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Pensando sobre el fin de la historia diez años después

Este verano se cumple el décimo aniversario de la publicación de mi artículo "The end of history?" en The National Interest, y con ese motivo se me ha pedido que escriba una retrospectiva sobre mi hipótesis original. Desde que se publicó el artículo, mis críticos han exigido con regularidad que reconsidere mi opinión de que la historia se ha terminado, con la esperanza de que me retracte. Para ellos, expondré mi balance final: nada de lo que ha sucedido en la política o la economía mundiales en los últimos diez años contradice, en mi opinión, la conclusión de que la democracia liberal y la economía de mercado son las únicas alternativas viables para la sociedad actual. Las situaciones más graves en ese periodo han sido la crisis económica de Asia y el aparente estancamiento de la reforma en Rusia. Pero, a pesar de que estos sucesos constituyen lecciones políticas muy interesantes, son, al fin y al cabo, corregibles mediante la política y no suponen un fracaso sistemático del orden liberal que prevalece en el mundo.

Por otra parte, el argumento que utilicé para demostrar que la historia es direccional, progresiva y que culmina en el moderno Estado liberal, tiene un defecto fundamental, pero sólo uno de los cientos de analistas que discutieron The end of history ha comprendido su verdadera debilidad: la historia no puede terminar, puesto que las ciencias de la naturaleza actuales no tienen fin, y estamos a punto de alcanzar nuevos logros científicos que, en esencia, abolirán la humanidad como tal.

Buena parte del debate inicial sobre The end of history fue una absurda cuestión de semántica, ya que muchos lectores no comprendieron que yo estaba haciendo referencia a la historia en su sentido hegeliano y marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas humanas. Mi razonamiento era que la historia entendida de esa forma está dirigida por dos fuerzas básicas: la evolución de las ciencias naturales y la tecnología, que establece las bases para la modernización económica, y la lucha por el reconocimiento, que, en última instancia, exige un sistema político que reconozca los derechos humanos universales. Al contrario que los marxistas, yo afirmaba que este proceso de evolución histórica no culminaba en el socialismo, sino en la democracia y en la economía de mercado.

La tesis se ha atacado tan frecuente e implacablemente que a estas alturas es difícil imaginar que haya algún punto de vista desde el que no se haya criticado The end of history. A comienzos de los noventa se hacían muchas conjeturas sobre las diversas alternativas de la política mundial; alternativas que, en opinión de muchos observadores, más que acercarse, se alejaban de la democracia liberal. La preocupación más persistente hacía referencia al nacionalismo y al conflicto étnico, una perspectiva comprensible a la vista de los conflictos en la antigua Yugoslavia, Ruanda, Somalia y otros puntos negros. Aunque también se han considerado rivales posibles de la democracia liberal otros regímenes políticos como la teocracia islámica, el autoritarismo blando asiático o incluso el neobolchevismo.

Los acontecimientos de la segunda mitad de los noventa -con las agitaciones financieras que dieron lugar a la crisis económica asiática, el aparente estancamiento de la reforma democrática en Rusia y la inestabilidad que repentinamente se ha manifestado en el sistema financiero mundial- han sido en muchos aspectos más amenazadoras para la hipótesis del final de la historia que los primeros. Después de todo, yo nunca planteé que todos los países alcanzarían una democracia a corto plazo, sólo que había una lógica de evolución en la historia humana que conduciría a los países más avanzados hacia la democracia y los mercados liberales.

Por tanto, el hecho de que algunos países como Serbia o Irán hayan quedado fuera de este proceso evolutivo no sirve como argumento en contra. La actual crisis de Kosovo, por trágica que sea, no es un acontecimiento histórico mundial que vaya a modelar para siempre las instituciones fundamentales. Por otra parte, si se demostrara que la locomotora de la evolución del cambio histórico se había roto, habría que replantearse la idea de que la historia es progresiva. Pero, a pesar de las penurias y los reveses sufridos por México, Tailandia, Indonesia, Corea del Sur y Rusia, como resultado de su integración en la economía mundial, no se está produciendo, como afirma George Soros, una "crisis general del capitalismo".

Hay al menos dos razones importantes para el progreso indefinido de la mundialización. En primer lugar, no hay una alternativa de modelo de desarrollo viable que prometa mejores resultados, ni siquiera tras la crisis de 1997-1998. En particular, los acontecimientos de los diez últimos años han desacreditado aún más al principal competidor de la mundialización, el denominado "modelo de desarrollo asiático". La crisis económica que golpeó Asia ha demostrado la vacuidad del autoritarismo blando asiático, porque pretendía basar su legitimidad en el avance económico, y eso le hizo vulnerable en los periodos de crisis.

La segunda razón por la que no es probable que se invierta el sentido de la mundialización está relacionada con la tecnología. La mundialización actual está respaldada por la revolución en la tecnología de la información que ha llevado el teléfono, el fax, la radio, la televisión y la Internet a los rincones más remotos de la Tierra. Estos cambios dan autonomía a los individuos y son profundamente democratizadores en muchos niveles. Ningún país puede hoy en día desconectarse de los medios de comunicación mundiales o de las fuentes de comunicación exteriores; las tendencias que se inician en un rincón del mundo se copian rápidamente a miles de kilómetros de distancia. Aquellos que creyeron encontrar el principal punto flaco de la teoría del final de la historia en los acontecimientos políticos y económicos de los últimos diez

años hacen leña de un árbol equivocado. El principal defecto de ¿El final de la historia? se encuentra en el hecho de que la ciencia puede no tener fin, pues rige el proceso histórico, y estamos en la cúspide de una nueva explosión de innovaciones tecnológicas en las ciencias de la vida y en la biotecnología. El periodo transcurrido desde la Revolución Francesa ha sido testigo de diferentes doctrinas que esperaban superar los límites de la naturaleza humana mediante la creación de un nuevo tipo de ser humano, que no estuviera sometido a los prejuicios y limitaciones del pasado.

El rotundo fracaso de estos experimentos a finales del siglo XX nos mostró los límites del constructivismo social y refrendó un orden liberal y basado en el mercado, apoyado en verdades evidentes sobre "la naturaleza y el Dios de la naturaleza". Pero a lo mejor las herramientas de los constructivistas del siglo XX, desde las primeras socializaciones de la infancia y el psicoanálisis hasta la agitprop y los campos de trabajo, son sencillamente demasiado burdos como para alterar efectivamente el substrato natural de la conducta humana.

El carácter abierto de las actuales ciencias naturales indica que la biotecnología nos aportará en las dos generaciones próximas las herramientas que nos van a permitir alcanzar lo que no consiguieron los ingenieros sociales del pasado. En ese punto, habremos concluido definitivamente la historia humana porque habremos abolido los seres humanos como tales. Y entonces comenzará una nueva historia poshumana.

Francis Fukuyama es profesor de Política Pública en la Universidad George Mason y autor de The great disruption: human nature and the reconstitution of social order. © Francis Fukuyama, 1999, distribuido por Los Angeles Times Syndicate.

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