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Maquiavelo, no te rajes

Hace días presenté en el Círculo de Bellas Artes de Madrid mi novela más reciente, La silla del Águila. No pude estar mejor acompañado. Mis interlocutores eran Felipe González, ex presidente del Gobierno español, y Alan Riding, corresponsal cultural del New York Times en Europa. Ambos conocen bien a México. Riding, porque fue corresponsal del Times durante más de una década. Satanizado en su momento por dar su fiel y personal versión de nuestro país -Vecinos distantes-, Riding al cabo venció las prevenciones chovinistas y recibió, el pasado otoño, la condecoración del Águila Azteca de manos del presidente Vicente Fox. El águila de la silla aterrizó en el pecho del águila.

Felipe González radicó mi novela en las movedizas arenas de la política mexicana sólo para afirmar que toda política, siendo local, es también siempre universal porque se funda en "la pasión humana, el poder, el dinero, el sexo y el amor". También las miserias de la política son universales, subrayó González. Hay, en todo poder, una "parte oscura". Pero lo más que se puede ver de la realidad política, concluyó el ex presidente, es sólo la punta del iceberg. Las verdaderas realidades del poder suelen permanecer ocultas.

Sobre nuestro diálogo en Madrid planeaba, como ya lo había previsto Juan Luis Cebrián, en Babelia, una sombra florentina. Nicolás Maquiavelo fue citado por todos los participantes, pero yo tenía la particular preocupación de pensar en Maquiavelo para México y muy emparentado con las próximas elecciones legislativas del 6 de julio en nuestro país. Hay quienes hablan en México de una alternancia en el poder, pero sin transición democrática real. Los obstáculos que ofrece, para llevar al cabo dicha transición, la cultura autoritaria mexicana, son inmensos. Aquí viene a cuento Maquiavelo cuando hace una distinción que conviene soberanamente a México.

Maquiavelo distingue entre "principados nuevos" y "principados hereditarios". Durante sieta décadas, México fue principado hereditario. El poder se heredaba cada seis años, canalizado por el PRI (Partido Revolucionario Institucional). El Príncipe en turno dictaminaba, desde la silla del águila, quién sería su sucesor. Seguramente, muchos factores concurrían para dar el dedazo y descubrir al "tapado": el poder del dinero, las agrupaciones gremiales, obreras y campesinas, los poderes locales de la Federación, las burocracias, el "vecino distante" de Alan Riding... Pero al fin y al cabo, quien ocupaba la silla del águila decidía quién habría de sucederle. ¿El más competente? A veces. Ávila Camacho juzgó con acierto que el mejor y más hábil "tapado" era Miguel Alemán (1946); Alemán, muerto su delfín Héctor Pérez Martínez, optó sagazmente que después de la embriagadora actividad de su gobierno, convenía un presidente aspirina. El "mejoral" fue Adolfo Ruiz Cortines (1952), acaso el más hábil presidente priísta y el más ajustado a la virtud hereditaria tal y como la describe Maquiavelo: los principados hereditarios son los más fáciles de gobernar. Basta con no hacer olas y contemporizar con los accidentes. El sobre lacrado, los líderes "charros", la mano de fierro envuelta en guante de terciopelo... Las mañas de don Adolfo son innumerables... e irrepetibles.

La regla hereditaria se continuó cuando Ruiz Cortines le dio el dedo de oro a Adolfo López Mateos (1958). Pero a partir de entonces, el principado hereditario inicia su declive. La legitimación revolucionaria entra en crisis, la represión crece (ferrocarrileros, maestros, Siqueiros, Heberto Castillo) y un heredero ingrato, Gustavo Díaz Ordaz (1964), pasa de ser el más sumiso colaborador de López Mateos a su más encarnizado perseguidor, una vez que ocupa la silla del águila. El drama florentino se repite cuando Díaz Ordaz destapa al fiel Luis Echeverría (1970) y recibe, fuera del poder, el vehemente ataque de su delfín. Lo mismo le sucede a Echeverría con el suyo, José López Portillo (1976), y, en menor grado, a éste con Miguel de la Madrid (1982). La sucesión De la Madrid-Salinas (1988) restablece la paz hereditaria, que no tarda en romperse, por última vez, en el choque brutal entre Carlos Salinas y su sucesor, Ernesto Zedillo (1994).

Zedillo es el último "príncipe hereditario". Respeta la ley y transmite el poder al "príncipe nuevo", Vicente Fox (2000), quien no tarda en encarnar todas las advertencias de Maquiavelo acerca del paso de la herencia a la novedad. Los hombres, dice el florentino, mudan gobierno creyendo mejorar. Pero el nuevo príncipe, por el simple hecho de su novedad, porque rompe una tradición, porque agita las aguas, no tarda en enfrentarse a una minuta de problemas ausente en la república hereditaria.

El príncipe nuevo, por principio de cuentas, ofende a los que ha desalojado. Cuenta con la enemistad fervorosa del viejo orden, sobre todo (léase Roberto Madrazo, priísta a la antigua) cuando de verdad es viejo o sea incapaz de renovarse para mejorar y aspirar al poder en un nuevo clima democrático (léase Beatriz Paredes, priísta renovadora). El nuevo príncipe, amén de contar con la enemistad del principado anterior, no puede satisfacer a todos los amigos, no puede darles todo lo que le piden. Y sus defensores -Maquiavelo dixit- son tibios. La incredulidad pesa sobre las acciones del príncipe nuevo. La censura cae sobre su ausencia de acciones. La falta de experiencia lastra y desprestigia muy pronto al nuevo príncipe.

La actualidad de Maquiavelo la demuestra su funesto aserto: el primer error del Príncipe nuevo es siempre su gabinete. Pero más allá de este error -fatal para Maquiavelo -, el "pequeño escribano florentino" le recomienda al príncipe nuevo, ante su gabinete, oír y decir la verdad sin temor de ofender. No hay mejor manera de defenderse de los aduladores. Pero -enorme pero- si todos pueden decirle la verdad al Príncipe, la falta de respeto se convierte en norma de la gobernanza. Por lo tanto -recomienda Maquiavelo-, el nuevo príncipe ha de elegir consejeros de Estados sabios y otorgar libre arbitrio a sus colaboradores en función de la demostrada o demostrable inteligencia de cada cual.

En todo caso, le dice Nicolás Maquiavelo a Vicente Fox, el príncipe debe ser origen de los buenos consejos, no los buenos consejos origen del príncipe. Le es más fácil al nuevo príncipe, al cabo, oponerse a los grandes, que son pocos, que al pueblo, con el cual el príncipe ha de vivir siempre, en tanto que los grandes pueden ser empequeñecidos, hechos y des-hechos. En última instancia, el pueblo puede cambiar al príncipe, pero el príncipe no puede cambiar al pueblo. Sin embargo, como Maquiavelo sabe ver todos los ángulos de sus propias proposiciones, los grandes, por el hecho de ser pocos, le dan seguridad al príncipe, y el pueblo, por ser muchos, se la quitan. Por lo tanto, el pueblo requiere un príncipe sabio que sepa fundar su gobierno en lo que es suyo y no en lo que es de otros. Y el pueblo será suyo, concluye Maquiavelo, si el príncipe entiende que el pueblo amigo es el único remedio cuando, inevitablemente, el gobernante cae en la adversidad.

No paso por alto el realismo cínico de Maquiavelo cuando se aparta de las luces del poder y revela sus sombras. El príncipe debe ser temido, pero no odiado. Los hombres respetan menos al que se hace temer que al que se hace amar. El príncipe no debe apartarse del bien, si se puede. Pero debe ejercer el mal, si es necesario. Necesidad, virtud, fortuna. Estos tres pilares de la filosofía política de Maquiavelo matizan y enriquecen poderosamente cuanto llevo dicho. Sol y sombra. La necesidad puede ser determinada por las vías nefandas -la vía scelerata- para llegar al poder. El asesinato, la traición, la infidelidad en nombre de la necesidad. Pero, bien gobernada, la necesidad puede ser estímulo para la acción política. Maquiavelo -se olvida a menudo- cree en la libertad ("Nadie podrá arrebatarnos esa mínima y gloriosa parcela de libertad que Dios le ha dado a cada hombre") y la libertad elimina, dice, la posibilidad de un mundo completamente necesario o fatal.

La virtud, segunda columna, está ya implícita en la necesidad. La virtud es el libre albedrío en acción. Pero así como la necesidad se mueve de la sombra a la luz, la virtud puede hacer el trayecto inverso. La virtud puede ser máscara de la simulación política, de tal suerte que lo importante de la virtud política no es tenerla, sino parecer tenerla.

La raíz etimológica de la virtud es vir, hombre. La fortuna, tercer principio, es, como su nombre lo indica, femenina y debe ser tratada como el muy misógino Maquiavelo trató a su propia esposa: a palos. La fortuna es mujer y, por lo tanto, perturba al gobernante con su ambición desmedida, su volubilidad, su activismo perverso, su amenaza a una política racional. Dura más en el poder quien menos depende de la femenina Fortuna.

¿Qué lección nos deja, en suma, para nosotros, para nuestro tiempo, el gran pensador florentino? Sólo y simplemente, esto: un buen gobierno procede de acuerdo con la calidad del tiempo. Un mal gobierno es el que actúa contra la calidad del tiempo. El mal gobierno se arruina si persiste en los vicios del tiempo pasado. El buen gobierno, en cambio, muestra respeto y paciencia para con los horarios del tiempo. Los horarios del tiempo -el zeitgeist o espíritu del tiempo en lengua alemana-. Conocerlo, sentirlo, actuarlo, es el sello del gran gobernante: Fraklin D. Roosevelt en los EE UU y Winston Churchill en Inglaterra, pero, también en Inglaterra, Clement Attlee; en Suecia, Olof Palme; en Alemania, Willy Brandt, y en España, el propio Felipe González.

Las elecciones del 6 de julio y sus secuelas nos indicarán si, en México, Vicente Fox habrá aprendido a actuar de acuerdo con los horarios del tiempo, o a nadar, de muertito, a contracorriente.

En una ocasión, entrevistándolo, mi esposa, Silvia Lemus, le preguntó el ex presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez si leer El Príncipe de Maquiavelo era requisito indispensable para ser buen gobernante latinoamericano.

"Como andan las cosas -constestó CAP-, lo mejor sería que nos pusiéramos a leer El Principito de Saint-Exupèry".

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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