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Dublín bebe, come y ríe a cuenta de Joyce

La ciudad se convierte en una fiesta literaria y gastronómica por el centenario del Bloomsday

Mitad fiesta literaria, mitad verbena popular glotona y borrachuza, Dublín celebró ayer el centenario del Bloomsday por todo lo alto bajo un sol y un calor impropios de su fama y entre carcajadas, lecturas, disfraces, teatro callejero, larguísimas colas para trincar bocadillos de casquería surtida y música como le gustaba a Leopold Bloom. Entre la morcilla con mostaza, beicon con salchichas y los inevitables toneles de cerveza Guinness, la capital irlandesa se puso ciega a conmemorar los cien años de las odiseas dublinesas de Bloom y Stephen Dedalus. Fue una fiesta espléndida sin miedo al ridículo ni caídas en lo pomposo ni lo solemne y en la que participaron miles de personas que tomaron del Ulises su parte más accesible, su lado más humorístico, esos monólogos y diálogos del habla local tan sabiamente dibujados por Joyce, y toda la tramoya satírica que el autor utilizó para retratar a unos paisanos que, por lo visto, siguen siendo los mismos.

"Todas las dublinesas tenemos el espíritu de Molly Bloom, somos muy terrenales"
Fue una fiesta espléndida sin miedo al ridículo ni caídas en lo pomposo
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La celebración trata de reproducir cada año con exactitud erudita el recorrido callejero de casi 29 kilómetros, ocho de ellos a pie, que realizó el pobre Bloom en apenas 18 horas, desde las ocho de la mañana hasta las dos de la madrugada del día siguiente. Joyce situó la acción el 16 de junio porque fue ese día el que conoció a la que sería su mujer, la camarera de hotel Norma Barnacle. Así que a las ocho en punto unos fanáticos heroicos se bañaron en el mar de Irlanda junto a la torre Martello, en Sandycove, a nueve millas del centro de Dublín, y luego, una vez vestidos, pasaron a hacinarse en las estrecheces de la torrecilla para comenzar la lectura de la novela por el principio: cuando Buck Mulligan aparece vestido con una bata amarilla y se afeita mientras habla con Dedalus en la azotea de esa misma torre que hoy es un museo minúsculo.

Sólo media hora después empezó el desayuno pantagruélico a lo largo de toda la calle North Grate George, en el puro centro de la ciudad, donde tiene su sede el James Joyce Center. A esa temprana hora, cientos de personas estaban ya de romería y dándole a la Guinness como si fueran las tres de la mañana. Había señoras disfrazadas de Molly Bloom, señores con el bombín ridículo de Leopold, un señor que había venido andando desde Cork (cinco días de viaje) para celebrarlo, un clónico de Joyce con el parche y el monóculo negro en el ojo izquierdo, unos señores muy trajeados leyendo dentro la novela a toda pastilla como si se la supieran de memoria, una Molly metida en una cama paseando lujuriosa con la cama a cuestas, unos actores estupendos interpretando fragmentos de la novela en diversos escenarios, uno de ellos un autobús patrocinado por la marca de salchichas preferida del protagonista de Ulises.

Desde el piso alto del autobús se asomó de repente una pelirroja guapísima de ojos azules. Era la enésima Molly Bloom, pero ésta recitaba con verdadero talento: "Le di todo el placer que pude". Son las últimas páginas de Ulises. Molly habla de Ronda, del barco perdido en Algeciras, de las castañuelas, de las chicas andaluzas y del moro guapísimo que la puso contra la pared: "Yes". Poco después, la actriz bajó del autobús: "Me llamo Sarah Jane Shields. Soy de Dublín y llevo cinco meses ensayando este monólogo y otro más. Es el segundo año que vengo, pero éste es mucho mejor que el anterior. Hay muchísima más gente".

Por el cielo grazna una gaviota, en una esquina hay unos títeres centenarios, bastantes señoras que se aproximan mucho, tenderetes con

merchandising, una caja con los 22 CD del Ulises leído, varios bebés rollizos y dos niñas siniestras con una muñeca -"la pobre se va a morir mañana de tuberculosis", dicen-. Las más graciosas son tres Mollys talluditas más anchas que largas:

-Me siento como si tuviera cien años menos, creo que pertenezco a aquella época más que a ésta.

-A mí también me hubiera gustado ser Molly, pero no hace falta. Todas las dublinesas tenemos su espíritu, somos muy terrenales.

-Sobre todo tú, princesa.

A las diez en punto llega la presidenta de la República, Mary McAleese. La aplauden un poco, se meten en el edificio y la invitan a "unos riñones de cordero con leve aroma a orina", y también a mantequilla amarilla, embutidos, mazapanes... La fiesta es un rito laico y cachondo, relajado y pacífico, excéntrico y muy divertido. ¿Qué pensaría Joyce si lo viera? "Probablemente, se descojonaría", dice Jeremy Tallin, un cineasta inglés que vive en Finlandia y ha venido a rodar un documental sobre el centenario. "Ayer fui a la perfumería donde compra el jabón un personaje de la novela y me di cuenta de que es un libro para enfermos, para especialistas y fanáticos. De repente llegó un tipo a comprar ese jabón, y luego otro a lo mismo, y allí estábamos los tres hablando como unos perturbados sobre el puto jabón del Ulises. Ridículo, tío, totalmente ridículo".

En fin, quizá un poco, sobre todo si nos imaginamos la traducción española del asunto con las fuerzas vivas disfrazadas el día del Quijote y los académicos tomando queso manchego alrededor de los molinos. Pero el caso es pasarlo bien un rato, devolver algo de cariño a la gloria nacional que tanto prestigio ha dado a las letras de su país y tantos beneficios y turistas a su economía, hacerle llegar hasta su tumba en Zúrich que cien años después de su exilio Irlanda quiere por fin a James Joyce y, sobre todo, se ríe con él, bebe en su honor, se pone ciego a comer "los órganos internos de las bestias" como su antihéroe Leopold, ese judío marginal al que este pueblo, católico a ultranza, se entrega cada 16 de junio como si fuera un dios.

Cinco mujeres pasean  por Sandycove en la celebración del Bloomsday.
Cinco mujeres pasean por Sandycove en la celebración del Bloomsday.ASSOCIATED PRESS
El actor Dermod Lynskey, disfrazado de Leopold Bloom, en Dublín. 

/ EFE
El actor Dermod Lynskey, disfrazado de Leopold Bloom, en Dublín. / EFE

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