Ken Loach y David Mamet aportan dos libres e inteligentes filmes opuestos
Completó el día 'Invencible', una interesante película del alemán Werner Herzog
Dos grandes y comprometidos cineastas, el inglés Ken Loach y el estadounidense David Mamet, trajeron ayer sendas magníficas obras que en nada se parecen entre sí. En Los navegantes, Loach hace un áspero ejercicio de despojamiento de un hecho real propuesto como ficción, mientras que en Heist Mamet juega y a ratos juguetea a volver del revés el género negro con variantes argumentales muy imaginativas y con inesperadas esquinas en cuyos recovecos el cineasta introduce su visión, nada contemporizadora y llena de cruel ironía, de la vida en EE UU.
Completó la jornada Invencible, donde el alemán Werner Herzog da otra vuelta de tuerca a su gusto por los rincones enigmáticos de la historia contemporánea y hurga en la trastienda del célebre y siniestro mago Hanusen, que en los años treinta fascinó a los dirigentes del III Reich, a los que convenció para que propusieran a Hitler la creación de un Ministerio de lo Oculto, disparate que fue atentamente oído por el Führer y que permitió al tal Hanusen -aquí interpretado por el británico Tim Roth- ejercer de hechicero en las turbias interioridades de las cúpulas del poder nazi.
El cine de Ken Loach y David Mamet reconcilia con la pantalla y abre en ella caminos muy diferentes, pero en ambos casos transitables para el conocimiento y el disfrute. Loach, como de costumbre, dispara su cámara exclusivamente hacia el conocimiento. Los navegantes es una obra ascética, áspera y poco o nada hospitalaria, pero emana de ella tanta sensación de verdad que su dureza estilística acaba siendo finalmente consoladora.
Los navegantes procede de un simple testimonio. En 1996, un obrero de British Rail llamado Rob Dawber escribió a Ken Loach una carta en la que le contaba sus experiencias personales en el trabajo e invitaba al cineasta a hacer una película sobre ellas. Loach aceptó y Dawber escribió un relato al que Loach dio después forma fílmica. Dice Dawber: 'La idea de llevar a la pantalla nuestro problema sacó su fuerza y su forma de la frustración ante las condiciones de trabajo que los ferroviarios de la British Rail nos vimos obligados a aceptar tras la privatización de la empresa'.
De ahí, de un seco y estricto documento, arranca la ficción de Loach, que fluye despojada del más mínimo adorno, ajena a la busca de un acceso de la pantalla a las fuentes del alivio, sin dar respiro a la atención, sin tregua alguna para la tensión moral que desencadena. Es el Loach de siempre, pero situado por encima de sus dos últimos filmes rodados fuera del Reino Unido, otra vez en el centro de un mundo que conoce al dedillo, el de las interioridades de la clase obrera británica, en cuyas luchas su cine vive, se alimenta y milita. Y algo exterior conmociona las tripas ocultas de Los navegantes, pues Dawber, tras terminar su relato para Loach, contrajo un cáncer causado por el amianto de su ropa de ferroviario, ganó su pleito a la empresa y murió el 22 de febrero de este año, mientras se hacía la película. El devastador relato del ferroviario muerto se llena con la extraordinaria capacidad de Loach para hacer parecer intérpretes naturales a sus asombrosos actores profesionales.
Si Loach juega a dar un puñetazo de verdad, David Mamet acaricia al espectador. Lo hace con una historia cuyo esquema entra en los modelos del thriller ortodoxo, pero Mamet se escapa como una anguila de la cuadrícula y busca accesos a la heterodoxia, para que en la pantalla entre la singularidad de su escritura y su poderosa inteligencia fabuladora, que da la vuelta al modelo genérico y extrae de él una fortísima originalidad. Dice Mamet: 'Las películas de gánsteres obedecen a un código, pero, por el contrario, el filme negro representa al hombre en un mundo que carece de leyes, de códigos, y en el que sólo cuenta con su fuerza y su inteligencia. El género negro es una forma cinematográfica típica de la segunda posguerra, en el sentido de que presupone en todos corrupción y barbarie'.
Hay elocuencia en la visión que Mamet tiene de Heist, y la hay en la película misma, donde Gene Hackman hace una creación, como siempre en él, de enorme energía irónica y arrolladora fuerza de contagio. Hackman propone así de contundente el vitriolo que contiene el relato: 'El amor mueve el mundo. El amor al dinero'. Y en el brutal desenlace, ante la pregunta del moribundo Danny DeVito, '¿te vas, Joe, no quieres oír mis últimas palabras?', Hackman contesta con sorna feroz: 'Acabo de oírlas', y le descerraja un enmudecedor tiro de gracia. Son brotes de tremendismo, de crueldad y de fiereza y gracia burlona en medio de un ilegislable, libérrimo filme negro lleno de sinuosas y sutiles curvas e invadido por la neblina de las zonas subterráneas de los comportamientos pesimistas y desalmados, esos que destripan de un navajazo verbal el fondo perturbado de la sociedad en que ocurren y se dicen.
Babelia
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