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La vida sigue igual

Volvió a Sevilla La Traviata, ocho años después de aquellas inolvidables representaciones con motivo de la Expo, con la compañía de La Scala. Programar la ópera más intimista de Verdi es siempre un atrevimiento. La memoria histórica pone en juego sus exigencias más inflexibles en este título lírico. El Maestranza ha apostado a favor de Ainhoa Arteta, como Violetta, y Plácido Domingo, como director musical, dos estrellas populares y carismáticas que trascienden su condición lírica y se proyectan con toda naturalidad en un mundo social más amplio, o, para entendernos, que flirtean con tanta o más facilidad con la revista ¡Hola! que con Scherzo o Le Monde de la Musique. De rebote, el teatro sevillano ha sacado pecho al ver su nombre al lado de los de Washington o Los Angeles con motivo de la coproducción. Con esta política de relumbrón, los resultados artísticos han sido, sin embargo, mucho más modestos que en sus dos espectáculos anteriores, dedicados a óperas nada fáciles de Bellini.En conjunto, la representación de anteayer de La Traviata fue anodina. Dicho de otra forma, no acabó de despegar. ¿Razones? Por encima de todas, el equilibrio vocal-instrumental-teatral careció de emotividad, de garra, de chispa. No hubo intensidad, y una Traviata sin intensidad desemboca inevitablemente en la monotonía y, lo que es más preocupante, en el desencanto. Esto no quiere decir que no tuviese momentos felices. Los hubo, en efecto. El de más alta temperatura verdiana fue en el segundo cuadro, con el barítono Juan Pons cantando Di Provenza. Marcó de forma ostensible las diferencias y el público respondió con una ovación de gala. Pons acentuó con precisión, ligó impecablemente las frases, dominó el estilo y, algo muy importante, conmovió.

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La soprano Ainhoa Arteta arrancó con un atractivo color vocal en la zona media. Los primeros síntomas de inseguridad llegaron con los sobreagudos que preceden al Sempre libera. En el segundo acto alcanzó sus momentos más convincentes, aunque en las escenas más inesperadas sorprendía con destellos de clase. Sin embargo, no llegó a redondear una continuidad en la construcción psicológica y dramática del personaje de Violetta. Su generosa entrega no se traducía en la transmisión de una emoción contagiosa. El dolor, el conflicto interior, no saltaban. Faltaba definición. Y, claro, la ópera en su totalidad se resentía.

No tuvo excesivas ayudas Ainhoa Arteta para sacar a la luz todo lo que lleva dentro. Sola, seducida y abandonada, se encontró con un tenor, Marcus Haddock, de tipo mecanicista, es decir, de los que dicen de corrido lo que tienen que decir y no se entretienen en matizaciones ni sutilezas. Un tenor frío, vamos. Del resto del reparto destacó Linda Mirabal.

El otro superstar de toda esta historia, Plácido Domingo, dirigió a la Sinfónica de Sevilla sin especial brillantez. Es más, fue una prestación plana, con escaso brío, a veces vulgar. Su atención preferente a la faceta concertadora con las voces no le exime de una mayor profundidad musical, de un puntito al menos de poesía. Por citar un ejemplo elocuente, una frase tan fundamental como Amami, Alfredo! pasó sin pena ni gloria en la escena y en el foso.

La dirección de escena de Marta Domingo es tan convencional que raya en lo pretencioso. Lujo, mucho lujo, con un guiño a Zeffirelli y otro a la estética de nuevos ricos americanos. Estática, limitada de recursos teatrales, apoyada en una escenografía mediocre, en un vestuario aparente y en una coreografía amanerada, es un modelo de conservadurismo burgués que hace las delicias de la vieja guardia. El público aplaudió, muy a la americana, nada más levantarse el telón del tercer cuadro, por la profusión de colorido y esplendor del salón-casino-burdel. Y el telón se levantó al final del mismo cuadro, cuando nadie lo demandaba, para prorrogar unos minutos más el éxito. La aventura americana de La Traviata no ha añadido nada nuevo, artísticamente hablando, a la trayectoria del teatro frente al Guadalquivir. La ópera, como la vida, sigue igual en Sevilla, o quizá un poquito peor.

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