El intérprete de Dios
Oliver Cromwell (1599-1658), protagonista del único periodo republicano de la historia de Inglaterra, quiso el gobierno de todos, pero acabó erigido en dictador. Astuto, cruel y convencido de tener a Dios de su lado, alcanzó el paroxismo en Irlanda, donde pasó a cuchillo a poblaciones enteras.
Oliver Cromwell nació el 23 de abril de 1599 en una casa del condado de Huntingdon, al sureste de Inglaterra. Su verdadero apellido no era Cromwell, sino Williams. El Cromwell se lo puso él por razones en las que sólo la vanidad pudo intervenir. Había sido el apellido de un hermano de su tatarabuela paterna, Thomas Cromwell, conocido por el sobrenombre de Martillo de los Monjes por haber sido el ministro de Enrique VIII que lo animara a la ruptura con Roma y más tarde a expropiar los bienes eclesiásticos, pero nadie antes de él en su familia se había atrevido a usarlo oficialmente; ni su bisabuelo, que había heredado de sir Thomas 13 haciendas que antes fueran de la Iglesia; ni su abuelo, que formó parte del círculo de confianza de Isabel I; ni tampoco su padre. Cromwell fue el primero, y no lo hizo hasta poco antes de su boda, pues la dote de su esposa aún la firmó como Oliver Williams. Es posible que usándolo quisiera tanto quedar asociado a la figura de su más ilustre antepasado como alejarse de otro, que una generación antes de éste había regentado una taberna del área de Londres. El mote de Cervecero de Huntingdon, uno de los muchos por los que sería conocido, tal vez aludiera a ese origen poco reivindicable o a que le gustaba preparar él mismo la cerveza que bebía, aunque el hecho de que entre sus apodos abundaran los de resonancias etílicas (Cabezón de Nariz Roja, por ejemplo) induce a pensar que podían hacer referencia a la juventud licenciosa que le atribuían sus contemporáneos. Sea como sea, y a pesar de ser su padre un segundón y haber recibido éste en herencia la propia de su condición, Cromwell se crió con el desahogo de los grandes terratenientes que un siglo antes se habían enriquecido con los bienes sustraídos a la Iglesia. Su encumbramiento procedía de tiempos recientes, pero formaban la nueva clase hegemónica del país que desde la Cámara de los Comunes había desplazado a la antigua nobleza. Inglaterra se agitaba aún por la Reforma y por los efectos de la política religiosa de Enrique VIII. Las persecuciones de católicos en tiempos de su reinado, y las de protestantes que más tarde emprendiera su hija Bloody Mary, seguían en la mente de todos a pesar de la moderación que había imperado en el reinado de Isabel I. Jacobo I trataba de consolidar la Iglesia anglicana oficial (episcopaliana) hostigando a todo aquel que se opusiera a la autoridad de los obispos, y la fe del país se repartía en diferentes credos. Una parte importante de la población era episcopaliana, como el monarca, pero había una mayoría que se aferraba al catolicismo y proliferaban todo tipo de sectas, entre las cuales la de los puritanos era cada vez más influyente. En dos batallas (dos caras de la misma, en realidad) estaba implicada la alta burguesía calvinista: la política, por un lado, que consistía en tomar para sí todos los resortes del poder a costa de los que aún ostentaba el monarca, y, por el otro, la religiosa, que perseguía a su vez dos objetivos: evitar a toda costa la vuelta al catolicismo, que algunos creían todavía posible, y derribar la Iglesia anglicana. Qué debía ocurrir después de este derribo era algo sobre lo que no había acuerdo. Mientras unos querían hacer de la presbiteriana la Iglesia oficial, al estilo de la escocesa, otros, como sería el caso del propio Cromwell, postulaban la libertad religiosa (salvo para los católicos) pretendiendo que no se instituyera una Iglesia nacional, sino que cada comunidad eligiera cómo organizarse. El porqué de la animadversión contra los católicos es comprensible: quienes se habían enriquecido con el expolio a la Iglesia no podían arriesgarse a perder lo que ya consideraban suyo; el porqué del rechazo a la Iglesia anglicana episcopaliana residía en la alianza de ésta con el absolutismo del rey.
Con ese ruido de fondo se educó Cromwell, y no es extraño que tuviese claro a quiénes se debía cuando fue convocado por primera vez al Parlamento a punto de cumplir los 29 años, reinando ya Carlos I, a la sazón casado con una católica y mirado por eso con desconfianza por sus súbditos protestantes. Que Cromwell poseyera, sin embargo, desde la cuna los dos elementos sobre los que su destino se tramaría, una aguda conciencia de la clase social a la que pertenecía y una idea de Dios que era la que mejor convenía a la defensa de los intereses de dicha clase, no quiere decir que su religiosidad no fuera sincera. Incluso sus detractores se la conceden. Tratándose de religión, Cromwell era fanáticamente sincero: no hacía nada sin encomendarse a Dios ni hilaba discurso sin mencionarlo varias veces. De hecho, sus escasas intervenciones en los Comunes durante ese periodo que sería conocido como el del Parlamento corto versaron casi todas sobre asuntos religiosos. Durante un año, mientras otros se arriesgaban a arbitrarias condenas en la Torre de Londres, previo paso por la picota para que les hicieran un afeitado de nariz y orejas, Cromwell llevó una sosegada vida en el banquillo. Tras la suspensión por el rey del Parlamento, se refugió en su casa y no fue hasta diez años después, con la convocatoria en 1640 del llamado Parlamento largo, cuando empezó a destacar como uno de los más activos políticos puritanos.
El hecho más determinante de la vida de Cromwell acontece en 1642 al crecer la tensión entre el nuevo Parlamento y el rey y estallar entre ambos la primera de las dos guerras civiles conocidas en Gran Bretaña como la Gran Rebelión: con 42 años, y sin ninguna experiencia previa, se puso del lado del Parlamento al mando de una compañía de caballería. Todo lo que consiguió después, si bien igual de sorprendente, no lo resulta ya tanto porque parece hecho a la medida de ese esfuerzo previo. Coronel; teniente general con mando supremo sobre la caballería; organizador del primer ejército regular; influyente político; instigador del único regicidio de la historia moderna de Gran Bretaña y de la proclamación posterior de la república; caudillo; represor implacable, en la segunda guerra civil, de las sublevaciones de Escocia e Irlanda; jefe del ejército; prócer de la nación; golpista, y, finalmente, desde 1654 y hasta el día de su muerte, monarca absoluto, aunque sin corona, con el sui géneris título de Lord Protector de la República de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Cualquier logro de su fulgurante carrera, hecha en menos de 15 años, palidece al lado de haber descubierto tan tardíamente su vocación de militar y haber destacado, pese a ello, como uno de los más brillantes de su tiempo, ya que entre 1642 y 1651 nunca perdió una batalla.
Tenía Cromwell dotes para el mando, una listeza de reflejos rápidos especialmente adecuada para la distancia corta y, sobre todo, una voluntad de hierro nacida de su convicción de que los fines que anhelaba eran absolutamente necesarios. Se cuenta que trataba con el mismo rigor a oficiales y soldados y que le bastaban muy pocos días para convertir a desarrapados y pillos de todas las especies en un ejército unido. Era rudo y directo, temperamental y nervioso, y muchas veces le favoreció la fortuna, pero no habría sido así si no hubiera contado, además, con la suficiente sangre fría. Aunque era de lágrima fácil, y de joven había sido depresivo, sabía adaptarse a cada nueva situación apoyado en un carácter enérgico que le hacía rechazar las soluciones intermedias. Si estaba en el campo de batalla, era partidario de la completa aniquilación del contrario antes de entablar cualquier negociación o de mostrarse indulgente, lo cual motivó a lo largo de la guerra numerosos roces con el Parlamento, más tendente a buscar un entendimiento con el rey. Si estaba en la arena política, se cargaba de paciencia y tenacidad. Manipulaba con el fin de crear las circunstancias que justificaran los fines a los que aspiraba y participaba o dirigía la planificación de la conjura que los llevaba a término, pero trataba que otros los ejecutaran y por lo general procuraba estar lejos del escenario del drama cuando se desarrollaba. Era habilidoso en la ocultación de sus objetivos y en la creación de celadas a sus enemigos. Es célebre, por ejemplo, la que tendió a Carlos I cuando, tras su derrota en la primera guerra civil, se hallaba ya preso pero aún no se había decidido su muerte. Temeroso de que la facción moderada del Parlamento pactara con él, con el fin de precipitar los acontecimientos y convencer a los indecisos facilitó que huyera y buscara refugio en la isla de Wight. Lo que el rey no sabía era que el gobernador de la isla era primo de Cromwell y que sólo había cambiado una cárcel por otra.
Más allá, sin embargo, de su genio militar (limitado, pues no era ducho en estrategia ni en casi nada que implicase un pensamiento a largo plazo), del papel preeminente que prestaba a su fe y de sus dotes para el disimulo y el movimiento en la sombra, no hay acuerdo sobre su figura. La pregunta de cómo era o cuáles fueron sus logros, si es que los tuvo, sigue suscitando discrepancias 345 años después de que a los dos de su muerte, con la restauración monárquica de Carlos II, su tumba fuera profanada; su cadáver, exhumado, y su cabeza, cortada y clavada en una pica. Hay quienes se lo dan todo, quienes se lo niegan todo y quienes se afanan en destacar sus virtudes sin olvidar sus defectos, y viceversa. Abstracción hecha de sus varios crímenes, tenerlo por héroe o por villano no es cuestión de ideologías, depende de qué rasgos de su trayectoria se quieran destacar. Ha sido ensalzado desde el nacionalismo inglés (un héroe que combatió valerosamente por el predominio de su nación), desde el liberalismo (sus reformas políticas supusieron un paso importante en la consecución de la monarquía parlamentaria tal y como se concibe hoy) y desde el marxismo (fue un revolucionario que buscaba una sociedad más justa), y ha sido defenestrado también desde las mismas tres ideologías: desde el nacionalismo, por acabar con instituciones idiosincrásicas de la sociedad inglesa como la monarquía o la Iglesia anglicana; desde el liberalismo, por ser sus años de predominio un tiempo perdido en el que se interrumpió el natural desarrollo del parlamentarismo, y desde la izquierda, por no ser más que mera retórica su declarado interés por los humildes.
Unos lo tachan de hipócrita y de ambicioso que no reparó en consideraciones morales para su ascenso al poder (instauró la república y la traicionó con la dictadura); otros sostienen que nunca buscó el poder, que acabó encontrándolo por su empecinamiento en salvar obstáculos y que más tarde vivió apresado entre sus obligaciones como gobernante y una supuesta tendencia natural a la tolerancia. Ni siquiera es unánime el diagnóstico sobre sus legendarias dudas, la indecisión que también pareció demostrar en algunos momentos decisivos. No falta quien ve en ellas un síntoma más de su religiosidad: hasta que no estaba seguro de cuál era la voluntad divina, no actuaba. La mayoría de sus vindicadores, no obstante, las atribuyen a su deseo tantas veces frustrado de buscar el consenso. Lo cierto es que, como las soluciones que terminaba por adoptar casi siempre eran las más extremas, y la interpretación de la voluntad divina es cosa bastante subjetiva, no acaba de entenderse tanta incertidumbre como no fuera que quisiera con ella cubrir las apariencias, estirar al máximo su intervención para que cuando ésta llegara pareciera la única actuación posible. Tal parece haber sido, por lo menos, su proceder en diversas ocasiones, la más famosa al término de la primera guerra civil en el ya mencionado conflicto que enfrentó al ejército con la mayoría moderada del Parlamento. Dudó durante meses, proclamó en los Comunes su adhesión a la cámara, aguantó la impaciencia de sus compañeros de armas hasta el punto de ganarse la enemistad de muchos, pero acabó por encabezar la asonada del ejército cuando más propicia era la opinión pública, a la que siempre temió. Otro tanto ocurrió cuando, a los dos años de la abortada fuga del rey a la isla de Wight, dejó que crecieran las voces que pedían su muerte antes de sumarse abiertamente a ellas. Sólo una vez no le reportaron sus dudas lo que desde el principio acaso le había pedido el corazón, cuando, ya como gobernante absoluto, y tras largas negociaciones, rechazó la corona que insistentemente se le ofrecía. Aunque se reservó la posibilidad de instaurar más tarde un régimen hereditario, en el fondo se sabía impopular.
Tenía motivos, ciertamente, para ello, si bien se sentía libre de culpa, ya que no se consideraba responsable del desafecto que provocaban sus decisiones. La religiosidad de Cromwell, su concepción de Dios, contaminaba hasta tal punto todos los aspectos de su vida que tanto los aciertos como los errores que cometió y, desde luego, sus crímenes nacían de ella. Su Dios, como el de Calvino y el del Antiguo Testamento, era un Dios implacable, justiciero y vengador. Cromwell creía que había hombres predestinados a condenarse (los réprobos) y otros (los elegidos) a salvarse; creía en la providencia, en que Dios se manifestaba en el mundo, y se consideraba a sí mismo un instrumento de ésta. No sólo creía recibir comunicaciones directas y consejos personales, se veía como una hoja de papel en blanco sobre la que Él escribía sus instrucciones; de esa forma hallaba justificación para cualquier acción con la que creyera que su sueño de una república divina se acercaba, incluidas las orgías de sangre que perpetró en Irlanda. En tiempos de paz era un Moisés guiando a un pueblo confuso y con frecuencia renuente; en los de guerra, un justiciero de Jehová. Tomaba por reales las guerras descritas en la Biblia, y, como al mismo tiempo estaba convencido del paralelismo entre la suerte del pueblo elegido y la de los ingleses de su época, se sentía legitimado para acometer acciones parecidas. Como él era un mero intérprete de Dios, las consideraba expresión de la voluntad divina.
Gracias a esa convicción, Cromwell no destacó a lo largo de su vida por su clemencia ni fue permisivo ni blando con sus enemigos, todo lo contrario. Sólo en Inglaterra fueron muchos los que acabaron en la cárcel o en el patíbulo por delitos que hoy consideraríamos de conciencia. Mandó torturar a locos e iluminados (en un condado perecieron 61 hechiceros en un año); permitió la ejecución de inocentes, como la del hermano de un embajador de Portugal, cuando se lo pidió el pueblo; saqueó, vendió esclavos; se mofó de la desgracia ajena, como en una célebre carta en la que restaba importancia al asesinato de un monje. Vistos desde una sensibilidad contemporánea, es cierto que no fueron pocos sus crímenes domésticos, pero no lo es menos que no representaron un incremento con respecto a tiempos anteriores ni destacaban sobre lo practicado en otros países europeos. Lo que otorga a Cromwell su categoría mítica, de la que dan cuenta leyendas y canciones con las que aún se asusta a los niños en las Highlands o en el condado de Connemara, es lo que perpetró en Escocia e Irlanda. Son innumerables los vestigios que perduran en ambos países de las guerras de conquista que dirigió contra ellos: abadías y castillos destrozados; numerosas iglesias en ruinas y otras que ya no lo están pero exhiben carteles que dan cuenta de su restauración después de haber sido destruidas o utilizadas como establos por sus soldados. En Escocia, con todo, se contuvo, pues la mayoría de sus atrocidades las cometió en la batalla o, después, con quienes en las filas del enemigo se habían destacado en ella, pero en Irlanda su ansia vengativa por los protestantes muertos en la rebelión de 1641 en el Ulster no tuvo freno. Recién desembarcado, entre advertencias de buena conducta, recuerda a sus soldados que vienen a pedir cuentas por la sangre derramada, y a ello se aplica concienzudamente. Son especialmente conocidas las batallas de Drogueda y Wexford, pues en ambas, teniendo sitiada la población, y habiéndose rendido el enemigo, dejó que sus soldados entraran y pasaran a cuchillo a todo aquel que tuviese edad de portar armas. En Drogueda hubo 3.500 muertos, y en Wexford, 2.000. En las cartas que despachó a Londres para informar del resultado confiesa que no pudieron quedar más de unos cientos de habitantes con vida, y en una que manda a un amigo señala que le hubiera gustado dejar ambas ciudades mejor paradas, pero que fue Dios "quien decidió un veredicto más justo". En ninguna de las batallas que libró en Irlanda hubo perdón para los soldados vencidos (o se iban al exilio o eran muertos o vendidos como esclavos), y al pillaje y saqueo habitual se sumaron represalias brutales sobre toda la población, no sólo la combatiente. Acabó con las reservas de alimentos, taló bosques, prohibió el comercio de la lana y, al grito de "al infierno o a Connaugh", despojó a los católicos de sus tierras y, mientras entregaba éstas a sus soldados, los confinó en áridos terrenos del noroeste. Quien se negaba era ejecutado. En los nueve meses que duró la campaña asoló el país, pero la represión siguió durante todo su mandato como Lord Protector. 40.000 jóvenes fueron obligados a salir de la isla entre 1651 y 1655, y algunas estimaciones cifran en 600.000 (un tercio de la población) los irlandeses muertos en los ocho años de conflicto.
Oliver Cromwell murió el 3 de septiembre de 1658. A la lista de sus fechorías pueden añadirse faltas más veniales: prohibió las carreras de caballos, las peleas de gallos, decir misa y la celebración de la Navidad; vestía siempre igual (mal) y con frecuencia hizo gala de un humor zafio, como cuando, firmando la sentencia que finalmente llevaría a la muerte a Carlos I, embadurnó con tinta la cara de uno de los firmantes; era avaricioso, desvergonzadamente ignorante y, lo que es peor, no sentía curiosidad por lo que desconocía, de lo cual se resintió su política exterior. A cambio, era buen padre y un marido cariñoso (mucho más que su esposa, una verdadera hidra). Una leyenda dice que había vendido su alma al diablo por dos batallas y que, como dos de las más importantes que ganó habían sucedido en un 3 de septiembre, el diablo tenía que llevárselo en esa fecha. Parece ser que el día de su muerte mandó salir a los criados de su habitación, quedándose a solas con su esposa y el médico, y que, tras asegurarles que Dios le había revelado su próximo restablecimiento, se acostó y murió. Si fue así, una vez más su dios lo engañó.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.