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Reportaje:EXCURSIONES - SENDA DE LOS BATANES

En un lugar del Lozoya

Un paseo por la finca molinera de El Paular donde se hizo el papel para la primera edición del 'Quijote'

Eran los dueños del pinar y de toda la pesca del Lozoya; de un molino harinero, dos sierras de agua para tabla, una tejera, una calera, un estanque de nieve y una fábrica de papel en El Paular; de una cabaña de 30.000 merinas; de fincas en Talamanca, Torrelaguna, Getafe y Galapagar; de un hospital en Madrid y otro en Segovia; de tierras en Andalucía y Extremadura... Si esto consiguieron aquellos cartujos que se recluyeron hacia 1390 en el valle para vivir en perfecta soledad, silencio y oración, sin salir ni muertos del cenobio, miedo nos da pensar lo que hubieran logrado blasfemando por teléfono móvil en un todoterreno, como se estila ahora.De todas las posesiones que llegó a juntar el Ministerio de Hacienda de los Cartujos -como alguien llamó a El Paular-, la que hoy nos interesa es la finca de los Batanes. Allí había un molino, en la orilla contraria del Lozoya, que los monjes compraron en 1396 a un vecino de Alameda, Martín Fernández, para preparar la madera necesaria para construir el monasterio. Dos siglos más tarde, la serrería devino en fábrica de papel, y de ella salió el utilizado en la edición príncipe del Quijote.

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Al calor de la Ilustración y de las piras de la Inquisición, ambas necesitadas de papel, el molino de los Batanes resurgió cual fénix en el siglo XVIII. Por Madoz sabemos que, a mediados del XIX, trabajaban en él de 30 a 40 obreros, produciendo 68 resmas (34.000 pliegos) al día. Pero a la vuelta del siglo hubo que sacrificarlo pues contaminaba asaz el río. Luego sería rehabilitado como internado y residencia estival de la Sección Femenina, hasta llegar a las ruinas de hogaño.

En su busca cruzaremos el Lozoya por el elegante puente barroco del Perdón, que está frente por frente del monasterio, y a los cinco minutos giraremos a mano izquierda por el acceso al albergue juvenil Los Batanes.

Encarando ya este edificio, veremos dos empalizadas junto al camino que definen la senda a seguir y que nos conducirán sin pérdida hasta la fuente del Botijo, sita en una idílica pradera con rueda de asientos a la sombra de los abedules.

La senda continúa entre dos hileras de esbeltos álamos que, de pronto, lucen un extraño cortejo de rododendros y abetos. Hemos llegado, según indica un letrero, al Bosque de Finlandia, exótico rincón decorado con sauna y muelle de madera adentrándose en un estanque del Lozoya, que más parece el lago Oulu. A esto los técnicos en medio ambiente lo llaman adecuación paisajística. Lástima que el cerebro de los españoles no se pueda adecuar también a los patrones nórdicos porque, a poco respetuosos que fuésemos con las instalaciones públicas, podríamos usar esta sauna -además de para hacer bonito- para pasar un domingo de lapones.

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Otros estanques como éste y numerosos canales flanquean la senda a partir de aquí: vestigios son del complejo sistema hidráulico que alimentaba las fraguas, aserraderos y molinos de los viejos cartujos. A unos tres cuartos de hora del inicio, toparemos los restos del más famoso de ellos, el molino de papel que acabó sus días como internado de señoritas (colegio San Benito). Y junto a las ruinas, la pasarela que nos permitirá cruzar de nuevo el Lozoya para emprender el regreso al monasterio por un carril para bicis y peatones sombreado por ancianos chopos corpulentos, gigantes como los molinos del Quijote, no los de papel, sino los de viento.

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