente colaboracionista. Acabada la guerra, la absorción por Francia parecía inevitable. Pero los Grimaldi probaron de nuevo ser unos jugadores con suerte. El futuro Raniero III -a quien el 30 de mayo de 1944 (el día de su mayoría de edad) su madre, Charlotte, había traspasado todos sus derechos sucesorios- se había enrolado en el ejército del general De Gaulle, lavando así el honor de la familia y evitándole a la casa Grimaldi el tener que dar cuenta de sus relaciones con los nazis.
Raniero III, sin embargo, se encontró el negocio familiar en bancarrota. El mundo de la segunda mitad del siglo XX ya no tenía nada que ver con el que había hecho la fortuna de la Société des Bains de Mer. El casino apenas proporcionaba ingresos, y las arcas de los Grimaldi estaban vacías. Pero el heredero de la casa Grimaldi tenía las ideas claras, y convenció al multimillonario griego Aristóteles Onassis para que invirtiera un millón de dólares de los de 1950 a cambio del 50% de las acciones de la SBM.
Raniero comprendió que Estados Unidos era el nuevo imperio y cruzó el charco para promocionar su pequeño reino de cuento de hadas. En su encarnación de un moderno príncipe azul, sedujo a una de las estrellas más deslumbrantes de Hollywood, Grace Kelly, una de las "rubias de hielo" preferidas por Hitchcock, hija de una vieja y rica familia de Filadelfia. El golpe publicitario fue de dimensiones planetarias. Acto seguido se deshizo de Onassis, encontró nuevos inversores en Estados Unidos y, por decreto, realizó una ampliación de capital de la SBM en favor de los Grimaldi, lo que, entre otras cosas, dejó al armador griego con una participación ridícula.
El 18 de abril de 1956, Grace Patricia Kelly y Raniero III contrajeron matrimonio en la catedral de Mónaco. La ceremonia fue seguida por 30 millones de telespectadores, en un tiempo en el que no había ni siquiera tantos aparatos en toda Europa. El 23 de enero de 1957, 21 cañonazos anunciaban el nacimiento de Carolina Luisa Margarita. El año siguiente, el 14 de marzo, nacía Alberto. Estefanía no llegaría hasta el 1 de febrero de 1965. Mientras nacen y crecen sus vástagos, los Grimaldi-Kelly son una referencia ejemplar para los europeos del gran despegue económico y de los sólidos valores de la familia y la tradición. El todo Hollywood -los amigos de la princesa- visita Mónaco.
El negocio que Raniero puso en marcha ya no era el del juego, sino el de las finanzas. Estableció, en cierto modo, uno de los primeros paraísos fiscales, algo que pronto se puso en evidencia cuando en 1962 se produjo el gran choque con Charles de Gaulle, ya presidente de la República Francesa, quien, alarmado ante el agujero que estaba creando Raniero en Mónaco, intentó imponer a los monegascos que pagaran sus impuestos en Francia. Tras duras negociaciones, Raniero evitó a sus súbditos los rigores fiscales franceses, y aunque se dejó algunas plumas en el enfrentamiento, a la larga se salió de nuevo con la suya: en poco tiempo, todas las fortunas del mundo tenían al menos un pied a terre en ese paraíso fiscal.
Pero la vodevilesca tradición familiar no tardó en reaparecer. Carolina se casó en 1978 con Philippe Junot, un playboy que casi le doblaba la edad. Sólo dos años después se divorciaban, y los muy católicos Grimaldi pidieron la anulación al Vaticano, que no llegó hasta 1992.
Poco después ocurrió la gran tragedia. El 13 de septiembre de 1982, Grace y su hija Estefanía, de 17 años, sufrieron un accidente de automóvil en la carretera que une Niza con el principado. La princesa murió y su hija resultó gravemente herida. Ya nada volverá a ser igual. Los rumores que aseguran que era Estefanía quien conducía cuando se produjo el accidente la marcarán de por vida. Raniero parece encerrarse en sí mismo. Carolina decide no esperar a la anulación de su matrimonio y se casa por lo civil con Stefano Casiraghi el 23 de diciembre de 1983, con quien tiene tres hijos: Andrea, Charlotte y Pierre. Y de nuevo la tragedia hace acto de presencia: el 3 de octubre de 1990, Stefano muere en un accidente cuando pilotaba una lancha de carreras.
Durante la década siguiente, las aventuras amorosas de las dos Grimaldi se asomarán permanentemente a las portadas de la prensa del corazón. Especialmente Estefanía, que en 1995 se casa con su guardaespaldas Daniel Ducruet, con el que tiene dos hijos: Louis y Pauline. Pero unas imágenes de Ducruet, sexualmente explícitas, en compañía de otra mujer, emitidas por todas las televisiones, acaban con el matrimonio. En 1995, Estefanía da luz a su tercera hija, Camille, fruto de una breve relación sentimental. Y en 2003 se casa con Adans López Peres, un acróbata portugués del que se divorcia el año siguiente.
Carolina, por su parte, tras pasar el luto y dejarse ver con actores y gente de la farándula, finalmente, por tercera vez, contrae matrimonio con el príncipe Ernesto Augusto de Hannover, un auténtico personaje de sangre real, con el que tiene su cuarta hija, Alexandra. Con un pedigrí en el que se amontonan más de la mitad de las casas reales europeas, el príncipe de Hannover es también un dipsómano cuyos ataques de ira, sus destrozos y su afición a orinar por las esquinas de los palacios le han convertido igualmente en carnaza de la prensa del corazón.
Mientras Raniero languidece y sus hijas no le dan más que disgustos, el único que mantiene cierta dignidad es Alberto, el heredero. De hecho, aseguran fuentes de la Administración monegasca, su padre no le dejaba meter la mano en los asuntos financieros del principado. Su discreción y la relativa ausencia de escándalos en torno a su vida privada habían incluso generado rumores sobre su homosexualidad. Sólo ha sido ahora, tras su ascensión al trono, que se ha sabido que tenía dos hijos, que no ha tenido problema en reconocer legalmente.
Y no es trivial esta decisión en el terreno de lo sentimental. En lo político y lo financiero, Alberto II inaugura su mandato bajo el signo de la transparencia, reforzando las medidas de control sobre los mecanismos de blanqueo de dinero. Hasta el punto de asegurar: "Quiero que la ética sea el valor central de mi reinado".
Lo cierto es que las denuncias sobre la falta de transparencia del sistema bancario monegasco y la permisividad -incluso la total ceguera- ante la procedencia del dinero que se ingresaba en las cuentas corrientes del principado emergieron de nuevo en 2005, a la muerte de Raniero. Charles Duchaine, que fuera juez instructor francés en Mónaco entre 1995 y 1999, aseguraba entonces a Le Parisien que el principado "no tiene apenas nada que vender salvo la confidencialidad bancaria" y que la muerte de Raniero "no cambiará ni las instituciones ni el sistema que le aportan mucho dinero". Y Arnaud Montebourg, uno de los líderes del Partido Socialista francés, que en 2002, por encargo de la Asamblea Nacional, elaboró un informe sobre las prácticas bancarias en Mónaco, pidió abiertamente a Alberto que afrontara "la pesada tarea" de instaurar en el sistema financiero monegasco las normas internacionales en materia de lucha contra "el lavado de dinero".
Algo ha cambiado; mucho, dicen los próximos a la Administración monegasca. Pero aún hoy día, Mónaco figura en la lista de paraísos fiscales opacos de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico, aunque es verdad que ya no es considerado un centro de blanqueo de dinero y que son muchos los expertos que reconocen que las instituciones de la Roca han hecho los deberes. Incluso son ya mucho más rigurosas que las de algunos países como Luxemburgo. En este sentido, el principado se habría convertido en un simple paraíso fiscal, como tantos otros.
Su director de gabinete, Jean-Luc Allavena, explicaba recientemente a Le Monde que Alberto se rodea de un grupo de colaboradores que no tienen nada que ver con quienes aconsejaban a su padre. "Tiene un núcleo de fieles en los que puede apoyarse, en el mundo entero y en todo tipo de aspectos", explicaba. Y si no ha tocado el primer ministro, sí que ha situado en los dos puestos clave a dos de esas personas: Allavena, de 42 años, que procede de una familia de origen piamontés que está instalada en Mónaco desde hace 150 años, y otro cuarentón como Franck Biancheri, de 45, que ejercía de consejero (ministro) de Finanzas y que ahora es ministro plenipotenciario (número dos del Ejecutivo monegasco).
Lo más curioso es que Allavena, Biancheri y otros como Stéphane Valeri, el presidente del Consejo Nacional -el Parlamento monegasco-, tienen en común haber hecho toda su carrera profesional fuera del país. Son monegascos que han trabajado en grandes empresas internacionales y que ahora vuelven para trabajar en casa.
Alberto parece también haber puesto orden en su familia. A Estefanía la ha nombrado presidenta de la Fundación contra el Sida y de otras organizaciones humanitarias, además de directora del Festival Internacional de Circo. Carolina será la responsable de los aspectos culturales y sociales del principado. Y Ernesto de Hannover no ha vuelto a protagonizar incidentes lamentables. Por su parte, Alberto quiere también reencarnar a su antepasado del mismo nombre, Alberto I, el gran cartógrafo y naturalista, manifestando su interés por los estudios oceanográficos y por los problemas del medio ambiente.
Sólo falta una cosa para que Mónaco vuelva a ser un cuento de hadas: una princesa para el príncipe azul. Y ahí es donde las señales que emite el soberano, que acaba de cumplir 48 años, no van en la buena dirección. A Alberto se le han atribuido muchas novias, pero la última, la nadadora surafricana Charlene Whitstock, parecía en condiciones de llevarle al altar. Sin embargo, durante un viaje a EE UU a mediados del pasado mes de agosto, un periodista de la cadena de televisión ABC le preguntó por su futuro matrimonio. "Cada vez que se me ve, más de una vez, con una joven guapa a mi lado, todo el mundo empieza a pronunciar la palabra fatídica que empieza por eme. Esto hace que sea muy difícil mantener una relación con quien sea de manera privada o semioficial", respondió. Un mensaje semioficial y nada privado que, dicen, ha causado estragos en el ánimo de la nadadora.
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