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Columna
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Viejas semillas de cine

Hay cada vez más, a veces incluso da la impresión -y hay que decir esto con cautela y ponerlo entre paréntesis, porque quizás tiene algo de espejismo al ser visto desde un observatorio como éste, al que las voces y los ecos llegan vestidos con el mismo traje- de que empieza a abundar gente joven que se engancha al viejo cine y, al verlo y descubrir que la fuente de la emoción sigue manando a chorros, bebe en ella, y la abre y renueva. Los territorios del arte escondido, que son los que hoy dan hospitalidad al gran viejo cine, son fértiles, y las semillas crecen en ellos con prontitud y vigor. Las cunetas, los ámbitos de la imaginación marginal, son cada día más ricas, porque son tierra sin dueño, en la que el corsé de 'lo que se lleva' pierde sentido y lo gana la libertad de 'lo que no se lleva', de lo que se mueve y nos mueve contra la corriente.

Se entiende -es ley del negocio- que se hagan colas en los cines donde nos hacen tragar con embudo patrañas de usar y tirar, películas prefabricadas con manuales de marketing. Pero sí tiene relieve, es significativo, que se formen tambien colas en los cines donde se nos da como cosa nueva a sombras imitativas de viejos modelos imperecederos de cine clásico. Sombras del gran cine de terror, desde la metáfora del lagarto a la del vampiro, llenan hoy pantallas con cosmética posmoderna, pero algo del antiguo modelo permanece, aunque sólo sea el acto imitativo en cuanto tal. Y lo mismo ocurre con la oleada de nuevas comedias locas que pretenden hacer pasar a gente bastante rutinaria, como los hermanos Farrely, por artistas de vanguardia, estetas del desorden, gente de la estirpe subversiva de otros hermanos, los viejos Marx. Pero hace poco vi a un adorador de estas películas descubrir con ojos boquiabiertos la locura formal de La fiera de mi niña y el jarro que tras verla echó en la coronilla de estos comediantes locos fue de hielo.

Lo mismo ocurrió con el paso, hace pocos días, por una de las impagables tacadas temáticas del Canal +, de La semilla del diablo, la obra cumbre de Roman Polanski, acompañada por una larga charla con el cineasta polaco, un trabajo de producción propia de Canal + que analiza las zonas abruptas, obsesivas y malignas de su obra, y la emisión, bajo el título de La semilla de Polanski, y en estreno en España, de los cortometrajes del periodo de formación del cineasta realizados en la Escuela de Cine de Lodz, donde aprendió el oficio de filmar y comenzó a afilar su retorcida lupa de mirar el revés de las cosas, que en La semilla del diablo alcanza su colmo de refinamiento. Y también de iluminación de un cine de ahora que, sin decirlo, se alimenta a dos carrillos, con tosquedad, de lo que allí Polanski sacó del hueco de su bocamanga en un tortuoso, pero cercano a lo genial, ejercicio de malabarismo ético y estético.

Si Polanski sacó de una mirada hacia atrás el mejor cine de terror, o de horror, de ahora, lo mismo cabe decir del delicado hilo de vigencia que sostiene a E.T. en la historia del cine de sentimientos. Esta película, hace poco restaurada, fue maltratada en su tiempo con excesos de paternalismo, pero hoy se manifiesta como cine lleno de plenitudes y de una modernidad tan recia y terca como la de La semilla del diablo, sólo que en sus antípodas en cáscara y en médula, como corresponde a la amabilidad de Steven Spielberg. Y quien se admiró de cómo el desapacible Polanski hurgó mucho más dentro que el cine de ahora en las trastiendas familiares de Satanás y su turbia gente, se admiró también del rescate que Spielberg hace en E.T. de una genial pincelada de la melancolía de John Ford en la escena en que la criatura extraterrestre descubre admirado el talento humano en estado puro al ver en un televisor el primer encuentro, en la cabaña de El hombre tranquilo, entre John Wayne y Maureen O'Hara.

El gran viejo cine es ahora un arte escondido en las pocas rendijas luminosas de la televisión. Está, con zafias palabras en boga, fuera de oferta, pero vive, porque es imaginación no efímera y sólo espera la ocasión de renacer intacto en cada mirada que desvela su misterio. Esta mirada aún crece, y se ensancha y afina. Y aquí, a este observatorio, llegan abundantes indicios de que esto ocurre.

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