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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Duerme Misisipi

Los pueblos y ciudades del cinturón negro del delta del Misisipi, desde Luisiana hasta Georgia, ofrecen el rostro más descarnado de la sociedad estadounidense. La tierra donde nacieron Faulkner, Muddy Waters, B. B. King y el 'blues' es hoy un lugar sin esperanza, castigado por huracanes y pobreza

La hermana Cleo, una monja de la orden de las Hermanas de la Merced, parece una de esas maestras estrictas cuya naturaleza generosa no llega a vislumbrar el adolescente que está en su clase, pero cuya influencia valora el adulto durante toda su vida. Dedicada a esta profesión desde hace más de 30 años, ha trabajado en colegios de todo Estados Unidos y sabe mucho sobre la turbulenta vida juvenil. Pero nada la ha preparado para su destino actual en el delta del Misisipi, el profundo Profundo Sur, la región más pobre de Estados Unidos.

"Vine en 2002 y estoy en shock desde entonces", me dice. "¡Es otra América, otro mundo! ¡Es el Tercer Mundo aquí, en este país! ¡Increíble!". La hermana Cleo da clase a estudiantes que no han logrado obtener el título de bachillerato, pero están intentando aprobar un examen equivalente. "Cuando empiezan, les pregunto qué les gustaría ser de aquí a cinco años, y siempre, sin excepción, se quedan en blanco. Nunca lo habían pensado. O habían preferido no hacerlo. Porque, en muchos casos, suponen que tal vez acabarán en la cárcel, o muertos. La mayoría no tiene conciencia de sí misma. No tiene ambiciones. No tiene perspectivas. Porque no hay ninguna perspectiva…".

"Ésta es una comunidad cansada, deprimida, apática, sin motivación"
"Confiamos en Dios porque no hay nadie más en quien confiar"
"El Ku Klux Klan no va con máscaras blancas, están entre nosotros"

A la hermana Cleo y a su superiora, la hermana Donald Mary, su trabajo les proporciona la clásica satisfacción cristiana de rescatar almas perdidas. Aunque reconocen que tienen que librar una batalla constante contra la desesperanza. "Antes pensaba que podía cambiar la cultura", dice la superiora. "Ahora sé que no". ¿Qué define esa cultura? Donald Mary responde con una palabra: "Inercia". ¿Inercia? "Sí. Ésta es una comunidad deprimida. Apática. Cansada. Sin motivación, o con muy poca. Cuando se encuentra y se alimenta, la recompensa es muy gratificante. Pero es difícil encontrarla. La gente que tiene ganas de hacer cosas se va. Los que se quedan… Sí, la palabra es inercia".

Y este concepto de inercia -en eso está de acuerdo- es precisamente todo lo contrario del que representa a Estados Unidos. El Sueño Americano, la idea que ha atraído a personas de todos los rincones del planeta, está construido en torno a la premisa de que es posible alcanzar la felicidad a través del trabajo duro y honrado. Lo que define a este país, lo que le distingue del resto del mundo, es la energía y el optimismo -el empuje- de su gente; cualidades que, cuando no están atemperadas por cierta prudencia (por cierta dosis de esa irónica percepción de las limitaciones humanas que poseen otras nacionalidades), pueden empujar a catástrofes como Irak y Vietnam. Pero que son lo que han hecho de Estados Unidos el motor económico de la Tierra, el corazón de la investigación y la invención en el mundo. En otros países cantan a la Luna. Los estadounidenses vuelan hasta ella.

No es el caso de los pobres que viven en el delta del Misisipi. De los habitantes de lo que se denomina el Cinturón Negro de Estados Unidos, una serie de pueblos rurales y pobres en un arco que se extiende desde Luisiana (cuya pobreza quedó al descubierto el año pasado en Nueva Orleans con el huracán Katrina) hacia el este, pasando por Misisipi y Arkansas hasta Georgia. Para la mayoría de los que viven en esa zona, descendientes de esclavos africanos traídos para recoger algodón, los viajes espaciales son algo tan exótico e irrelevante como podrían serlo para un pastor de cabras en Ghana.

Tampoco parece que ocupe un gran lugar en sus vidas un emblema de nuestra época, el ordenador, a juzgar por la falta de interés en la impresionante sala de informática del centro de la Merced de San Gabriel en el que trabajan las hermanas Cleo y Donald Mary. Adornan el perímetro de la sala alrededor de 20 pantallas de ordenadores, de los que media docena tienen acceso a Internet por banda ancha y gratuita, pero no hay nadie sentado ante ellos. O, por lo menos, no vi a nadie en las cinco horas que pasé allí una tarde. Según la hermana Donald Mary, el 84% de la población adulta de la ciudad no tiene trabajo. Los jóvenes dedican gran parte de su tiempo a consumir drogas; las jóvenes, desde los 14 o 15 años, cuidan de sus hijos, o se pierden también en las drogas y dejan a los bebés al cuidado de las abuelas. "No es infrecuente que una chica de 22 años tenga ya cinco hijos", dice la religiosa. "Empiezan a tenerlos a los 14 o los 15. Veo después de las vacaciones de verano a esas adolescentes que me cuentan, llenas de orgullo, que están embarazadas. Para ellas es una señal de distinción. ¡Han hecho algo con su vida!". No es extraño, en esas circunstancias, que sobrevivir, arreglárselas para superar el día a día, acabe siendo el gran objetivo de la vida. Como en toda el África rural.

Esa sensación de estancamiento resulta especialmente penosa en este pueblo llamado Mound Bayou, a cuya entrada se encuentran el centro comunitario de las monjas y la iglesia adyacente. Mound Bayou es un lugar lleno de historia; cuenta con la distinción de haber sido el primer pueblo de Estados Unidos establecido y gobernado por negros. Lo fundaron, en 1887, dos esclavos liberados extraordinariamente emprendedores, y, en su momento más floreciente, hace cien años, no sólo fue un refugio seguro para los negros que huían del Ku Klux Klan, sino que llegó a ser una próspera ciudad de 9.000 habitantes y 50 pequeñas empresas. En 1907, el presidente Theodore Roosevelt visitó Mound Bayou y lo llamó "la joya del Delta".

Hoy, ese brillo ha desaparecido. La población ha descendido a 2.100 personas y, según dice la hermana Donald Mary, el número de empresas a cero, si se excluyen las tiendas de licores. Y si se excluyen también las iglesias. Las hay por todas partes. Diecinueve -incluida una musulmana- en Mound Bayou; es decir, un promedio de 22 personas por congregación. (Las Hermanas de la Merced no sacan mucho rendimiento a su generosa inversión: la Iglesia católica está por debajo de la media, con apenas una docena de fieles en una buena misa de domingo). Adorar a Dios es la actividad en la que se invierte más energía y dedicación en este pueblo. A cambio, la gente espera consuelo, librarse de las enfermedades, tener un techo sobre sus cabezas, comer.

Mientras que en el resto de Estados Unidos, aquel país tan admirado por el resto del mundo, hay hambre de patrimonio histórico -en sus ciudades se erigen sin cesar monumentos y museos para conmemorar a oscuros tramperos, vaqueros o políticos-, en Mound Bayou se dedica poco esfuerzo a celebrar las viejas glorias de la ciudad. Las reliquias que pueden verse son chasis de coches oxidados y sin ruedas y viejos frigoríficos dejados delante de las casas, junto a colchones llenos de manchas y sofás podridos, golpeados por el sol y la lluvia; casas abandonadas, las ventanas tapadas con tablas de madera claveteadas; edificios derruidos, que parecen haber sido alcanzados por una bomba pero son en realidad ruinas olvidadas. Los porches de madera dan la impresión de estar medio hundidos, y todas las casas, incluso las que no parecen estar en inminente peligro de derrumbarse, están pidiendo una nueva mano de pintura. El hospital local está desprovisto de ventanas; en otro tiempo orgullo de la comunidad, hoy también amenaza ruina. En cuanto a las calles, aparte de algún que otro ciclista y algún que otro borracho que merodea en la sombra, están más bien vacías. En comparación con el otro Estados Unidos -ese país limpio, luminoso y próspero que vemos en televisión-, se podría decir que ésta es una ciudad fantasma. Hay más vida, más dinamismo, más orden, en los campos de algodón impecablemente arados y recortados que se extienden desde el borde de la ciudad hacia el horizonte, o hasta el siguiente pueblo del Cinturón Negro.

Tutweiler, por ejemplo, es tan pobre que, en comparación, Mound Bayou parece Las Vegas. Las tendencias más dramáticas de Mound Bayou se acentúan todavía más aquí. Las carreteras tienen más baches, el número de edificios con aspecto de haber sido bombardeados es mayor, igual que el de casas con enormes agujeros en las paredes o los tejados. Hay más coches abandonados y, de los que todavía funcionan, algunos tienen láminas de plástico en lugar de ventanillas traseras. Eso sí, hay iglesias; iglesias por todas partes. El Templo de los Derechos de la Iglesia de Dios en Cristo, el Templo de la Fe de la Iglesia Cristiana de la Palabra de la Fe, la Misión de Salvación e Iglesia de la Santidad… Con unas parroquias diminutas, pero que, gracias a la generosidad -deducible de los impuestos- de benefactores lejanos, son las construcciones más cuidadas del pueblo.

Berta Anderson, más conocida en Tutweiler como Butch [Machota], va a la iglesia todos los domingos. La primera vez que la veo está sentada, descalza, en los restos desvencijados de un sofá, junto a la puerta de la casita que comparte con alguien al que sólo llama "mi hombre". Está sentada dentro, en la oscuridad, porque fuera, a las diez de la mañana, ya hace un calor infernal, como ocurre siempre en el Delta del Misisipi en verano. Hay un pequeño televisor encendido, con la imagen borrosa, y ella fuma un cigarrillo -el décimo de la mañana, a juzgar por el montón del cenicero-, mientras me cuenta su historia. Una historia completamente típica.

Nació en 1960; la piel curtida, el rostro lleno de arrugas, los dientes en descomposición y el cabello gris sugieren una mujer treinta años mayor. Su madre, como todas las mujeres de su generación, trabajó en el campo, en la recogida del algodón. En los años cuarenta y cincuenta, antes de que la mecanización acabara con esos trabajos, era habitual que las mujeres recogieran entre 150 y 200 kilos de algodón al día. "Después empezó a limpiar casas de blancos", prosigue Butch, que llama "santa" a su madre. "Cuando no estaba trabajando, estaba cuidando de sus nietos". ¿Cuántos? "Cuatro míos. Unos 30 en total".

Butch trabaja 12 horas a la semana limpiando una residencia para enfermos terminales. Con ese trabajo lleva 300 dólares a casa. Su "hombre" conducía un tractor antes de retirarse y recibe 579 dólares de pensión cada mes. Todo su dinero, dice Butch, se va en facturas de la luz y comida. Su piso tiene un dormitorio. Está mugriento, teñido de manchas de tabaco, igual que el vestido marrón de Butch. El suelo está cubierto de trozos raídos de algo parecido a alfombrillas de baño; la decoración consiste en flores de plástico grisáceas y una estampa enmarcada de la Natividad, de colores horteras y brillantes, salvo el blanco virginal de las caras de la Sagrada Familia. No tiene ideas ni planes de futuro.

Los jóvenes, por su parte, tampoco tienen más cosas a las que aspirar. Recuerdo lo que me decía la hermana Cleo sobre la mente en blanco de sus alumnos y le pregunto sobre las perspectivas que tienen los chicos al dejar el colegio en Tutweiler. Me mira un momento, antes de responder: "Ninguna". Esa falta de motivación y de empuje de la que hablaban las monjas se extiende al uso de la palabra. Pasamos 45 minutos juntos, pero el peso de la conversación lo llevo yo. Ella habla como los personajes de William Faulkner, en frases breves y entrecortadas, sobre todo monosílabos. Tengo que sacarle las respuestas con el equivalente a una llave inglesa. ¿Y a qué se dedican los chicos cuando dejan la escuela? "Drogas", responde. ¿No trabaja ninguno? "Quizá dos de cada diez. Otros van a la cárcel". ¿Y qué me dice de sus hijos? "Tengo un hijo que podría ir a la cárcel". ¿Podría? "La policía me dice que va con malas compañías". ¿Cree que irá a la cárcel? "Seguramente". ¿Cuántos años tiene? "Veintidós". ¿Alguna vez ha tenido buenas compañías? "No". ¿Ha trabajado? "Nunca ha trabajado. No quiere trabajar". ¿Por qué no? "Mi mamá le ha dejado salirse con la suya toda la vida".

Pese a todo, Butch se considera excepcionalmente afortunada. La más afortunada entre todas las mujeres de su edad en el pueblo. "Llevo en este mundo 46 años y he tenido suerte con los hombres". Éste es un tema del que habla con entusiasmo. "Este hombre ha cuidado de mí toda la vida. Soy la mujer con más suerte de la ciudad por lo que respecta a los hombres". El amor no pinta nada en todo esto. Suelta una risita cuando lo menciono, y eso me hace sentir aún más como un intruso procedente de un mundo distinto. "'¡Amor!", dice, y vuelve a reírse. Es un concepto que ha visto en la televisión, pero que representa un lujo totalmente fuera de su alcance… y de sus necesidades. Dado que la cuestión fundamental es sobrevivir, lo importante, lo que hace de ella la mujer más afortunada que conoce, es que tiene a un hombre que no se emborracha como los otros, que la mantiene, que le permite comer, tener electricidad y cigarrillos. Y ni siquiera es el padre de sus cuatro hijos. "No, señor. De ninguno de ellos… ¿No ve la suerte que tengo?".

La suerte es relativa. Butch reconoce que, hacia finales de mes, tiene que esforzarse, como casi todo el mundo en Tutweiler, para poder comer. Es evidente que forma parte de los 38 millones de personas en Estados Unidos que, según las cifras oficiales del Departamento de Agricultura para 2004, están en situación de "inseguridad alimentaria", lo cual es un eufemismo para decir que tienen dificultades para obtener regularmente dinero para comer.

No es extraño que la idea del amor romántico le parezca a Butch ajena y cómica. Sus preocupaciones están lo más alejadas que uno pueda imaginar de las de las mujeres que leen Cosmopolitan o ven Sexo en Nueva York. Una cita de Benjamin Disraeli, el primer ministro británico en la época de la guerra de Secesión norteamericana, sigue resultando apropiada 150 años más tarde: "Dos naciones entre las que no existe relación ni simpatía; que son tan ignorantes de las costumbres, las ideas y los sentimientos de la otra como si ocuparan dos zonas distintas o habitaran distintos planetas: los ricos y los pobres".

Razones similares son las que hacen que Luther Brown, director del Centro del Delta para la Cultura y el Aprendizaje, crea que el Delta del Misisipi ofrece el reflejo más descarnado de la sociedad estadounidense. En otros lugares, dice, la pobreza está oculta en los guetos. "En esta parte del mundo, uno no tiene más que dar una vuelta en coche o pasear por cualquier pueblo, y se da de bruces con ella". Igual que con la riqueza, en forma de esos casinos gigantescos que han surgido como setas en los últimos años en la parte norte del Estado, o de las mansiones palaciegas que habitan los descendientes de las viejas familias propietarias de esclavos. "Éste es el rincón más americano de la Tierra", dice Brown. "Se pueden ver juntas todas las cosas que forman Estados Unidos. Este país es un lugar de enormes paradojas, y este rincón también. Tremenda riqueza y pobreza inmensa, los poderosos y los impotentes, una literatura maravillosa (por ejemplo, Faulkner, Tennessee Williams) y analfabetismo, una cultura magnífica (aquí nació el blues, que luego se extendió a todo el mundo) y una apatía terrible: todo a la vez".

¿Y las relaciones entre blancos y negros? ¿Podrían sacarse unas conclusiones semejantes a las de Disraeli sobre los ricos y los pobres? ¿Cómo están las relaciones entre razas en el profundo Sur cuarenta años después de que el movimiento de los derechos civiles acabara con el apartheid que, en la práctica, reinaba en la zona? ¿Es posible que, así como la rotunda pobreza del profundo Sur pone en ridículo el Sueño Americano, las relaciones entre blancos y negros en el profundo Sur pongan en ridículo la idea de Estados Unidos como el gran crisol de razas? A primera vista, parece injusto hacer generalizaciones basándose en personas como Butch y los millones de negros en Estados Unidos que, como ella, viven en la pobreza. Porque también existen hoy millones de negros que viven bien y ocupan posiciones de poder. Brown opina que se han dado enormes pasos hacia adelante. Destaca que Misisipi, hoy, cuenta con más cargos electos ocupados por negros que ningún otro Estado del país. "Hace 51 años, un joven negro llamado Emmett Till, de 14 años, murió linchado por el Ku Klux Klan porque dijeron que había silbado al paso de una mujer blanca. Hoy, con el acuerdo de todos los partidos del Estado, hay una carretera que conmemora el nombre de Emmett Till, la que une Tutweiler con la ciudad de Greenwood, donde le asesinaron. Ha habido una revolución social, una revolución incruenta, y es algo de lo que debemos estar orgullosos".

Dos ancianas con las que hablé en el centro comunitario de las monjas de Mound Bayou estaban de acuerdo. Druscella Shenault, de 85 años, y Nerissa Norman, de 83, dicen que las cosas están mucho mejor hoy que cuando eran jóvenes. "Hoy", dice Mrs. Norman (así la llama, muy educada, su amiga), "no tenemos que vivir con el miedo a que nos linchen". "Sí", añade Mrs. Shenault,"en aquellos días, venía una turba del Klan a darse una vuelta y nos quedábamos aterrorizadas para toda la vida". Mrs. Shenault dice que empezó a trabajar en los campos de algodón a los ocho años. "Recuerdo mi octavo cumpleaños con toda claridad. Fue el día en el que empecé oficialmente a trabajar". Las dos mujeres acuden a la entrevista muy arregladas, con sombreros y joyas, como si se hubieran vestido para ir a la iglesia. Han tenido vidas difíciles, pero reconocen que han sido de las afortunadas. Para empezar, sobrevivieron, a diferencia de siete de los once hijos que tuvo Mrs. Shenault, seis de los cuales murieron cuando aún eran bebés. No son tan optimistas al hablar de las perspectivas que aguardan a los hijos de sus hijos. Tienen más dignidad que antes frente al hombre blanco, pero no pueden negar que ser negro y pobre hoy, en el Delta del Misisipi, es vivir una vida con pocas expectativas, en el mejor de los casos. Para desolación de la hermana Donald Mary, están completamente resignadas -hasta el punto de que no les preocupa- a la invasión de las drogas entre adolescentes ("en nuestros días, era el licor clandestino") y el alto número de embarazos (ambas se encogen de hombros). En cuanto a la pobreza, es una de tantas otras cosas. "No hay trabajo y, claro, los chicos no ven necesidad de estudiar", dice Mrs. Shenault. Sin embargo, tanto ella como su amiga insisten en que, por lo que respecta a las relaciones con los blancos, las cosas están muchísimo mejor. "Hay una diferencia enorme. Ahora podemos expresarnos".

No está tan de acuerdo un hombre con el que el propio Luther Brown me sugiere que hable. La capacidad de expresarse no es un problema, pero el racismo del pasado perdura, en su opinión, salvo que de forma más sutil que antes. Se llama Reggie Barnes. Es negro y, hasta su reciente jubilación, era responsable de la red escolar -1.500 niños- del condado de Tallahatchie, cuya capital es Tutweiler. Conoce las penalidades de los negros pobres, sabe que las escuelas a su cargo se encuentran por debajo de la media nacional en lectura y escritura, pero también sabe cómo viven y piensan los blancos porque desde que acabó la universidad, hace más de 30 años, ha ocupado cargos de supervisor en los que ha tenido que trabajar al lado de blancos y, a menudo, en puestos de autoridad por encima de ellos.

"La gente habla del nuevo Sur", dice Barnes. "Dicen que todo va mejor. Hablan de todos los negros que ocupan puestos importantes. ¿Pero sabe una cosa? El poder sigue estando donde siempre. El control, al final, está en manos del viejo dinero blanco y la vieja mentalidad blanca. En muchos aspectos, los dirigentes negros son marionetas".

¿Qué es la mentalidad blanca? "Yo lo sé, lo sé mejor que la mayoría de los negros porque les conozco por dentro, donde se toman las decisiones. ¿Y sabe lo que me dice la gente? '¡Tú no eres negro, Reggie!'. ¿No le parece increíble? '¡No eres negro!".

Barnes es un hombre extraordinariamente fuerte, seguro, inteligente y resentido. "¿Que las relaciones entre razas están mejor? ¡Qué coño! El Ku Klux Klan ya no va por ahí con máscaras, están entre nosotros. Sí, los blancos y los negros trabajan juntos y, hasta cierto punto, viven juntos, pero tienen dos opiniones distintas. Una opinión blanca y una opinión negra". ¿Dos universos mentales diferentes? "Sí. Vivimos en las mismas sociedades pero en mundos distintos. Los profesionales negros trabajan al lado de los blancos, pero viven en distintos barrios. Dicen que ya no hay segregación. Sí. Claro. Pero, en cuanto una familia negra llega al barrio, empiezan a aparecer los carteles de 'Se vende'. 'La huida blanca', lo llaman. Y en lo que desemboca es en un apartheid residencial casi total". ¿Cuál es el origen? "Es el odio. Es el miedo. Miedo basado en la ignorancia, pero también miedo basado en algo más primitivo. El miedo del hombre blanco a que el hombre negro le robe sus mujeres".

La segregación de facto de la que habla Barnes persiste incluso en la escuela, donde los blancos han sacado a sus hijos del sistema estatal, sobre todo en las zonas rurales, y los han instalado en colegios privados, lo que en el profundo Sur se llaman "academias". "Los blancos se gastan fortunas, incluso cuando son relativamente pobres, hasta cuando verdaderamente les cuesta un sacrificio, para mantenerlos lejos de los negros que están en el sistema público".

Y esa segregación, a su vez, se traduce en pobreza para los que siempre fueron pobres, alimentada por el control que ejercen los blancos sobre las arcas estatales. Según Luther Brown, están mejor provistas las cárceles que las escuelas. El cinismo es tal que el Estado calcula su futuro presupuesto para prisiones, cuántas celdas y cuántas camas va a necesitar, en función de cuántos niños hay que no sepan leer a los 11 y 12 años.

"Ha habido una migración masiva hacia el norte en los últimos 40 años, desde que se mecanizó el trabajo en los campos, pero muchos de los que se quedaron en este Nuevo Sur siguen siendo enormemente pobres, analfabetos, desempleados e incapaces de encontrar trabajo, con un porcentaje elevadísimo de madres solteras, un número inmenso de embarazos de adolescentes y un alto índice de mortalidad infantil. Ésa es la realidad. Para mucha gente, el contacto con el resto del mundo es mínimo. Muchos consideran que un rascacielos es cualquier edificio de tres pisos".

¿Como podría pensar alguien que viera la televisión americana en una aldea de Sierra Leona? "Exactamente. Estamos hablando de una situación propia del Tercer Mundo. ¡El Tercer Mundo! ¡Estados Unidos vuela a miles de kilómetros para salvar el mundo, vamos a rescatar al pueblo de Irak, cuando no hay más que cruzar al otro lado de la vía del tren para ver cómo se están violando los derechos humanos aquí mismo, en este gran país nuestro! ¡Y luego hablan del gran ejemplo que damos al mundo! En Estados Unidos no practicamos lo que predicamos. Con una décima parte del dinero gastado en Irak se podría acabar aquí con la pobreza, resolver la crisis educativa. Pero son negros, así que no nos molestamos".

Y por eso, dice Reggie Barnes, es por lo que los negros sienten tal necesidad de ayuda sobrenatural. "¡Oh, sí! Rezamos mucho, los negros en América. ¡Rezamos mucho! Confiamos en Dios, como dice el billete de dólar. Confiamos en Dios más que en nadie. Porque no hay nadie más en quien confiar. Porque necesitamos que nos ayude a salir adelante. Con frío o con calor, ¡Señor, ayúdame a superar este día!".

Las monjas de Mound Bayou no comparten -o no parecen compartir- la actitud irónica y airada de Barnes respecto a Dios, pero comprenden su punto de vista. La hermana Cleo, por ejemplo, está de acuerdo en que una razón importante de que las escuelas públicas sean tan malas son las academias. "Los buenos profesores van a trabajar allí. La iniciativa y el empuje que se ven en la parte rica de Estados Unidos está en las academias y no se transmite a las comunidades negras y pobres". Unas comunidades negras que, a su vez, viven bajo el peso de su legado, no sólo de esclavitud sino de tremendos abusos, de haber vivido la mayor parte del siglo XX explotados por los terratenientes, y con un acceso deliberadamente difícil a la educación para poder seguir explotándolos y pagándoles una miseria, además de reducir sus expectativas.

Los estadounidenses negros son distintos de todos los demás grupos que forman el mosaico racial del país. En una nación hecha de inmigrantes, son el único grupo que no llegó de forma voluntaria, que no viajó a América guiado por un sueño de prosperidad, felicidad e incluso liberación. Y eso es una carga pesada para los negros, cuya renta media per cápita es inferior a la de los inmigrantes africanos llegados en los últimos 50 años. Ayuda a explicar por qué, por más que se hable de la excepcional movilidad social de Estados Unidos (otro mito porque en los países nórdicos europeos, e incluso en Gran Bretaña, hay más), un estudio citado recientemente por la revista The Economist demuestra que la mitad de las familias americanas que vivían en la pobreza en los años cincuenta siguen pobres hoy. Y también ayuda a explicar la inercia de la que habla la hermana Donald Mary, la apatía que se transmite de generación en generación. Es como si esa cualidad infantil que tienen los demás, tan ilusionante, y a veces tan peligrosa, estuviera dormida en los negros bajo la carga de triste sabiduría que soportan, el vestigio de dolor que se transmiten los negros de Estados Unidos a través del ADN.

Ésa es una diferencia fundamental entre las que Reggie Barnes llama mentalidades negra y blanca, las diferencias de "opinión" entre los acostumbrados a ser vencedores y los acostumbrados a ser víctimas. Ése es el motivo de que entre los negros pobres de Estados Unidos ir a la cárcel se considere, en palabras de la hermana Donald Mary, "normal". Tan normal como aterrador y anormal es para la sociedad blanca.

En un segmento de la sociedad tan apagado, tan poco dado a la reflexión ("sin conciencia de sí mismos", como dice la hermana Cleo), tan acostumbrado a las privaciones, tan resignado a su destino, tan desvinculado de su propio futuro, no es sorprendente que no se hagan grandes distinciones entre una condena de prisión y la cadena perpetua a la que están condenados en su vida cotidiana. Salgo por última vez de Tutweiler, y, cuando no llevo ni un kilómetro por la carretera dedicada a Emmett Till, veo una construcción curiosamente anómala. A primera vista parece propia del Silicon Valley californiano, la sede de una empresa supermoderna de informática. Un edificio bajo, de 100 metros de largo, con las formas geométricas angulares que tanto gustan a los arquitectos contemporáneos, de un blanco reluciente. Reluciente. Y ésa es la pista que indica que quizá sí encaja en este sitio, después de todo. Porque la razón por la que brilla es que está rodeado de una alta verja plateada, rematada con alambre de espino. Es, con mucho, el edificio más elegante, más moderno y más vistoso de Tutweiler y de todo el condado de Tallahatchie. Un enorme cartel situado delante dice "Centro penitenciario del Condado de Tallahatchie". Es la prisión local, el lugar en el que Bertha Butch Anderson predice que su hijo va a pasar buena parte de lo que le quede de vida.

Una madre y su hija, en Coahoma County, uno de los 82 condados del Delta del Misisipi. El televisor, siempre encendido.
Una madre y su hija, en Coahoma County, uno de los 82 condados del Delta del Misisipi. El televisor, siempre encendido.

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