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Un ejército de voluntarios

La abrumadora respuesta de los neoyorquinos para colaborar tras los atentados en las Torres Gemelas evita que los centros humanitarios se desborden y ayuda a poner en marcha la ciudad

'Estaban a punto de volverse locos en sus casas viendo la televisión. Por eso se lanzaron a las calles a ayudar'. Ésa es la frase que muchos neoyorquinos pronuncian cuando se les pregunta por qué se hicieron voluntarios tras la caída de las Torres Gemelas. Su arranque ha sido más fuerte que la desorganización que ha colapsado los centros de ayuda humanitaria, confirmada por el equipo de investigadores del Centro para la Biodefensa Civil de la Universidad John Hopkins. 'La avalancha de donaciones ha superado las posibilidades del Ejército de Salvación y otras instituciones. No han sabido cómo aprovechar los recursos. Pero la respuesta ciudadana ha ayudado a evitar el caos', explica Beck Young, que lleva días recorriendo las calles para elaborar un estudio con vistas a próximos desastres.

'Esto era un caos. Había dos mesas llenas de comida, cientos de cajas de ropa del Ejército de Salvación y nadie al mando que tomase las riendas'
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Neoyorquinos con nombres y apellidos y sin carnés de ningún tipo han puesto su granito de arena en la reconstrucción de la ciudad. Es el caso de José Antonio Piñas, un español del barrio de Tribeca, que vio el desmoronamiento del World Trade Center desde la terraza de su casa, a tres manzanas de las torres. 'Me fui a casa de unos amigos pero me sentía mal, así que volví al barrio y me uní a un chiringuito que se montó junto a un edificio de la Universidad de Nueva York'.

Allí ha pasado ocho días, encargado de las comidas calientes, donadas por el restaurante español Flor de Sol y por las cocinas del Tribeca Grill, propiedad del actor Robert de Niro. 'He repartido miles de platos y he visto lo peor y lo mejor del ser humano. Ahí dentro han vivido cosas horribles, con nosotros no sólo encontraban comida, bebida o calcetines limpios. Los voluntarios hemos servido para que los trabajadores de la zona cero se desahogaran'. Es el caso de Ted, uno de los, según él, 470 militares que han tomado la zona y que se acerca a José para saludarle como si fuera un amigo de toda la vida. 'A mí me ha lavado la ropa una vecina de por aquí. Y ahora quiero darle las gracias a Robert'.

El puesto en el que trabaja José lo organizó espontáneamente gente del barrio y otros que llegaron a curiosear desde zonas tan lejanas al desastre como Queens y decidieron quedarse. 'Esto era un caos, había dos mesas llenas de comida, cientos de cajas de ropa de la organización y nadie al mando, así que tomé las riendas', explica Carmen Avilés, una puertorriqueña de 64 años que cuida del puesto como si se le fuera la vida en ello. Junto a ella han estado su hija Nelsa y unas diez personas, entre ellas Mira, que se autodefine como 'voluntaria freelance'. Carmen pasea por las calles de Tribeca con un carrito de supermercado y no quiere que se la identifique con ninguna organización. 'No tengo carnés ni los quiero, voy por libre'. Así ha evitado los problemas que otros sí han tenido. 'Hace días nos dijeron que nuestro puesto iba a ser trasladado a la zona cero. No somos del Salvation Army y necesitábamos carnés, pero ahora nadie nos los quiere dar', explica Michel Pribich, un escultor del barrio.

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El jueves pasado, un pálido y ojeroso joven de 19 años se acercó a Michel y al resto para anunciar la clausura del lugar. 'La policía quiere que la zona vuelva a la normalidad. Todos los puestos de la entidad situados fuera de la zona controlada tienen que desaparecer esta noche'. Era Enrique Castro, supervisor de uno de los diez espacios de la organización cristiana que se situaron dentro de la zona cero. Les pedía que se fueran a casa. Muchos se resistían a abandonar su trinchera. Todos albergaban la esperanza de ser trasladados a la zona de la catástrofe. 'Ya no quieren a nadie más. Quizás dentro de unos días soliciten refuerzos. Lo siento', explicaba Enrique con expresión sombría. Hablaba y se movía como un zombi. Había pasado una semana entera sin salir de la zona cero, durmiendo sobre el suelo de una iglesia. Allí, explicaba, una de las cosas más importantes era hacer sonreír a los trabajadores. 'Los primeros días la gente tenía la moral muy baja, así que además de conseguirles todo lo que nos pedían, hemos cantado y bailado para ellos. Cigarrillos, mascarillas, cascos y agua han sido los objetos más solicitados. Creo que muchísima gente ha vuelto a fumar después de esto'.

Enrique Castro cree en Dios. A él le agradece no haber estado en las Torres Gemelas en el momento de su colapso. El día del ataque tenía dos entrevistas de trabajo allí. Su abuela se puso enferma y decidió no ir. 'Fue una señal del cielo. Por eso me hice voluntario'.

Tras su paseo nocturno para clausurar los puestos del Ejército de Salvación se irá a Florida, a la playa, con su equipo de seis voluntarios. 'Todos están cansados. Lo que hemos visto no se puede describir. Es el horror'.

Cuando Enrique se fue del puesto de José, Carmen y Michel, todos los voluntarios se quedaron perplejos. Allí yacían cientos de litros de agua, calcetines, camisetas, zapatos, mascarillas, linternas, sueros, comida... No apareció ningún camión para trasladarlos a otro lugar. Todos sabían que aquello sería pasto de las ratas, así que movilizaron a sus conocidos para que se lo llevaran a sus casas. José Piñas estaba indignado. 'Es el país del exceso, del consumo, de la abundancia, les da igual que todo esto se tire. Todavía tienen mucho que aprender'.

Cherie Blair, esposa del primer ministro británico, el pasado jueves en Nueva York en el homenaje a los bomberos fallecidos.
Cherie Blair, esposa del primer ministro británico, el pasado jueves en Nueva York en el homenaje a los bomberos fallecidos.REUTERS

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