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París muestra 96 telas de Chardin, maestro de las 'naturalezas muertas'

Trescientos años después de su nacimiento, Jean-Baptiste Siméon Chardin (París, 1699- 1779) deslumbra estos días en la capital francesa con un brillo muy superior al que gozó en su época. El maestro de las naturalezas muertas, de las escenas domésticas cotidianas, encandila en su engañosa simplicidad y se revela, tres siglos más tarde, como el mago del "silencio voluptuoso", capaz de descubrir y extraer de los objetos una autenticidad insospechada, de envolverlos con una mirada tierna y grave, turbadora. Su reposición, hasta el 22 de noviembre, es un acontecimiento mayor en el amplio abanico de ofertas culturales del otoño parisiense.La exposición, en el Grand Palais, está formada por 96 telas que el especialista en Chardin y actual director del Louvre, Pierre Rosenberg, ha seleccionado entre los dos centenares que componen la obra de este pintor discreto, educado, para su fortuna fuera de los modelos y perspectivas que impuso en su época la Academia Real de la Pintura y de la Escultura.

Chardin pintó muy poco, era lento, no mostraba una gran facilidad y sus medios técnicos fueron muy limitados. Sólo que este hombre que jamás salió de París en sus 80 años de vida, excluidas las esporádicas excursiones a Versalles, que eligió pintar sólo lo que veía, lo que tenía ante sus ojos, llegó a descubrir el secreto que guardan los objetos y se convirtió en un artista virtuoso, en un mago de los colores, de la luz, de la composición. Deliberadamente ajeno a las modas y a la influencia de sus contemporáneos -"es preciso que olvide todo lo que he visto y la manera en que estos objetos han sido tratados por otros", dijo en una ocasión-, Chardin ha atravesado los siglos envuelto en una aureola de reconocimiento sin llegar a ser reconocido como una luminaria de la historia del arte.

El genio de la naturaleza muerta viva, el arquitecto del "tiempo suspendido" vivió fuera del bullicio mundano, dedicado laboriosamente a su tarea, aislado en su taller. Pierre Rosenberg cree que Chardin fue, "a pesar suyo", un pintor subversivo.

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