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Francia descubre el arte de la Escuela de Cuzco

Una treintena de telas religiosas de los siglos XVII y XVIII se exponen en Mónaco y París

La exposición La Escuela de Cuzco. Esplendores de la pintura peruana de los siglos XVII y XVIII, abierta en Mónaco hasta mañana y que después se exhibirá en París hasta el 19 de febrero, es una oportunidad excepcional para descubrir un patrimonio artístico mal conocido en Europa. El conjunto pictórico encuentra su unidad en los temas -exclusivamente religiosos-, en la utilización de recursos y en su manera de servirse del paisaje y otros elementos.

Cuzco, que fue conquistada por los españoles en 1533 y dos años después ya tenía categoría de obispado, fue rápidamente convertida en la capital espiritual del virreinato, heredando así para el catolicismo el papel que ya desempeñaba para los incas, que la consideraban el centro de comunicación entre los difuntos, los vivos y las divinidades ancestrales.

En 1622, la ciudad acoge su primera universidad y ya antes han llegado a Cuzco jesuitas italianos y españoles, como Bernardo Bitti, Angelino Medoro y Mateo Pérez de Alesio, que van a enseñar a los indígenas las técnicas de la pintura. Éstos, en un primer momento, copiarán con mayor o menor fortuna los modelos que les proponen las estampas y les reclaman sus clientes, es decir, las distintas congregaciones presentes en Cuzco, pero pronto serán capaces de aportar una nota personal a su trabajo, a americanizar un encargo europeo.

Cada cuadro cuenta una historia. Esa fórmula es especialmente cierta o evidente en el caso de las 29 telas presentadas en esta oportunidad. En un caso nos fijamos en el elefante, el león y el ciervo que acompañan la figura de san Antonio Abad y que tienen dimensiones y formas absurdas, propias de una fauna impuesta y desconocida para el artista que, en cambio, se siente a gusto coronando la composición con un colibrí; en otra oportunidad, lo que interesa es la voluntad de síntesis que expresa un cuadro de 1718 en el que se nos muestra la boda entre don Martín de Loyola, un noble español, y doña Beatriz Ñusta, princesa inca. Hasta la expulsión de los jesuitas, en 1767, y la rebelión de Tupac Amaru, en 1780, la coexistencia de los dos mundos -el de los colonizadores y el de los indígenas- se desarrollaba de acuerdo a parámetros que a pesar de ser impuestos por los primeros eran respetados por los dos bandos. Así, otra tela, anónima, nos ofrece el retrato de la dinastía inca, de 13 soberanos. Y una Procesión de Corpus Christi en la plaza de Armas de Cuzco muestra juntos a todos los estamentos de la sociedad.

Algunos artistas sobresalen del conjunto, sobre todo Juan Espinoza de los Monteros, que demuestra gran talento y elegancia en el tratamiento de la figura humana, o Basilio de Santa Cruz Pumacalla, también conocido como el indio que habla español, autor de un excelente San Lorenzo, o Antonio Cárdenas, en una línea zurbaranesca. Luis de Riaño, Pardo Lagos y Diego Quispe Tito son los pioneros de la escuela y de la lucha entre el mimetismo prestigioso y la aventura personal. Otros, como el autor de la Virgen de Cocharcas (1767), ponen punto final al trayecto: en el centro, la Virgen, una Candelaria que ha trocado la vela por un manojo de rosas. A su alrededor, los Andes, los campesinos y sus ponchos, los poblados humildes y la iglesia barroca. Otro mundo y el mismo mundo.

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