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Efímera capital europea

La ciudad de Mostar, medio destruida durante la última guerra balcánica en el corazón de Bosnia-Herzegovina, se convierte durante algunos días en una pequeña capital de Europa. Aunque la esperanza de que este evento cierre simbólicamente la tragedia yugoslava, tal vez sea demasiado optimista.

Recordemos que el Puente Viejo de Mostar fue construido durante la época otomana, en el año 1566 del calendario cristiano, el 944 de la Hégira mahometana. En una vieja lápida se podía leer en caracteres árabes: "Fue construido por el arquitecto Haireddín en tiempos de Solimán el Magnífico". Las invasiones, las guerras, incluso los terremotos, desgracias tan frecuentes en la península balcánica, lo habían dejado indemne durante más de cuatro siglos. Empezaron a demolerlo los "serbios" y los "croatas" completaron la destrucción a fondo. Entrecomillo los nombres de ambos pueblos para no confundir a los destructores de esta obra maestra de la civilización islámica con aquellos croatas y serbios que lloraron por el acto vandálico llevado a cabo por la intolerancia religiosa y nacionalista, y que se avergonzaron por ello. Los intentos de reconstrucción realizados durante una década no llegaron a buen puerto. La obra fue iniciada varias veces, desde el principio cada vez; durante mucho tiempo se quedó en meros preparativos. Y esto debido tal vez a que los propios ciudadanos no tuvieron la fuerza de reunirse alrededor del puente, no estuvieron suficientemente próximos entre sí y permanecieron profundamente separados. El Puente Viejo era mucho más que un simple monumento. Servía a todos, unía a gentes diferentes. En él estaba encerrada la memoria de nuestros ancestros; era el símbolo de muchas generaciones. No unía únicamente dos orillas: en ese puente, Oriente y Occidente se daban la mano. Fue posible destruirlo, pero no se podía hacerlo desaparecer.

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Una tragedia y sus consecuencias no se celebran ni se festejan. Las celebraciones y los festejos, en un país golpeado y empobrecido por una guerra larga y cruel, y una posguerra igualmente difícil y dolorosa, serían indecentes. Finalmente se decidió celebrar en Mostar un encuentro conmemorativo y, sobre todo, "una confrontación" con lo que sucedió: con el pasado y el presente, con la historia y la actualidad. Muchos ciudadanos de Mostar, ahora dispersos por todos los continentes, han regresado durante algunos días para volver a ver a su Viejo. Esta extraña diáspora, formada en su mayor parte por musulmanes de Herzegovina, ofrece un triste espectáculo: son tantos, que algunos no se reconocen entre sí y se abrazan sin saber quién es quién. Y el propio puente, aunque ha sido reconstruido fielmente, ya no es igual; es demasiado nuevo, blanco, le falta su pátina. Las huellas de los pasos de sus ciudadanos tendrán que ser rehechas. Primero deberán encontrarse realmente y reunirse junto a él. Esto no parece fácil. Estaba previsto que los niños que aún no han cumplido diez años y que, por lo tanto, no tienen ninguna memoria negativa, fueran los primeros en cruzar el puente para inaugurarlo de este modo. Sin embargo, al bando croata nacionalista (no a todos los croatas de Mostar), este gesto simbólico les parece inaceptable. La respuesta no resulta convincente: sería un peligro para los niños que podrían "resbalarse" y caer sobre las nuevas planchas del puente...

De este modo, al volverse a reunir los unos con los otros junto a las claras, frescas y dulces aguas del Neretva, también sería necesario constatar un enorme error de Europa. Al hacerse eco durante los primeros años de la guerra yugoslava de la propaganda de Milosevic y Tudjman, que presentaban a los musulmanes bosnios como una peligrosa "plataforma del islam en Europa", permitió que fuera destruido a manos de los "talibanes cristianos". Por el contrario, estos eslavos de Bosnia-Herzegovina, tardíamente islamizados y, antes de esta guerra, muy laicos, podían ser presentados como un modelo del islam europeo que podía oponerse como tal a los verdaderos fundamentalistas del mundo. Un gran escritor, nacido en Bosnia en una familia musulmana, Mehmed Mesa Selimovic, escribe en su célebre novela El derviche y la muerte sobre este islote eslavo-islámico: "Éramos muy pocos para formar un lago y demasiados para ser engullidos por la tierra". Han quedado abandonados y, en gran parte, engullidos en Bosnia. Y también en Herzegovina, junto al Puente Viejo de Mostar. Recuerdo el título de una obra de Paul Éluard, escrita durante la Resistencia antifascista: París, capital del dolor. Mostar se presenta en estos momentos como una modesta capital europea, la de nuestro dolor.

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