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La horterada

Victoria Combalia

Fui a cenar a uno de los mejores hoteles de Barcelona y me gustó muchísimo tanto la decoración como la comida, de una rara exquisitez. Estoy segura de que la factura fue considerablemente alta, a tono con la calidad y el ambiente. Pero no todo, helàs! se correspondía con el ambiente. En la mesa de al lado, redonda y grande, había un grupo de holandeses. Iban sin chaqueta y uno de ellos se levantó de golpe y se puso a cantar. Esto lo repitió entre plato y plato, y cada vez que lo hacía, enarbolaba tenedor y cuchillo para dar mayor énfasis a su balada y luego entrechocaba los cubiertos produciendo un ruido estremecedor. El estruendo no impedía que la única señora de este grupo no parara de bostezar. También se grababan los unos a los otros con una pequeña cámara Sony, y eso que no mataban ni en belleza ni en estilo: eran un grupo de mediana edad, más bien barrigones, a excepción de un joven alto y rubio. De repente uno de los hombres se puso a imitar a los árabes en voz bastante alta y profiriendo algo así como un "jamalají, jamalajá", mientras el joven se levantaba y se iba al lavabo: tuve la clara sensación de que se iba a esnifar cocaína. El pobre maître francés, cortés e impecable, no decía nada: son los nuevos tiempos, parecía pensar. Ahora el espléndido restaurante acaba de ser reconocido por una importante guía gastronómica y le felicito por ello. Me pregunto si a tal honor le corresponderá una selección de sus clientes.

Crece la horterada: gente mal vestida en los restaurantes, cobradores remilgados...

En otro hotel de lujo tuve que esperar un buen rato a un huésped y, mientras estaba apostada en recepción, apareció un norteamericano en pantalones cortos. Su pinta era la de un lobo de mar pero sin gracia, pues a su fealdad natural se le añadía la dejadez: una camiseta de tirantes sudada, los consabidos pantalones cortos y unas sandalias horrendas. "Dónde hay un restaurante italiano?", preguntó al conserje. "Un poco más arriba hay una pizzería" , le respondió amablemente. "No, uno bueno", añadió él. "Bueno, puede ir a dos calles más allá". Dicho y hecho, el otro se encaminó presto al establecimiento. "¿Y usted cree que lo dejarán entrar de esta guisa?", comenté yo. "Ay señora, hoy en día el dinero lo puede todo...".

Este verano se comentó la dejadez de nuestras calles barcelonesas y el incivismo de la gente, y sobre todo el de ciertos visitantes extranjeros. Pero la falta de educación y de decoro (que según Aristóteles no es otra cosa que el saber estar en cada lugar de la manera apropiada) está en todas partes, tanto en la calle como en el interior de los establecimientos. En realidad, es el reino de la horterada. Los que más lo notan son los extranjeros que vinieron a vivir aquí hace 5, 10 o 20 años. Uno de mis amigos ha regresado a su país porque en su bar habitual ya no le miran a la cara al darle el cambio del pago del café, y dejan las monedas en la barra, jamás se las devuelven como antes en la mano. Debe de ser una consigna, pues el otro día vi cómo la cobradora del aparcamiento recogía mi dinero con una regla y lo arrastraba hasta un cajón.

Pero tengo un ejemplo mejor para mi colección de mala educación rampante. Una amiga mía fue a repostar gasolina en un pueblo de la Costa Brava. Cuando pidió al chico que la ayudara, éste le dijo: "Sírvase usted misma, no se crea que esto es como en las épocas de Franco, en que éramos sus servidores". Mi amiga, una progre de ricitos rubios, absolutamente mansa y educada, y sin asomo alguno de petulancia o de pijería, se quedó helada.

Victoria Combalía es crítica de arte.

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