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La vieja quimera

Alberto López Basaguren

Un pueblo, como afirma Jean-Jacques Rousseau en el Libro II de su Contrato social, refiriéndose a las leyes políticas, es siempre, en todo momento, dueño de cambiar sus leyes, incluso las mejores, porque, "si le gusta hacerse el mal a sí mismo, ¿quién tiene derecho a impedirlo?". Cambiar las leyes políticas, cuando son buenas, es, sin duda, posible, pero no parece muy razonable. Es conveniente intentar mejorarlas. Potenciar sus virtudes exige, sin embargo, suma prudencia, pues es muy grande el riesgo de desnaturalizarlas.

Los españoles llevamos mucho tiempo haciéndonos daño a nosotros mismos, demasiado, sin duda, por nuestra escasa capacidad para crear en cada momento las mejores leyes políticas y, sobre todo, por nuestra absoluta incapacidad para que perduren. Por ello, tendríamos que ser extraordinariamente prudentes antes de pretender cambiar los fundamentos de nuestro sistema constitucional. Porque, con todos sus defectos, la actual es, en nuestra historia, la primera Constitución auténticamente integradora, engarzada estrechamente en los sistemas políticos de nuestros vecinos de mayor solidez democrática, y que, además, ha tenido la fortuna de sobrevivir más tiempo en condiciones de estabilidad política. Integradora, muy especialmente, de su diversidad cultural, lingüística y, en última instancia, por qué no, nacional. Éste es, sin duda, un elemento clave que subyace al debate sobre la reforma del Estado autonómico y que el plan Ibarretxe plantea de forma abrupta, con crudeza, pretendiendo sustituir los cimientos sobre los que se asienta el modelo autonómico establecido en la Constitución.

Y, sin embargo, la formulación de la nación es uno de los mayores logros de nuestra Constitución, al ser capaz de establecer lo que con el tiempo se han convertido en los elementos esenciales del orden europeo. Logró superar la configuración étnico-cultural de la nación característica de los nacionalismos que, en torno a la idea de Estado-nación, protagonizan la historia europea del siglo XIX y primera parte del siglo XX y que el nacionalismo español, especialmente durante el franquismo, tanto había exacerbado. La nación aparece, así, como un concepto integrador de la diversidad de una España integrada por diversos "pueblos" (Preámbulo de la Constitución), que mantienen su identidad diferenciada, especialmente en el ámbito lingüístico y cultural. Y algunos de estos pueblos tienen características nacionales, como expresa la utilización del término nacionalidades en el artículo 2 del texto constitucional. Una idea pluralista de nación en la que se compatibilizan diversidad e integración.

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El orden europeo que acaba por instaurarse tras la caída del muro de Berlín trata de garantizar la estabilidad del continente, amenazada, especialmente, por los conflictos de naturaleza étnica y nacionalista. Y lo hace proponiéndose la implantación de sociedades pluralistas, de forma que la protección de la diferencia en el marco de la integración desactive los conflictos minoritarios garantizando más adecuadamente la estabilidad del sistema de Estados, resultado de la historia, que se pretende intangible. En este nuevo orden toma carta de naturaleza la utilización del término minoría nacional, pero radicalmente despojado de sus connotaciones tradicionales, desdramatizando su significado e, incluso, se podría llegar a decir, trivializándolo. Queda marginada, así, cualquier pretensión redentora de las minorías en los parámetros del principio de las nacionalidades. La antítesis del plan Ibarretxe, que se asienta sobre la vieja, ya rancia, quimera de lo nacional, de infausto recuerdo en Europa, presentada con pretensiones de modernidad. Porque sociedad pluralista no es coexistencia de una pluralidad de sociedades refractarias entre sí.

La cuestión no radica en los términos que se utilicen para expresar esa realidad. Ciertamente, hay que desdramatizar mucho la utilización de términos vinculados a la idea de nación en relación con las minorías internas de un Estado. Pero quienes están insatisfechos con la formulación actual y reclaman otra de mayor connotación nacional para sus respectivas comunidades exigen ignorar las transformaciones que el significado de esta terminología ha sufrido en Europa. Y pretenden la apertura de un modelo confederalizante, radicalmente alejado de la realidad española y de su historia, que por su propia naturaleza tiene una gran potencialidad desestabilizadora.

El Estado autonómico ha puesto de manifiesto algunos problemas que, sin embargo, no ponen en entredicho la plena validez del sistema. Sobre la base de un acertado diagnóstico, debe afrontarse con sensatez una reforma que resulte fructífera; es decir, que permita obtener soluciones razonables y factibles a los problemas detectados. Pero no podemos extenuarnos en debates esterilizadores y paralizantes. Porque, mientras tanto, Europa sigue avanzando de forma inexorable en su integración. Si España es ya, en una UE de dimensiones continentales, un protagonista relativamente débil, nuestras querellas internas, nuestra incapacidad para asumir lo que somos, nuestra resistencia a serlo, nos debilitan hasta la extenuación. Para sobrevivir en esta Europa tan fuertemente competitiva, la estabilidad y la fortaleza interna, aunque no suficientes, son indispensables. Corremos el riesgo de quedarnos a la cola de Europa, de ser devorados en Europa, quedando relegados a una posición marginal, subalterna. Ese hundimiento no va a discriminar entre quienes se sienten integrados en el modelo constitucional y quienes lo impugnan. Y la satisfacción, en su caso, de ver hundirse a España no será suficiente para evitar hundirse con ella. Pero esto no puede ser un consuelo.

El plan Ibarretxe es la apuesta más fuerte de un nacionalismo que parece dominado por eso que W. G. Sebald califica como "una especie de euforia de las alturas", alimentada por la ininterrumpida posesión del poder durante un cuarto de siglo. Pero es también una expresión de la inseguridad provocada en el nacionalismo vasco por la persistencia de una sociedad que no se correponde con su ensoñación. Los proyectos más poderosos, nos hace ver Sebald reflexionando sobre el significado de las grandes fortalezas militares en Austerlitz, esa extraordinaria narración plena de melancolía, son los que traicionan de forma más evidente el grado de inseguridad de sus promotores. El nacionalismo vasco ha pretendido construir, sobre la idea del pueblo vasco soberano, una fortaleza pretendidamente inexpugnable. Pero olvida que, como nos hace ver Sebald, "las mayores fortalezas atraían también el mayor poder enemigo", obligando a situarse "cada vez más hondamente a la defensiva", atrincherándose cada vez más, pudiendo "verse obligado a contemplar impotente, desde una plaza fortificada por todos los medios, cómo las tropas enemigas, al trasladarse a un terreno elegido por ellas en otra parte, dejan de lado aquellas fortalezas", que quedaban convertidas en absolutamente inútiles para la finalidad con la que fueron construidas.

Lejos de lo que pretende aparentar, el plan Ibarretxe es el producto de la cerrazón del nacionalismo, que lo ha impuesto marginando a una parte sustancial de la sociedad vasca, ahondando en su fractura territorial, con grandes dosis de irredentismo territorial y optando por la confrontación con el Estado como modelo de relación para la obtención de los mejores frutos políticos. Sus debilidades son congénitas. Pero los promotores del plan Ibarretxe sólo empezarán a constatar la inutilidad de la gran fortaleza que creen haber construido cuando perciban que su inviabilidad es absoluta y que permanecer atrincherados en ella significa quedar arrinconados.

Alberto López Basaguren es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco (EHU-UPV).

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