Carlos Lencero, escritor
Autor de un libro sobre Camarón y letrista de canción flamenca
Carlos Lencero amaba, sobre todas las cosas, la literatura, la música y el río Guadiana. Salió de Badajoz muy joven y viajó por Marruecos y Andalucía hasta recalar en Sevilla. Allí escribió letras para Camarón, Pata Negra, Remedios Amaya, Diego Carrasco... Canciones tan hermosas y poéticas que ya se han convertido en clásicos, como Yo me quedo en Sevilla o Camarón, la letra que popularizaron los Pata Negra: "Era una noche de invierno / que llovía a chaparrones / Tu niña Monge decía / Joselito, dame frijoles...".
A Camarón le dedicó, además, una biografía, La leyenda del cantaor solitario, que contiene los retratos más conmovedores que existen del cantaor.
Siempre mantuvo los lazos con Badajoz y escribió jaleos y tangos para la Caíta, la Marelu, Ramón el Portugués... Colaboraba estrechamente con las asociaciones gitanas extremeñas y, mientras pudo, asistió a la romería de Fregenal de la Sierra.
Él era como un gitano viejo: leal a sus amigos, fiel a su palabra, cumplidor de sus tratos. En 1998, le concedieron la vara gitana, símbolo de cariño y respeto del pueblo calé.
Vivía rodeado de literatura y de música. Por ambas sentía una pasión devoradora. Era un escritor excepcional, con una voz distinta, llena de humor y jondura, y el don de decir de forma muy sencilla cosas muy profundas. Con el don de transmitir.
Desde hacía tiempo, estaba muy enfermo. Hace unos años, estuvo al borde de la muerte en un hospital de Sevilla. Salió adelante, aunque quedó muy dañado física y psicológicamente. Como si hubiera luchado cuerpo a cuerpo con la muerte y hubiera ganado, pero sin lograr que la muerte rompiera su abrazo. Desde entonces, estaba resistiendo y cada día que abría los ojos había vencido, pero también cada día que abría los ojos, la muerte iba venciendo.
En septiembre, abandonó Sevilla y enfiló hacia Badajoz. Apenas le quedaban fuerzas, pero continuaba fraguando proyectos. En las últimas semanas, presentó al cantaor Tomás de Perrate, escribió un relato sobre Manolete, entregó a Paco Ortega su última canción y preparaba una exposición sobre la Plaza Alta y sobre el Guadiana.
Tenía como modelo al santo Job, cuyo libro leía todos los años. Ambos sufrían lo indecible y ambos eran supervivientes.
Carlos murió el lunes. Había dejado una nota explicando cómo quería ser despedido: ningún objeto religioso, nada de discursos; deseaba que le incineraran junto a una edición antigua de Moby Dick y que le devolvieran al Guadiana.
Él amaba ese río: había pasado allí la adolescencia pescando, le había dedicado letras para que le cantaran los flamencos y guardaba los cuadros que le había pintado su amigo Javier Fernández de Molina.
El miércoles, su hija Luna lanzó las cenizas de Carlos y del capitán Ajab al Guadiana. El agua estaba tranquila, como si estuviera esperándolos. Sus amigos arrojamos flores y, por un instante, el Guadiana fue el Ganges. La hermana de Carlos dijo que había visto saltar un pez.
Carlos terminaba la nota de despedida con una cita de la Biblia: "El sol sale. El sol se pone".
Nuria Barrios es escritora.
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